DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE NTRO.
SEÑOR JESUCRISTO, REY
DEL UNIVERSO
20 de Noviembre de 2011
INTRODUCCIÓN
Nada es más esperado que un buen final en el interesante libro que se
lee, o en la película o la telenovela que se gustan. Lo mínimo que se exige es
un desenlace que sea plenitud y culmen de toda la historia que se ha recorrido.
Y se pueden apreciar buenos y malos finales, algunos que dejan satisfechos y
otros que dejan mucho qué desear; algunos atiborrados de prisa y otros en su
medida justa y exacta; unos más con muchos cabos sueltos y otros con un
desenredo perfecto.
A nadie le gustan los finales que desentonan con
toda la trama, o que concluyen con situaciones prematuras con el único
propósito de dar por terminada la historia. En efecto, un buen final no es otra
cosa que la coronación de una exquisita narración.
Con la celebración de esta solemnidad de Cristo Rey, queridísimos
hermanos y hermanas, nos colocamos en la última semana del año litúrgico, y a
la vez, en la lectura corrida del Evangelio de san Mateo, llegamos a los
últimos versículos del discurso escatológico de Jesús, luego de escuchar las
parábolas de las diez jóvenes y de los talentos.
Este domingo, la Palabra de Dios nos anticipa de alguna manera el final
de esta historia de la humanidad, relato que se ha transformado en historia de
salvación. Ciertamente se hace clara referencia al juicio final, al juicio de
las naciones, pero que incluye indiscutiblemente el juicio personal al que
todos seremos sometidos, sin distinción y sin privilegios.
Y es aquí donde la Palabra nos toca íntimamente, donde nos confronta y
donde nos transforma. La historia personal, nuestra historia, también exige un
final feliz, también añora un desenlace que sea más plenitud de todo lo vivido,
que tragedia que arruina todas las expectativas. Esta crónica y este final son
escritos por cada uno. Dios respeta tanto la libertad humana que permite que
nosotros le demos el punto final al relato de nuestra existencia, no sin antes
darnos luces, exhortar nuestras conciencias y orientar nuestras acciones por el
camino de la realización y de la felicidad. Es imposible pretender darle un
final feliz a un trama llena de mezquindades, egoísmos, autosuficiencias y
vacío; no se puede cambiar abruptamente la opción vital que se ha tomado de
antemano y que ha conducido las palabras y las obras.
Al celebrar a Nuestro Señor Jesucristo como Rey del Universo, no le
elegimos como el mejor candidato entre variadas opciones, más bien le
reconocemos como el único Señor al que conviene servir y el único digno de
honor. Sin embargo, este reconocimiento puede sonar tan vacuo y frívolo cuando
son sólo las palabras, mas no la vida, las que lo aclaman.
Por su parte, el final se acerca, cada día se escribe una página más de
nuestra historia y no está lejos la última hoja por completar. Que nos
esforcemos todos por darle el mejor desenlace, por hacer de nuestro paso por el
mundo una historia de salvación.
1.- Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA…
Las palabras de nuestra profesión de fe recogen las mismas palabras con
que inicia el Evangelio que escuchamos hoy. Jesús anuncia su regreso, la del
Hijo del hombre con las palabras del profeta Daniel, lleno de gloria y poder,
rodeado de sus servidores para sentarse en su trono de majestad. El Señor
anticipa así la transformación de aquel trono en forma de cruz, en uno de
resurrección y poderío; y aquella corona de espinas, en una de soberanía y
autoridad. Empero, esta imagen aparatosa de reinado no pretenden recordarnos
las tiranías de este mundo, ni equiparar el juicio misericordioso de Dios a la
rendición de cuentas de los monarcas de la tierra, más bien es un intento por
rescatarnos de la pasividad y de la comodidad de quien se escuda en el amor de
Dios por nosotros y quien vilmente argumenta la bondad del Señor como obligado remedio a los pecados
irresponsables, maliciosos, alevosos y premeditados.
No se nos olvide, hermanos, que ciertamente Dios es infinitamente
misericordioso, pero también es infinitamente justo, y no podremos alcanzar al
final lo que repetidamente hemos rechazado hoy. Guardar celosamente la
conciencia de que el Hijo del hombre vendrá lleno de gloria, nos conduce a
vigilar nuestra vida para mantenerla por las sendas de la salvación.
En la carta encíclica Spe Salvi
del Papa Benedicto XVI, se anota el juicio como un lugar de aprendizaje y
ejercicio de la esperanza, afirmando: Ya
desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los
cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida
presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la
justicia de Dios…Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo
esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en
las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de
la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte
en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una
satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor
que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre
esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que
la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega
a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida
nueva.
El regreso del Señor tiene la finalidad de juzgar a vivos y muertos, o
con las palabras alegóricas del Evangelio, de separar las ovejas de los
cabritos. Ante esta verdad que sostiene nuestra fe encontramos posturas
extremas y contrapuestas, desde el desprecio y el ridículo del juicio venidero
como comprobaba el filósofo Kierkegard diciendo: El más allá (y con él el juicio) ha llegado a ser una broma, una
exigencia incierta, que nos divierte hasta el pensamiento de que hubo un tiempo
en que esta idea transformaba la entera existencia; hasta la protesta
sentida y compartida que se rehúsa a admitir un Dios bueno y amoroso que
permita el mal en el mundo, la violencia, la pobreza, las injusticias, postura
que es fruto de las grandes tragedias lúgubres de la humanidad del siglo pasado
y de la mentalidad posmoderna, de lo que en realidad Dios no es culpable sino
el hombre sin Dios.
De cualquier manera, burlarse u oponerse a la realidad del juicio no
modifica en nada su cercanía y su verdad. El creyente está convencido no del
juicio como una posibilidad sino como una necesidad donde cada cosa ocupará su
justo lugar; donde volverá al orden y la armonía la creación desequilibrada por
el pecado, donde como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy, Cristo
entregue el Reino a su Padre….y Dios sea todo en todas las cosas.
Sólo el que tiene fe y conserva la esperanza puede repetir
conscientemente aquellas palabras del Padre Nuestro que suplican que “venga a
nosotros Tu Reino”. Con la llegada plena del Reino todo saldrá a la luz y
seremos juzgados en la misericordia y la justicia.
Comencemos no sólo pidiendo la llegada de este Reino de la verdad y de
la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz (cfr. prefacio propio), sino
construyéndolo lentamente en nuestra propia vida, de modo que tenga plenitud
cuando Dios nos llame a su presencia.
2.- ¿CUÁNDO TE VIMOS DESVALIDO?
Jesús recurre a la imagen del pastor propuesta por el profeta Ezequiel
en la primera lectura, que forma parte del reclamo de Dios contra los malos
pastores de Israel y a la vez, la promesa de un pastoreo realizado por el mismo
Señor, cuidado que aparece colmado de ternura, de solicitud y de preocupación
por los extraviados. Dios por boca del profeta, anuncia un juicio entre oveja y
oveja, entre carneros y machos cabríos. De aquí se desprenden y se
entiendenmejor las palabras del Jesús. A la bendición de unos y a la maldición
de otros por el rey de la alegoría en el Evangelio, sucede una misma pregunta
de sorpresa: ¿cuándo te vimos menesteroso y desvalido?
Y a pesar de que es la misma interrogante, tiene un sabor muy diferente:
una de humilde halago y la otra de baladí excusa.
Solamente el necio se mantendría firme en el argumento de que nunca
contempló al Señor Jesús con ese rostro de dolor y de necesidad, como esperando
el ingenuo momento en que el mismo Cristo en persona se acercara a nuestra vida
solicitando generosidad. En las
distintas narraciones cuando Jesús desaparece de la mirada de sus discípulos,
sea en Emaús o la ascensión, no significa separación y lejanía, sino
ocultamiento. En realidad Jesucristo no se ha ido, se ha vestido el rostro del
pobre, del hambriento, del sediento, del perseguido, del cautivo injustamente,
del enfermo. No podemos ignorar y desconocer esos rasgos característicos del
Señor crucificado que se han dibujado en tantos hermanos y hermanas que sufren.
La fe y la caridad excluyen de inmediato la pregunta, pues sabemos que
el prójimo es también mi hermano, y más aún, se parece tanto a Cristo.
En nuestros labios, que conocemos el mandato del amor, que sabemos de la
imagen y la semejanza de Dios en el hombre, que reconocemos la presencia de
Jesús en los sufrientes, la pregunta sale sobrando, suena ridícula y tiene
claro color de fingimiento.
Diferentes documentos del magisterio latinoamericano nos han insistido
en el descubrimiento concreto de los “rostros sufrientes” de Cristo: La situación de extrema pobreza
generalizada, adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que
deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos
cuestiona e interpela: rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes
de nacer…los niños vagos y muchas veces explotados, de nuestras ciudades, fruto
de la pobreza y desorganización moral familiar; rostros de jóvenes,
desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad… rostros de indígenas y
con frecuencia de afroamericanos, que viviendo marginados y en situaciones
inhumanas, pueden ser considerados los más pobres entre los pobres; rostros de
campesinos, que como grupo social viven relegados en casi todo nuestro
continente… rostros de obreros, frecuentemente mal retribuidos y con
dificultades para organizarse y defender sus derechos; rostros de subempleados
y desempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis
económicas…rostros de marginados y hacinados urbanos, con el doble impacto de
la carencia de bienes materiales, frente a la ostentación de la riqueza de
otros sectores sociales; rostros de ancianos, cada día más numerosos,
frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las
personas que no producen.
Tanto Puebla como Aparecida recuperan la memoria y la urgencia de estos
rostros que nos duelen como Iglesia.
Lo alarmante y que nos compete a nosotros, es reconocer que muchas veces
hemos pasado de largo ante esta presencia oculta de Cristo, que hemos ignorado
y hasta despreciado a quienes necesitados han solicitado nuestro auxilio. Sin
la molestia de ir tan lejos, estamos rodeados de pobres, de esos pobres que son
amados por Dios y que se nos presentan como oportunidades de caridad y de
salvación para nosotros. Quién de nosotros no sabe de alguna familia pobre que no
alcanza para el alimento diario, de aquel que pasa frío o está solo y
abandonado, del que sentenciado injustamente está preso, de aquel que de camino
vaga por nuestras calles encontrando puertas cerradas, del que no puede saciar
su hambre y su sed de tantas cosas necesarias, de aquel otro que está
crucificado a la cama del dolor.
¿De verdad creemos que al final, en el momento de nuestro juicio
personal cara a cara con Dios, podremos alegar que no le vimos?
3.- SEREMOS JUZGADOS EN EL AMOR
El místico San Juan de la Cruz nos ha regalado una frase bellísima para
grabar en nuestra memoria y en nuestro corazón: “En el ocaso de nuestra existencia, seremos juzgados en el amor”.
En nosotros no cabe la zozobra del estudiante que desconoce el contenido
del examen final, ni la exigencia del maestro que evalúa. A nosotros nos ha
sido dado de antemano la guía de examen que medirá nuestra disposición a la
salvación de Dios y para la llegada de
su Reino.
Hay tantas cosas secundarias que nos entretienen de las verdaderamente
necesarias. Hay algunas otras obras buenas a las que recurrimos simplemente
como garantía de nuestra piadosa vida cristiana. Hay otras más que advierten el
proceso de conversión, pero las obras de misericordia que nos describe el
Evangelio, son la concreción y la vivencia de toda piedad y de toda auténtica
transformación interior.
Por eso entendemos que el enfoque en estas específicas obras de caridad
no son exclusivas ni exhaustivas, sino que son el reflejo cierto y necesario de
todo lo que les antecede, como conversión, oración, amor a los mandamientos de
Dios, vivencia de las bienaventuranzas, la conducta cristiana, la vida de
gracia, la celebración de la fe.
El Apóstol Juan nos desenmascara como unos mentirosos a los que
profesamos amor a Dios, pero no amor al prójimo; san Pablo por su parte,
asegura que el que ama cumple toda la ley. San Agustín, una vez más, nos dice
“ama y haz lo que quieras”. De este modo, todo está dicho: seremos juzgados en
el amor, en ese amor concreto, real, cercano con los más insignificantes a los
ojos de los hombres, pero tan importantes a los ojos de Dios, tanto así que son
los que más se le asemejan.
En efecto, la autenticidad de la vida cristiana queda de manifiesto en
esas obras pequeñas tal vez, ocultas casi siempre, desapercibidas a la vista de
otros, sin espectaculares ni trompetas, sino en el amor que alivia las fatigas
y dolores del hermano; será siempre vigente la sensibilidad y solidaridad
efectivas ante el dolor ajeno, el termómetro más veraz de nuestro cristianismo.
Atendamos a una cosa más queridos hermanos, no se trata de una
motivación a acciones aisladas de compasión hacia el necesitado, sino de un
estilo de vida permanente y perpetuo; no nos exhorta el evangelio a obras
asistenciales que remedian el mal sólo por un día, sino a transformar esas
estructuras sociales, pero también personales, que impiden el bienestar de
todos y la justicia para los más despreciados.
No hay que dejar la preparación del examen para el último día, no hay
que aguardar a que sea demasiado tarde para repasar la guía sobre la que
seremos evaluados, y de una buena vez, vivamos en la ley del amor, la única que
salva.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La solemnidad que hoy celebramos tiene su fundamento en el
reconocimiento de Jesucristo como único Señor y Rey nuestro, al que nos
disponemos a servir como fieles vasallos. Es el Rey que impera desde un madero,
con corona de espinas y cetro de profundos agujeros en sus manos. Es el Rey que
un día regresara lleno de la gloria de su Padre para bendecir a las ovejas y
maldecir a los cabritos que no quisieron vivir bajo el régimen de la caridad.
Quisiera concluir esta reflexión que les propongo, con una historia que
transformó la vida de un fiel soldado de la corte de Carlos I de España y V de
Alemania.
Consejero y mano derecha del rey, caballerizo de la emperatriz Isabel,
hombre colmado de honores y títulos, fue designado por el monarca para
acompañar el cadáver de la emperatriz a la sepultura real de Granada. El
trayecto fue largo y penoso, bajo las inclemencias del tiempo y del terreno. Su
misión era corroborar en el lugar de la inhumación que en efecto, el cuerpo que
se iban a sepultar era el de la emperatriz. Él conocía sobradamente a la reina,
mujer rodeada de lujos, de riquezas y de muchos aduladores que alababan su
belleza. Pues a la vista de todos se abrió el ataúd. El cuerpo de la emperatriz
comenzaba ya a descomponerse y a despedir olores desagradables; el otrora bello
rostro de su reina, estaba ahora desfigurado y desencajado. Fue entonces el
momento en que el fiel caballero tomó una determinación que le cambió la vida: “Nunca más volveré a servir a un rey que se
corrompe”. Dejó la corte y la vida que se lleva en esos lugares para
dedicarse a su familia y a las cosas de Dios. Hoy le veneramos en nuestros
altares como San Francisco de Borja.
Que la resolución del santo sea la misma que la nuestra: nunca servir a
reyes y señores que mueren y se corrompen. Que nuestro deseo y nuestro
testimonio sea el esfuerzo de servir al único Rey y Señor que no muere. ¡Ánimo
y viva Cristo Rey!
Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche