sábado, 19 de noviembre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: SOLEMNIDAD DE CRISTO REY



DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE NTRO.
SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
20 de Noviembre de 2011

INTRODUCCIÓN

Nada es más esperado que un buen final en el interesante libro que se lee, o en la película o la telenovela que se gustan. Lo mínimo que se exige es un desenlace que sea plenitud y culmen de toda la historia que se ha recorrido. Y se pueden apreciar buenos y malos finales, algunos que dejan satisfechos y otros que dejan mucho qué desear; algunos atiborrados de prisa y otros en su medida justa y exacta; unos más con muchos cabos sueltos y otros con un desenredo perfecto.

A nadie le gustan los finales que desentonan con toda la trama, o que concluyen con situaciones prematuras con el único propósito de dar por terminada la historia. En efecto, un buen final no es otra cosa que la coronación de una exquisita narración.

Con la celebración de esta solemnidad de Cristo Rey, queridísimos hermanos y hermanas, nos colocamos en la última semana del año litúrgico, y a la vez, en la lectura corrida del Evangelio de san Mateo, llegamos a los últimos versículos del discurso escatológico de Jesús, luego de escuchar las parábolas de las diez jóvenes y de los talentos.

Este domingo, la Palabra de Dios nos anticipa de alguna manera el final de esta historia de la humanidad, relato que se ha transformado en historia de salvación. Ciertamente se hace clara referencia al juicio final, al juicio de las naciones, pero que incluye indiscutiblemente el juicio personal al que todos seremos sometidos, sin distinción y sin privilegios.

Y es aquí donde la Palabra nos toca íntimamente, donde nos confronta y donde nos transforma. La historia personal, nuestra historia, también exige un final feliz, también añora un desenlace que sea más plenitud de todo lo vivido, que tragedia que arruina todas las expectativas. Esta crónica y este final son escritos por cada uno. Dios respeta tanto la libertad humana que permite que nosotros le demos el punto final al relato de nuestra existencia, no sin antes darnos luces, exhortar nuestras conciencias y orientar nuestras acciones por el camino de la realización y de la felicidad. Es imposible pretender darle un final feliz a un trama llena de mezquindades, egoísmos, autosuficiencias y vacío; no se puede cambiar abruptamente la opción vital que se ha tomado de antemano y que ha conducido las palabras y las obras.

Al celebrar a Nuestro Señor Jesucristo como Rey del Universo, no le elegimos como el mejor candidato entre variadas opciones, más bien le reconocemos como el único Señor al que conviene servir y el único digno de honor. Sin embargo, este reconocimiento puede sonar tan vacuo y frívolo cuando son sólo las palabras, mas no la vida, las que lo aclaman.

Por su parte, el final se acerca, cada día se escribe una página más de nuestra historia y no está lejos la última hoja por completar. Que nos esforcemos todos por darle el mejor desenlace, por hacer de nuestro paso por el mundo una historia de salvación.

1.- Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA…

Las palabras de nuestra profesión de fe recogen las mismas palabras con que inicia el Evangelio que escuchamos hoy. Jesús anuncia su regreso, la del Hijo del hombre con las palabras del profeta Daniel, lleno de gloria y poder, rodeado de sus servidores para sentarse en su trono de majestad. El Señor anticipa así la transformación de aquel trono en forma de cruz, en uno de resurrección y poderío; y aquella corona de espinas, en una de soberanía y autoridad. Empero, esta imagen aparatosa de reinado no pretenden recordarnos las tiranías de este mundo, ni equiparar el juicio misericordioso de Dios a la rendición de cuentas de los monarcas de la tierra, más bien es un intento por rescatarnos de la pasividad y de la comodidad de quien se escuda en el amor de Dios por nosotros y quien vilmente argumenta la bondad del Señor como  obligado remedio a los pecados irresponsables, maliciosos, alevosos y premeditados.

No se nos olvide, hermanos, que ciertamente Dios es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo, y no podremos alcanzar al final lo que repetidamente hemos rechazado hoy. Guardar celosamente la conciencia de que el Hijo del hombre vendrá lleno de gloria, nos conduce a vigilar nuestra vida para mantenerla por las sendas de la salvación.

En la carta encíclica Spe Salvi del Papa Benedicto XVI, se anota el juicio como un lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza, afirmando: Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios…Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva.

El regreso del Señor tiene la finalidad de juzgar a vivos y muertos, o con las palabras alegóricas del Evangelio, de separar las ovejas de los cabritos. Ante esta verdad que sostiene nuestra fe encontramos posturas extremas y contrapuestas, desde el desprecio y el ridículo del juicio venidero como comprobaba el filósofo Kierkegard diciendo: El más allá (y con él el juicio) ha llegado a ser una broma, una exigencia incierta, que nos divierte hasta el pensamiento de que hubo un tiempo en que esta idea transformaba la entera existencia; hasta la protesta sentida y compartida que se rehúsa a admitir un Dios bueno y amoroso que permita el mal en el mundo, la violencia, la pobreza, las injusticias, postura que es fruto de las grandes tragedias lúgubres de la humanidad del siglo pasado y de la mentalidad posmoderna, de lo que en realidad Dios no es culpable sino el hombre sin Dios.

De cualquier manera, burlarse u oponerse a la realidad del juicio no modifica en nada su cercanía y su verdad. El creyente está convencido no del juicio como una posibilidad sino como una necesidad donde cada cosa ocupará su justo lugar; donde volverá al orden y la armonía la creación desequilibrada por el pecado, donde como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy, Cristo entregue el Reino a su Padre….y Dios sea todo en todas las cosas.

Sólo el que tiene fe y conserva la esperanza puede repetir conscientemente aquellas palabras del Padre Nuestro que suplican que “venga a nosotros Tu Reino”. Con la llegada plena del Reino todo saldrá a la luz y seremos juzgados en la misericordia y la justicia.

Comencemos no sólo pidiendo la llegada de este Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz (cfr. prefacio propio), sino construyéndolo lentamente en nuestra propia vida, de modo que tenga plenitud cuando Dios nos llame a su presencia.

2.- ¿CUÁNDO TE VIMOS DESVALIDO?

Jesús recurre a la imagen del pastor propuesta por el profeta Ezequiel en la primera lectura, que forma parte del reclamo de Dios contra los malos pastores de Israel y a la vez, la promesa de un pastoreo realizado por el mismo Señor, cuidado que aparece colmado de ternura, de solicitud y de preocupación por los extraviados. Dios por boca del profeta, anuncia un juicio entre oveja y oveja, entre carneros y machos cabríos. De aquí se desprenden y se entiendenmejor las palabras del Jesús. A la bendición de unos y a la maldición de otros por el rey de la alegoría en el Evangelio, sucede una misma pregunta de sorpresa: ¿cuándo te vimos menesteroso y desvalido?
Y a pesar de que es la misma interrogante, tiene un sabor muy diferente: una de humilde halago y la otra de baladí excusa.

Solamente el necio se mantendría firme en el argumento de que nunca contempló al Señor Jesús con ese rostro de dolor y de necesidad, como esperando el ingenuo momento en que el mismo Cristo en persona se acercara a nuestra vida solicitando generosidad.  En las distintas narraciones cuando Jesús desaparece de la mirada de sus discípulos, sea en Emaús o la ascensión, no significa separación y lejanía, sino ocultamiento. En realidad Jesucristo no se ha ido, se ha vestido el rostro del pobre, del hambriento, del sediento, del perseguido, del cautivo injustamente, del enfermo. No podemos ignorar y desconocer esos rasgos característicos del Señor crucificado que se han dibujado en tantos hermanos y hermanas que sufren.

La fe y la caridad excluyen de inmediato la pregunta, pues sabemos que el prójimo es también mi hermano, y más aún, se parece tanto a Cristo.

En nuestros labios, que conocemos el mandato del amor, que sabemos de la imagen y la semejanza de Dios en el hombre, que reconocemos la presencia de Jesús en los sufrientes, la pregunta sale sobrando, suena ridícula y tiene claro color de fingimiento.

Diferentes documentos del magisterio latinoamericano nos han insistido en el descubrimiento concreto de los “rostros sufrientes” de Cristo: La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela: rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer…los niños vagos y muchas veces explotados, de nuestras ciudades, fruto de la pobreza y desorganización moral familiar; rostros de jóvenes, desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad… rostros de indígenas y con frecuencia de afroamericanos, que viviendo marginados y en situaciones inhumanas, pueden ser considerados los más pobres entre los pobres; rostros de campesinos, que como grupo social viven relegados en casi todo nuestro continente… rostros de obreros, frecuentemente mal retribuidos y con dificultades para organizarse y defender sus derechos; rostros de subempleados y desempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis económicas…rostros de marginados y hacinados urbanos, con el doble impacto de la carencia de bienes materiales, frente a la ostentación de la riqueza de otros sectores sociales; rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen.

Tanto Puebla como Aparecida recuperan la memoria y la urgencia de estos rostros que nos duelen como Iglesia.

Lo alarmante y que nos compete a nosotros, es reconocer que muchas veces hemos pasado de largo ante esta presencia oculta de Cristo, que hemos ignorado y hasta despreciado a quienes necesitados han solicitado nuestro auxilio. Sin la molestia de ir tan lejos, estamos rodeados de pobres, de esos pobres que son amados por Dios y que se nos presentan como oportunidades de caridad y de salvación para nosotros. Quién de nosotros no sabe de alguna familia pobre que no alcanza para el alimento diario, de aquel que pasa frío o está solo y abandonado, del que sentenciado injustamente está preso, de aquel que de camino vaga por nuestras calles encontrando puertas cerradas, del que no puede saciar su hambre y su sed de tantas cosas necesarias, de aquel otro que está crucificado a la cama del dolor.

¿De verdad creemos que al final, en el momento de nuestro juicio personal cara a cara con Dios, podremos alegar que no le vimos?

3.- SEREMOS JUZGADOS EN EL AMOR

El místico San Juan de la Cruz nos ha regalado una frase bellísima para grabar en nuestra memoria y en nuestro corazón: “En el ocaso de nuestra existencia, seremos juzgados en el amor”.

En nosotros no cabe la zozobra del estudiante que desconoce el contenido del examen final, ni la exigencia del maestro que evalúa. A nosotros nos ha sido dado de antemano la guía de examen que medirá nuestra disposición a la salvación de Dios  y para la llegada de su Reino.

Hay tantas cosas secundarias que nos entretienen de las verdaderamente necesarias. Hay algunas otras obras buenas a las que recurrimos simplemente como garantía de nuestra piadosa vida cristiana. Hay otras más que advierten el proceso de conversión, pero las obras de misericordia que nos describe el Evangelio, son la concreción y la vivencia de toda piedad y de toda auténtica transformación interior.

Por eso entendemos que el enfoque en estas específicas obras de caridad no son exclusivas ni exhaustivas, sino que son el reflejo cierto y necesario de todo lo que les antecede, como conversión, oración, amor a los mandamientos de Dios, vivencia de las bienaventuranzas, la conducta cristiana, la vida de gracia, la celebración de la fe.

El Apóstol Juan nos desenmascara como unos mentirosos a los que profesamos amor a Dios, pero no amor al prójimo; san Pablo por su parte, asegura que el que ama cumple toda la ley. San Agustín, una vez más, nos dice “ama y haz lo que quieras”. De este modo, todo está dicho: seremos juzgados en el amor, en ese amor concreto, real, cercano con los más insignificantes a los ojos de los hombres, pero tan importantes a los ojos de Dios, tanto así que son los que más se le asemejan.

En efecto, la autenticidad de la vida cristiana queda de manifiesto en esas obras pequeñas tal vez, ocultas casi siempre, desapercibidas a la vista de otros, sin espectaculares ni trompetas, sino en el amor que alivia las fatigas y dolores del hermano; será siempre vigente la sensibilidad y solidaridad efectivas ante el dolor ajeno, el termómetro más veraz de nuestro cristianismo.

Atendamos a una cosa más queridos hermanos, no se trata de una motivación a acciones aisladas de compasión hacia el necesitado, sino de un estilo de vida permanente y perpetuo; no nos exhorta el evangelio a obras asistenciales que remedian el mal sólo por un día, sino a transformar esas estructuras sociales, pero también personales, que impiden el bienestar de todos y la justicia para los más despreciados.

No hay que dejar la preparación del examen para el último día, no hay que aguardar a que sea demasiado tarde para repasar la guía sobre la que seremos evaluados, y de una buena vez, vivamos en la ley del amor, la única que salva.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La solemnidad que hoy celebramos tiene su fundamento en el reconocimiento de Jesucristo como único Señor y Rey nuestro, al que nos disponemos a servir como fieles vasallos. Es el Rey que impera desde un madero, con corona de espinas y cetro de profundos agujeros en sus manos. Es el Rey que un día regresara lleno de la gloria de su Padre para bendecir a las ovejas y maldecir a los cabritos que no quisieron vivir bajo el régimen de la caridad.

Quisiera concluir esta reflexión que les propongo, con una historia que transformó la vida de un fiel soldado de la corte de Carlos I de España y V de Alemania.

Consejero y mano derecha del rey, caballerizo de la emperatriz Isabel, hombre colmado de honores y títulos, fue designado por el monarca para acompañar el cadáver de la emperatriz a la sepultura real de Granada. El trayecto fue largo y penoso, bajo las inclemencias del tiempo y del terreno. Su misión era corroborar en el lugar de la inhumación que en efecto, el cuerpo que se iban a sepultar era el de la emperatriz. Él conocía sobradamente a la reina, mujer rodeada de lujos, de riquezas y de muchos aduladores que alababan su belleza. Pues a la vista de todos se abrió el ataúd. El cuerpo de la emperatriz comenzaba ya a descomponerse y a despedir olores desagradables; el otrora bello rostro de su reina, estaba ahora desfigurado y desencajado. Fue entonces el momento en que el fiel caballero tomó una determinación que le cambió la vida: “Nunca más volveré a servir a un rey que se corrompe”. Dejó la corte y la vida que se lleva en esos lugares para dedicarse a su familia y a las cosas de Dios. Hoy le veneramos en nuestros altares como San Francisco de Borja.

Que la resolución del santo sea la misma que la nuestra: nunca servir a reyes y señores que mueren y se corrompen. Que nuestro deseo y nuestro testimonio sea el esfuerzo de servir al único Rey y Señor que no muere. ¡Ánimo y viva Cristo Rey!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche