lunes, 5 de diciembre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO I DE ADVIENTO



DOMINGO I DE ADVIENTO
27 de Noviembre de 2011

INTRODUCCIÓN

Comenzar un proyecto, iniciar un curso o algún taller de nuestro agrado, empezar un tiempo nuevo y diferente, ofrece siempre una oportunidad más de ser mejores, de explotar otras capacidades y habilidades, o de decidirnos a aprovechar lo que se presenta para nuestro crecimiento y superación.

Un minuto más allá de la media noche, sin campanadas, sin brindis, sin fiesta, sin rituales inventados, hemos recibido un año nuevo. Es cierto que en nuestros calendarios queda más de un mes por recorrer, pero el tiempo de Dios es otro, el tiempo de la liturgia es otro. Inauguramos el nuevo año litúrgico, no totalmente diferente al que se fue, no diverso al que vendrá después, puesto que uno y otro son celebración de un mismo acontecimiento y misterio, el de nuestra salvación, si bien no es en forma repetitiva y cansada, sino en esa especie de “espiral” que nos plenifica, nos perfecciona y nos eleva a la altura de Cristo.

Pero así es como se inicia toda nueva experiencia, con una preparación que nos disponga a beneficiarnos de lo que ha de venir. Al comenzar un año nuevo, recomenzamos a vivir inmersos en el misterio de Dios atravesando los momentos que nos dieron vida.

Con el adviento nos unimos al pueblo de Israel que con la fidelidad a la Alianza aguardaban el cumplimiento de las promesas; al celebrar la navidad, certificamos la plenitud de los tiempos en que Dios envía a su Hijo nacido de una mujer y bajo la ley, en palabras de San Pablo; con las fiestas cristológicas que le suceden contemplamos la verdad de las palabras del Evangelio de que Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia; entrando luego a un tiempo ordinario se nos invita a que personalmente manifestemos nuestro propio nacimiento y el crecimiento del Redentor en nuestra vida; vendrá después la cuaresma con el banderazo inicial de la ceniza, en un profundo recordatorio de la vida del hombre y la unidad de toda la humanidad con la pasión de Cristo; todo lo anterior para disponernos a celebrar el misterio central de nuestra fe, el culmen de la obra de Jesús, la garantía de nuestra propia vida: la muerte y resurrección del Señor; después, en gozosos cincuenta días pascuales orientados para renovar la gracia de los hijos de Dios, y recibiendo el Espíritu de pentecostés, ingresamos a otro tiempo ordinario más extenso, como extensos y fuertes son los misterios celebrados y que exigen hacerse vida en cada uno.

Queda claro hermanos y hermanas, que el año litúrgico es la vivencia anual de la obra salvadora de Dios para el hombre, para nosotros mismos, para cada uno. Muchas veces desaprovechamos la riqueza de sintonizar con el caminar del calendario litúrgico pasando por alto que nos privamos de actualizar la salvación de Cristo en nuestro tiempo. Estamos dando el primer paso en este camino de fe con el adviento, el recuerdo de la venida del Hijo de Dios en nuestra carne, las constantes y perpetuas venidas de Jesús en el hermano, la oración, la caridad, y la preparación para la llegada definitiva del Redentor.

Pues mis queridos hermanos, que de verdad este sea un feliz año nuevo, y que el adviento nos prepare de la mejor manera a recibir el don de la salvación de Dios.

LA VIDA ES UN SUEÑO

La narración de esta que podemos llamar “la parábola del portero”  tiene su centro de interés en la espera del hombre que ha salido de viaje. La expectativa se apunta hacia la noche, en distintos momentos posibles de su transcurso. De esta manera, podemos interpretar el mundo presente, el espacio entre el nacimiento del Salvador y su regreso glorioso, como una larga noche para el hombre. Mientras la imagen de la noche no signifique contraposición con el día, en la literatura bíblica adquiere el sentido de esos momentos especialísimos de salvación, y podemos recordar la noche de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto; o la noche del nacimiento del Dios hecho hombre; o la noche santa de la resurrección del Señor.

Estas noches no son tan obscuras porque siempre aparecen iluminadas por el resplandor del Lucero Divino. En el relato del Evangelio de hoy, es la noche bendita de la espera del hombre.

De alguna manera, la vida del hombre sobre la tierra es entendida como una noche, y San Pablo lo dice con estas palabras en la Carta a los Romanos: “La noche está avanzada, el día está cerca”. O bien, como un sueño en el que la muerte significa el despertar, y de esto modo, San Agustín afirmaba que nuestra tierra, más que de vivientes, debería llamarse la tierra de los durmientes.

Creo que la consideración de la vida como un sueño contribuye positivamente a una actitud más evangélica y a una postura más auténtica de la existencia del hombre sobre el mundo. La brevedad de los sueños, las fantasías que suceden, el falso cumplimiento de nuestras ambiciones son razones válidas para comparar la vida con el sueño, del que una vez despiertos podemos admirar lo fugaz de la existencia, la poca importancia de esas cosas que para el mundo son “muy importantes”, la justa verdad de las egoístas pretensiones del ser humano.

Un autor del siglo de oro español, seguramente por Uds. Recordado: Calderón de la Barca escribió una obra precisamente con este título: la vida es sueño y los comparto algunos versos que nos ayuden a reflexionar:

Sueña el rey que es rey, y vive
            con este engaño mandando,
            disponiendo y gobernando;
            y este aplauso, que recibe
            prestado, en el viento escribe,
            y en cenizas le convierte
            la muerte, ¡desdicha fuerte!

Puede suceder que tan emocionados estamos en el sueño de la vida, que nos preocupamos por la realidad de que un día despertaremos para rendir cuentas de nuestra verdad. Si bien es cierto que en los sueños no tenemos responsabilidad por el estado de inconsciencia, en la vida cada uno es responsable de lo que hace o deja de hacer. Considerar la vida como un sueño nos da el beneficio de no creernos todas las posibilidades, ni todos los piropos, ni todas las comodidades y lujos porque cuando despertemos nada de esto cargará consigo la felicidad eterna que anhelamos. Podemos soñarnos ser reyes, amos y señores de la vida, con el derecha a hacer todo lo que nos plazca como es el sentir de las nuevas generaciones, pero un día despertaremos y todo se volverá cenizas y puestos ante Dios no podremos ocultar quien realmente somos.

Termina una jornada de la obra citada con los siguientes versos:

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ficción,
 una sombra, una ilusión,
 y el mayor bien es pequeño.
 ¡Que toda la vida es sueño,
 y los sueños, sueños son!

Hermanos y hermanas, si la vida es un sueño no podemos fiarnos totalmente de ella, porque en la noche del descanso llegará el Señor que se fue de viaje y es mejor que nos encuentre despiertos, conscientes de quien en verdad somos. No sabemos si nuestro Jesucristo llegue al anochecer, o a medianoche, al canto del gallo o en la madrugada; puede ser comenzando nuestra vida, o en la plenitud de ella o al término de nuestro tiempo, pero vendrá y eso es lo importante. No es una llamada al temor sino a la esperanza, con los pies en la tierra, con la claridad de quien sabe que este vida es pasajera, con la sabiduría de obrar esas cosas que traen consigo salvación, con esa disposición a no caer en el sueño de las falsas ilusiones y de las prepotencias que un día terminan desapareciendo. ¡Estemos pues siempre despiertos!


2. VOCACIÓN DE VIGILANTES

En el discurso previo a la pasión de Jesús, en el Evangelio escrito por San Marcos, propio del año litúrgico que hoy estamos inaugurando, aparecen precisamente estos relatos escatológicos que urgen a la vigilancia y a la alerta.
No se trata de una exhortación al insomnio ni a la vigilia infructuosa, sino que la especifica el Señor invitando también a estar preparados. La velada indiferente y estéril nos asemejaría más a aquellas jóvenes necias que a verdaderos vigilantes.

La vocación cristiana es vocación de vigilantes. Con la figura del portero Jesús pretende ayudarnos a medir las consecuencias de un descuido, o una siesta irresponsable o de un incumplimiento del deber. Puede entrar un ladrón, o algún extraño que pueda ocasionar perjuicio a lo que nos han encomendado; o bien, tan rendidos de sueño que ni siquiera avistemos la llegada del dueño de la casa.

Tal vez la palabra de Dios nos ha insistido demasiado, de muchas maneras y con aplomo, en esta vigilancia y preparación, y nosotros pasemos por monótonos y redundantes, pero no podemos dejar al margen la Palabra, ni podemos dar por entendido algo que desde siempre se nos ha repetido, pero que con el testimonio estamos demostrando que no nos preocupa en absoluto o que no nos ha caído el veinte, como decimos en modo corriente.

¿De verdad creemos ya es suficiente hablar del tema? ¿de verdad podemos darnos por enterados? ¿de verdad salen sobrando las repetidas invitaciones a la vigilancia?

Si en realidad fuera así, qué ciegos y torpes seríamos muchos de los discípulos de Cristo porque continuamos viviendo desentendidos de lo importante y absortos en lo superficial.

El tiempo de adviento abre con esta llamada a la vigilancia porque es el único modo de que la llegada del Señor no  nos tome por sorpresa. Hay quien dice que nuestro Dios es sorprendente, y le concedo toda la razón, no sólo por lo asombroso y extraordinario de suyo, sino porque sorpresivos son sus caminos, sorpresivos sus designios, sorpresivos sus dones y sorpresiva su venida.

De ninguna manera podemos argumentar ignorancia y desconocimiento después de tanta persistencia; no podremos solicitar tiempo extra después del silbatazo final; no podremos exigir prórroga cuando por tanto tiempo hemos permanecido pasivos, desinteresados y renuentes a esta llamada a la vigilia y a la preparación. Velador que se queda dormido pierde mucho más el trabajo, pierde la confianza del amo y la alegría de ver regresar al que tan bien se ha portado con él, pierde el privilegio de vivir al amparo y al servicio de tan buen patrón.

Si este es el tiempo de la espera, no nos confundamos ni nos extraviemos con tantas cosas vanas que la publicidad aprovecha para embotarnos, y vivamos en la autenticidad del adviento que nos renueva la esperanza, nos alerta en la sobriedad de la vida y en las cosas importantes y nos ayuda estar preparados para aquella venida final de Jesús a cada uno de nosotros.

A MODO DE CONCLUSIÓN: VEN SEÑOR JESÚS

Ojalá que podamos iniciar este nuevo año litúrgico con el pie derecho. Si tantas veces hemos celebrado ya el Adviento, revisemos cuáles son los efectos de este tiempo de gracia en nuestra vida, y si lo hemos desaprovechado, es tiempo de cambiar las cosas, porque el estar aquí y ahora es un gesto más de la providencia y del amor de Dios que no dejan de brindarnos nuevas oportunidades de salvación.

Con las palabras del apóstol Pablo en esta carta que dirige a los corintios, quiero exhortarlos a que permanezcan irreprochables hasta el fin, hasta el día del advenimiento definitivo de nuestro Señor y  a mantenerse fieles a Dios en la unión con el Hijo que nace en nuestra humanidad, porque Dios sí es fiel.

Dejémonos moldear como el barro en manos del artesano y no podrá resultar otra cosa sino una obra buena. Que el adviento nos configure y disponga en nuestros corazones, un pesebre para el nacimiento del Redentor.

Quisiera terminar, si me permiten, con una historia que leí de un autor de superación personal, para aplicarla precisamente a este tiempo en que somos atacados y bombardeados con el consumismo, la publicidad y los compromisos sociales vacíos y huecos tan comunes en estos días que terminan impidiendo la vivencia de un verdadero adviento, olvidamos la espera por preocuparnos de simplezas.

La parábola que contaré con mis palabras se intitulaba “La ciudad de los pozos”.

Pues en efecto, era una ciudad no habita por personas sino por pozos vivientes, de todos los tamaños, diseños y características, con los brocales más elegantes y preciosos hasta los más humildes y sobrios. Se comunicaban de brocal a brocal a lo largo y ancho de aquella ciudad. Alguien había comentado la necesidad de cuidar más lo interior que lo exterior, de modo que se puso de novedad cuidar el contenido más que lo superficial. Así comenzaron a llenarse unos pozos de obras de arte, otros de joyas preciosas y tesoros, otros de libros y revistas de actualidad, otros de desconocidos y futuristas aparatos electrónicos, etc. Poco a poco se fueron llenando a tal grado que no tenían espacio para un alfiler siquiera. No faltaron los que deseaban tener más, aumentar su capacidad de almacenamiento y comenzaron a ensancharse.

Sólo un pozo pequeño y alejado de los grandes pozos miraba con preocupación lo que estaba sucediendo, pues existía la amenaza que se extendieran tanto que se perdieran los límites entre un pozo y otro y perdieran con esto su identidad. A este pocillo se le ocurrió una forma diferente de ensanchar su capacidad, de hacer crecer el espacio dentro de sí, pero ya no sería a lo ancho sino a lo profundo. Se dio cuenta que con tantas cosas que ya tenía resultaba imposible ahondar, de modo que comenzó a sacar lo que tenía, sabía que debía vaciarse de todo, aunque esto le provocara miedo e inseguridad. Los otros pozos aprovechaban lo que el desechaba. Pero algo sorprendente sucedió, dentro y muy dentro encontró lo que ningún otro pozo había encontrado: ¡agua! De su interior comenzó a brotar el agua que jugaba saltarina hacia afuera, regando a todo su alrededor. Comenzaron a crecer los pastos, las plantas, las flores,  hasta convertirse en un vergel.

Muchos otros quisieron imitar su ejemplo pero desistían cuando se daban cuenta que era necesario vaciarse de todo a fin de profundizar. Solamente otro pequeño pozo a la otra orilla de la ciudad se atrevió a intentarlo y sorpresa, apareció el agua. Con el tiempo, ambos pozos se dieron cuenta de que el agua que los inundaba procedía de la misma corriente y de esta manera encontraron otra forma de comunicarse, no sólo superficialmente de brocal a brocal, sino con la profundidad de su alma.

Queridos hermanos y amigos, ojalá que no permitamos que estos tiempos ni ningunos otros puedan convencernos de llenar de “cosas” el corazón, que no saturemos la escasa profundidad de nuestra alma con objetos sin valor ni alegría. Que muchos nos atrevamos a vaciarnos de todo para poder entrar en la hondura del misterio que estamos celebrando y podamos encontrar el agua que da la vida. Recordemos que no se trata de ensanchar nuestras ambiciones sino de hacer más profundo el corazón para convertir en jardín todo lo que nos rodea. El Adviento viene a decirnos que en efecto, lo importante no es el exterior sino lo de dentro de nosotros, pero no hacia los lados sino hacia fondo del alma.

Deseo a todos un santo y renovador adviento, y un feliz año nuevo en este camino de fe.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche