martes, 1 de noviembre de 2011

SEAN SANTOS, PORQUE YO, EL SEÑOR, SOY SANTO


SEAN SANTOS, PORQUE YO,

EL SEÑOR, SOY SANTO


Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en la Misa de clausura de la Convención Nacional de Líderes de la Acción Católica Mexicana.

Muy queridos hermanos en Cristo Jesús.

Saludándoles, doy gracias al Señor por permitirme celebrar hoy aquí el Santo Sacrificio Eucarístico, fuente y culmen de toda la vida cristiana, y de hacerlo junto con ustedes, Líderes de la Acción Católica Mexicana llamados a ser -, como refiriéndose a los laicos decía el Papa Juan Pablo II en su homilía conclusiva del Sínodo de 1987-, protagonistas de la historia. “He aquí -afirmaba el Santo Padre-, al fiel laico lanzado en las fronteras de la historia: la familia, la cultura, el mundo del trabajo, los bienes económicos, la política, la ciencia, la técnica, la comunicación social; los grandes problemas de la vida, de la solidaridad, de la paz, de la ética profesional, de los derechos de la persona humana, de la educación, de la libertad religiosa”.

Al hablar así, el Santo Padre tenía obviamente presente que la tarea evangelizadora de la Iglesia no compete solo a una parte de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, sino a todos y a cada uno; que la evangelización es tarea de todos y para todos.

También el documento de Aparecida ha recordado esto al afirmar que "los fieles laicos son los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el pueblo de Dios y participan de las funciones de Cristo: sacerdote, profeta y rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" (DA, 209). De este modo, con su participación activa en la vida pública son ellos quienes hacen presente a la Iglesia en el mundo y quienes, así, animan y transforman la sociedad según el espíritu del Evangelio.

Es esta precisamente su tarea y su retadora vocación: hacer presente en la comunidad cristiana a la sociedad civil con sus alegrías y esperanzas, con sus tristezas y angustias, y al mismo tiempo, con su vida, testimonio y compromiso socio-político individual y colectivo, siempre iluminado por la Palabra y sostenido por los sacramentos, hacer actuante a la comunidad eclesial en el seno de la sociedad civil, contribuyendo eficazmente “a crear y desarrollar una cultura cada vez más humana y humanizadora" (Sínodo Obispos 1985, Lineamenta, 30-35).

Se trata, como bien comprendemos, de una realidad que hoy se presenta particularmente necesaria y urgente, incluso, más que nunca. La autonomía de nuestra sociedad secularizada; la separación entre la fe y la vida pública y privada; la tendencia a tratar de reducir la fe a la esfera de lo privado; la crisis de valores, pero, por otra parte, también la búsqueda de verdad y de sentido, las aspiraciones de verdadera justicia, de solidaridad, paz, reconocimiento efectivo de los derechos humanos y del respeto y defensa de la vida y de la naturaleza, son dimensiones de la existencia y de la vida cristiana que desafían a los discípulos misioneros de Jesús, para que dinamizando los modos y métodos de evangelización, contribuyan a la creación de una nueva cultura y de una nueva civilización de la vida y la verdad, de la justicia y la paz, de la solidaridad y del amor. Una civilización del amor.

Ciertamente, queridos hermanos y hermanas, su vocación, si bien con características específicas, es fundamentalmente igual a la de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo: “Sean santos, porque Yo, el Señor, soy santo”. Esa es nuestra vocación y es su vocación. La vocación de todos los miembros de la Iglesia es a la santidad, aquí y ahora (Cfr. LG 39); cada uno desde su propia situación, historia y realidad.

Y sí. Necesitamos ser santos, porque el Señor es santo y porque nuestro mundo necesita de santos. Nuestro mundo necesita de creyentes que en todo lugar y circunstancia sepan profesar su fe con valentía, y sean verdaderos “hombres de la Iglesia en el corazón del mundo y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia” (DP 209); de hombres que, “con su testimonio y su actividad –como leemos en el Documento de Aparecida, -, (hagan) creíble la fe que profesan, mostrando autenticidad y coherencia en su conducta" (DA 210).

En este contexto, las palabras exhortativas que Jesús nos dirige en el Evangelio, son más que oportunas: “hagan y cumplan todo lo que ellos les digan”. Hagan y cumplan cuanto la Ley del Señor les pide. “En cuanto a ustedes, -añade Jesús-, no se hagan llamar "maestro", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos”, más aún, “el mayor entre ustedes será el que los sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”.

Hacer “creíble la fe que profesan, mostrando autenticidad y coherencia en su conducta", como pide Aparecida, es decir, ser lo que Jesús ha pedido sean sus discípulos: luz del mundo y sal de la tierra, para que sus obras brillen ante los hombres, y para que viéndolas, den Gloria a Dios. Hacer que sus obras brillen ante los hombres, no para que los hombres los admiren, los reconozcan o los alaben, sino siempre "dar Gloria a Dios". ¡Sí!, el discípulo de Jesús está llamado a brillar, pero para que Dios brille, para que el otro lo descubra, lo encuentre, lo ame, lo siga y lo obedezca. El creyente está llamado a ser hombre de Dios y a imagen del Hijo, a serlo desde la humildad.

La humildad es la verdad”, decía Santa Teresa de Jesús. Una especie de radiografía que impide caer en engaño sobre el estado de salud. Porque ser humilde no significa que haya que negar las propias cualidades, que al fin y al cabo son dones divinos que hay que hacer fructificar (cfr. Mt 25,14), como  tampoco que no se deba aspirar a hacer y lograr cosas grandes. Por el contrario, ser humilde significa tomar conciencia de lo que efectivamente se es; darse cuenta y “tomar atenta nota”, de cuánto hay de bueno o de malo en sí mismo, apreciando con gozo las capacidades y reconociendo con serenidad las limitaciones propias y las de los demás. Por ello, de la humildad brota verdadera paz y armonía interior.

No podemos negar, y nosotros mismos lo hemos experimentado, que en todo hombre se da y de alguna manera se manifiesta,  un instinto que lo lleva a aspirar  cosas grandes. Se lo pide el alma, que tiene una inclinación a alcanzar un algo superior. Y para lograrlo, se le presentan dos caminos: el de la soberbia prepotente, camino que siguieron quienes "pretendiendo ser sabios, resultaron unos necios" (Rm 1,22), o el de la humildad, aquel que siguió Cristo, su Madre y también los santos. Y es precisamente este, el de la humildad, el camino que el discípulo de Jesús está llamado a seguir para saciar ese justo impulso, para ser, y para ser grande.

La Sagrada Escritura nos descubre que todos los males del hombre le han venido por el alejamiento de Dios a causa de su soberbia. Y cuando por la soberbia nos alejamos de Dios, sólo por la humildad podemos reencontrar el camino para volver a él.

El apóstol Santiago  (cfr. Sant 4,6), en efecto, como también San  Pedro (cfr. 1Ped 5,6) se han hecho eco del texto del libro de Proverbios (3,34) en el que la Palabra del Señor recuerda que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”. San Pablo, a su vez, insiste frecuentemente en la necesidad de la humildad en el seguimiento de Cristo que “se humilló a sí mismo” (Flp 2,8), invitando a los discípulos de Jesús a revestirse “de entrañas de humildad” (Col 3,12); y exhortándolos “a conducirse con toda humildad” (Flp 2,3). Así ha sido en toda la tradición cristiana. “¿Quieres levantar un edificio que llegue hasta el cielo? –decía San Agustín-. Piensa primero en poner el fundamento de la humildad”, y fray Luis de Granada afirmaba que “la humildad es fundamento y guarda fiel de todas las virtudes”.

Y efectivamente es así, pues, en la vida cristiana, es indispensable tener siempre presente, por una parte, nuestra propia realidad, esto es, que todos, lo aceptemos o no, somos pecadores de obra o de omisión: de hacer el mal, o de no hacer el bien o de hacer mal el bien, como los fariseos, que hacían obras buenas, pero para que la gente los viera y admirara;  y que, por otra parte, en el plano del Reino de Dios nada es posible, ni siquiera decir “Jesús es Señor”, sin la ayuda de la gracia de Dios (cfr. 1Cor 12,3).

La humildad, así, nos pide saber inclinar nuestra frente ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas. María Santísima supo reconocer su pequeñez, pero, al mismo tiempo, supo reconocer que Dios había hecho en ella “obras grandes”: la obra de la encarnación, más grande que la de la misma creación. Y San Pablo, no obstante sus humanas limitaciones, reconocía con convicción que: “todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas” (Flp 4,13).

Queridos hermanos. Vivimos en un mundo en el que ciertamente el cristiano debe pasar por momentos en que con facetas diversas la cruz se hace presente en su vida. Pero es precisamente en esos momentos, aunque no sólo, cuando desde la verdadera humildad puede y debe descubrir que está tomando parte en el misterio pascual de Cristo y que, al mismo tiempo, es por Cristo sostenido e impulsado. Más aún, es entonces cuando debe cobrar fuerza la conciencia de que Dios es Dios y de que el hombre, cada uno de nosotros, es solo de Dios y para Dios.

Gracias a Él, también hoy no son pocos los discípulos del Señor que cautivan nuestra estima y admiración por su humildad. Son sacerdotes, religiosos, consagrados, padres y madres de familia, profesionistas y laicos, que desde la humildad viven en actitud de servicio generoso a Dios, a la Iglesia y a los demás. Son personas que encontramos en los templos y en los hospitales, en los hogares y oficinas, en las escuelas y en la industria, profesores y trabajadores, y posiblemente también entre quienes están cerca de nosotros. Es necesario abrir los ojos a esta realidad para descubrir lo bello y bueno que hay a nuestro alrededor, y para llenarnos de aliento y de esperanza.

Y dirijamos constantemente nuestra mirada y súplica a Jesús, y pidámosle al Espíritu Santo nos conceda los dones que necesitamos para saber estar y seguir al Señor. “La humildad cristiana - escribía Max Scheler -,es la imitación interior, espiritual, de la gran gesta de Cristo Dios, que, renunciando a su grandeza y majestad, vino hacia los hombres para hacerse, libre y alegremente, esclavo de sus criaturas”. Jesús nos enseña y nos da ejemplo. También ahora que, mientras celebramos la Eucaristía, se nos muestra como el que sirve, dándosenos en alimento de vida eterna.

E invoquemos siempre a María, la Virgen Madre y humilde sierva, para que el Señor pueda hacer también a través nuestro y en nosotros, cosas grandes, como hizo en ella.

¡Manos a la obra! Que el Señor les bendiga a todos ustedes, bendiga a todos los miembros de la Acción Católica Mexicana, bendiga su labor apostólica y bendiga a toda la Iglesia.