sábado, 29 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO
30 de Octubre de 2011

INTRODUCCIÓN

En textos del Evangelio, como el de hoy, cuando Jesús llama a la rectitud de vida, a la vigilancia y a la humildad que fundamenta la comunión, entendemos fácilmente de qué está hablando. Todos hemos experimentado la insistente tentación de la incoherencia, el cáncer expansivo que con todas sus letras hemos de llamar hipocresía.   En muchos ambientes, incluso entre nosotros –a nuestros templos y grupos-, ha entrado disimuladamente pero igual de real y nociva, la separación radical de nuestras convicciones y creencias, de nuestra manera concreta de actuar. Y ustedes habrán de disculpar a un servidor la constancia en tocar el punto de la correspondencia armónica entre la fe y la vida, pero no puedo dejar de hacerlo cuando aparece ante los signos de los tiempos, como una verdadera urgencia y exigencia de nuestra condición de discípulos de Jesucristo. Estamos llamados a revelar y no a velar el genuino rostro amoroso de Dios y de la religión hacia los demás (cfr. GS 19). No se vale ondear la bandera del cristianismo cuando nuestra forma de vivirlo dista mucho de un auténtico seguimiento.

Tampoco nos está permitido justificar nuestra a veces mediocre manera de ser cristianos con la manera mediocre de ser cristiano de algunos de nosotros, pastores, que debiéramos ser ejemplo y motivación para nuestros fieles, pero hemos de recordar que la gracia de ser hijos de Dios y el compromiso de ser congruentes con nuestra fe es un regalo y una tarea siempre en primera persona.

El trozo del Evangelio de Mateo que escuchamos en este domingo tiene dos partes claramente diferenciadas: la primera es una denuncia de la actitud hipócrita de letrados y fariseos, a quienes señala con precisión sus incongruencias y la segunda es una instrucción hacia la comunidad y un verdadero parte aguas en la manera de pastorear al Pueblo de Dios. Hay quien dice que frente a la amenaza de un “rabinismo” cristiano, era preciso sembrar de una vez la semilla de la comunión entre los creyentes y la igualdad de nuestra condición de hijos de Dios y hermanos unos de otros.

Resulta lógico que Jesús tenga que enfrentarse a los doctores de la ley, no porque contradijera los preceptos, sino porque conocía la verdadera estatura y utilidad de la misma ley, en orden a la liberación y no a la esclavitud como estaba resultando ser. La actitud de Jesús, su manera de enseñar contraría a la de los escribas, porque al decir de la Escritura “enseñaba con autoridad”. No se trata de que hablara con más precisión o mar fuerte, sino de una manera más profunda que se ponía de manifiesto en sus propias obras. La autoridad para enseñar no la da un oficio o la elocuencia, sino la vida.

1.- Y EN LA CÁTEDRA DE MOISÉS…

Esta figura de la que Jesús se apoya para su invectiva contra los letrados en la ley, no tiene mayor complicación, porque hemos de entender que la cátedra de Moisés es el lugar autorizado para formar, para trasmitir la Palabra de Dios, para interpretar con autoridad la Ley y la Escritura. Desde la cátedra pues, se alimentaba al pueblo con el pan de la Palabra, y eran precisamente los fariseos y los escribas los que tenía tal oficio. Tenemos que reconocer que no se trata de un puesto que este sector de judíos se hayan otorgado a sí mismos o hayan tiranizado para conquistar, más bien contaban con la aprobación de todo el pueblo y eran tenidos como los más acreditados para la interpretación y aplicación de la Ley de Dios. Los escribas conocían perfectamente la ley, eran los profesionales de la Escritura y profesores legítimos de las normas éticas de actuación; los fariseos eran los hombres piadosos del pueblo, los judíos puritanos –al decir de algunos-. De alguna manera, eran el frente contra los judíos que se habían rebelado o permanecían indiferentes ante la Alianza pactada con Dios; pugnaban por la exigencia de someterse a la ley del Señor y de observar puntualmente todos sus preceptos.

En este pedestal que el mismo pueblo los había subido, en algún momento de la historia, perdieron su verdadera identidad y comenzaron a multiplicar cánones tan minuciosos que regulaban hasta los más insignificantes detalles, de modo que la Ley que se había recibido para garantizar la libertad y la lealtad a la Alianza, se había convertido en una carga, en un fardo pesado difícil de llevar. Cuando a la letra se le arrebata el espíritu que la inspira, se vuelve una tara insoportable.

Jesús no desacredita para nada, la validez de la enseñanza de los escribas y fariseos, por el contrario, invita a los discípulos y a la muchedumbre que son sus interlocutores, a que “hagan TODO lo que les DIGAN”. En verdad que son personas que conocen profundamente la letra de la ley, aunque no hayan llegado todavía al corazón de la misma, un corazón que Jesús hará latir en plenitud con el mandamiento nuevo y más grande.  Ese no es el problema, el problema no es lo que dicen o lo que saben, sino lo que viven y cómo lo hacen.

Aparecen tres reclamos en las palabras de Jesús hacia los escribas y fariseos: dicen una cosa y hacen otra; hacen fardos difíciles de llevar pero ellos ni con el dedo los mueven; y hacen todo para que los vea la gente. Cualquier parecido con la realidad, pueda ser mera coincidencia, o bien pueda ser una advertencia que nos invita a la conversión.

A este punto habían llegado aquellos hombres que conocían la ley y se esforzaban por vivir devotamente en la presencia de Dios; quizá sin darse cuenta, se habían vuelto tiranos de sus hermanos, carcomidos de la gloria humana, hambrientos del aplauso y el reconocimiento, severos jueces de las equivocaciones de los demás.

Queridos hermanos y hermanas, en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos, pero pudiera decirse lo mismo de las sedes en nuestros templos y parroquias, e igualmente se puede decir de las bancas en las iglesias. Este es el virus contagioso e imparable de la incongruencia, de la hipocresía y de la soberbia. Este es el mal que nos ha contaminado a muchos de los que nos decimos buenos cristianos, de los que asistimos puntualmente a misa cada semana, de los que hemos escuchado la Palabra de Dios…pero que aún no la hemos vivido.

Si el Señor nos habla de esta manera tan dura, tengamos por cierto que es en vistas a procurar nuestro bien y la salvación ahora que estamos a tiempo.

2.- DEL BIEN HABLAR Y EL MAL VIVIR

¡Cuántas cosas habrían de saber los escribas y fariseos! ¡Cuánto tiempo de su vida habrían invertido en el conocimiento y profundización de la Ley! Eran tenidos por eruditos, ¡y con toda razón! Pero existe un problema, habían dejado de buscar a Dios pensando que ya lo tenían; conocían su Ley pero ignoraban su voluntad; aprendían la letra y despreciaban el Espíritu. Así, todo lo que hacían era con el afán de ser vistos; a este interés responde el hecho de colocarse en la frente y en los brazos las filacterias, que eran trozos de piel o pergaminos con frases de la Escritura y los flecos del manto eran recordatorios de los mandamientos del Señor; gustan de ser saludados y de ocupar los lugares principales en banquetes y sinagogas. Pretenden creer que por el hecho de saber más, son más y están por encima del común del pueblo.

El peligro que advierte Jesús es caer en el juego de tenerles como modelo, de volverse guías, padres y maestros de los demás. Sobre todo cuando su manera de actuar era parcial e injusta cuando se trataba de sí mismos o de los otros. Aplicaban lo que alguien atinó a nombrar “la ley hipócrita del embudo”: la parte estrecha para el otro, la parte ancha para mí.

Atentos hermanos, cuidado con juzgar tan duramente a los escribas y fariseos, no vaya siendo que estemos dictando sentencia contra nosotros mismos, sin darnos cuenta.

Lo inmediato es pensar que tanto los devotos como los intérpretes de la Ley eran sacerdotes, pero entonces nos equivocaríamos. Por el contrario, los escribas y fariseos eran hombres del pueblo, eran seglares dedicados a las cosas de la Escritura. Estaríamos reduciendo el alcance del mensaje de Dios, si consideramos a los consagrados como únicos destinatarios de los reclamos de Cristo, no es sólo para ellos…pero también para ellos.

Confrontando ahora nuestra propia vida con la Palabra de Dios pudiéramos vernos retratados sin retoque con algunas actitudes que se señalan. Qué hermoso credo proclamamos cada domingo, y con cuánta vehemencia respondemos “sí creo”; qué orgullo brota al llamarnos cristianos y al sabernos hijos de Dios y redimidos por la sangre de su Hijo; qué bien hablamos y con cuánto detalle y exactitud aplicamos a los errores de los demás los preceptos contenidos en la Ley de Dios; con cuánta profundidad aconsejamos en las cosas del bien; con cuánta insistencia les decimos a otros lo que es bueno y lo que es malo. Todos sabemos lo que le agrada a Dios y lo que lo ofende…pero de lo que hacen los demás.  El no hacer lo que decimos, el no vivir lo que profesamos sigue siendo una herida que lastima y deteriora la autenticidad y credibilidad de la Iglesia. El doblez en nuestra vida no dejará de ser escándalo para los más pequeños y argumento que justifica a los que están lejos. Nos resulta sencillo y común sentenciar las actuaciones de los otros desde la moral cristiana, pero nos cuesta trabajo someternos a la misma normativa.

Por otro lado, el egoísmo exacerbado a que conduce el conocer los preceptos, o saber un poco más de Biblia, o el haber recibido cierto curso o tales pláticas de formación, nos coloca en una arrogancia tal que nos aleja de Dios y de los hermanos.

No se trata de hablar bonito, se trata de vivir bien; no se trata de saber mucho, se trata de esforzarse mucho en vivir lo que Dios quiere; no se trata pues, de engañar a nadie, se trata de no engañarse a sí mismos.

Estamos de acuerdo en que esta coherencia nos obliga de manera muy especial a quienes cuidamos  del Pueblo de Dios, y que lo fieles tienen derecho a contemplar en sus pastores la encarnación de la Palabra que anuncia.

Pero igual de cierto que es que todos los hombres y mujeres somos candidatos a este juego de mentira e hipocresía, a disociar la fe y la conducta, a refugiarnos en la estricta observancia legal de ritos externos sin verdadera y obligada conversión del corazón, a ceder al orgullo de creerse bueno y despreciar a los que fallan, acallando nuestras conciencias con el mérito de obras buenas pero sin acercarnos al verdadero amor cristiano, siendo duros con los demás y demasiado blandos con nosotros mismos.

3.- UN SOLO PADRE

En la segunda parte del Evangelio que escuchamos hoy, se contiene una instrucción hacia la comunidad cristiana, que se enuncia más o menos así: “no dejen que los llamen maestros, porque uno sólo es el Maestro y ustedes son hermanos…a nadie llamen padre, porque su padre es el Padre celestial…no se dejen llamar guías, porque su guía es Cristo”.

Hay quienes han querido ver en estas palabras un conflicto que en realidad no existe, y hay quienes han tomado a la letra el texto acusándonos a los católicos de contradecir la Palabra de Dios, con argumentos como el por qué llamamos “padres” a los sacerdotes, o que se cuidan de no usar la palabra “maestro”, porque significaría desacatar el mandato de Jesús.

En ningún momento el Señor pretende entrar en nimiedades que en nada afectan a la salvación; su propósito es más profundo, más fundamental, más revolucionario.

No podemos sacar estas instrucciones del contexto del enfrentamiento con los escribas y fariseos debido a su hipocresía. Lo que el Señor quiere decir realmente es que se marca en adelante una diferencia radical con la estructura judía del pastoreo y de la conducción del pueblo. Ahora, ya nadie es padre de nadie, ni maestro ni guía, ahora todos somos hermanos. Estamos admirando el momento en que Cristo siembra para su Iglesia la semilla de la comunión, que por instantes ha olvidado, o ha dejado de cultivar. He aquí una nota que ha de tener la comunidad cristiana, dejar de ambicionar estar por encima de nadie, ni ser superior en ningún sentido, ni construir pirámides donde algunos terminan oprimiendo a otros; todos somos hermanos, nadie por encima de nadie.

Mas Jesús conoce el corazón del hombre y sabe de su debilidad por el poder, por el aplauso, por la reverencia, por el reconocimiento, y por eso da a cada uno su lugar. El problema no estriba en que nombremos a alguien como padre o maestro o guía, sino en que no usurpemos el lugar que le corresponde únicamente al Señor y al Padre de todos. Qué vano sería dejar de usar la palabra “maestro”, si seguimos imitando modas, aceptando pensamientos de particulares y configurándonos a algún mortal cualquiera que deslumbra en el momento; de qué serviría dejar de usar la palabra “guía”, si continuamos  creando ídolos de papel que nos absorben; cuál es el sentido de dejar de decir “padre”, si nos convertimos en hijos de nuestro egoísmo, de nuestros rencores, de nuestra soberbia y despreciamos al  verdadero y único Padre.

No es necesario complicar más las cosas cuando el mismo texto nos da la respuesta y nos indica el verdadero sentido e intención de las palabras de Jesús: nadie, pero nadie, busque sentirse guía, ni maestro ni padre como pretendían los escribas y fariseo; todos somos hermanos; y el mayor es realmente el servidor de los demás, la grandeza viene escondida en la humildad que se practica.

El llamar padre a nuestro progenitor, o al sacerdote no atenta contra la voluntad de Dios, dado que la misma Escritura ordena obedecer a tu “padre” y a tu madre, por ejemplo; y las múltiples ocasiones en que el rey o el profeta eran llamados “padre” por su pueblo.

A un sacerdote se le puede llamar padre con razones de sobra. Creo que si engendro hijos a la fe por el bautismo; si alecciono con la Palabra de Dios; si consuelo con el bálsamo de la reconciliación; si comparto la alegría de los hijos que unen sus vidas; si fortalezco al débil con la unción de los enfermos; si alimento a quienes engendré como hijos de Dios con el Pan de la Eucaristía, creo que se me puede llamar padre, no en lugar del Padre de todos, sino por actualizar y acercar el amor divino con la gracia que Dios ha depositado en mí. Soy padre, sólo en la medida en que llevo y conduzco a los hijos hacia el verdadero Padre que nos ha adoptado como suyos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Resistamos con la humildad necesaria, a la insidiosa tentación del fariseísmo. Que nunca más se vuelvan a sentar en las bancas de los hijos de Dios, los escribas y fariseos de doble vida y de egoísmo empedernido; que no caigamos en la trampa de la hipocresía que busca hacernos creer que somos más y mejores que los otros que por algún motivo han fallado, porque nuestra conciencia no dejará de gritarnos nuestras propias culpas. Hay un principio que intenta copiar el consejo de Jesús, de hacer lo que estos eruditos dicen pero sin imitar sus obras y que nos libra de argumentos falsos que quieren justificarnos y ocultarnos la verdad: las cosas buenas hay que tomarlas de donde vengan, las cosas malas no hay que tomarlas ni de los “buenos”.

Estamos invitados a armonizar nuestra fe con nuestra manera de vivir, a ser coherentes como tarea que se cumple todos los días y a cada momento. No nos está permitido ocultar por más tiempo el genuino rostro de Dios y de la fe. Ojalá nuestras creencias encuentren respaldo y testimonio en las obras que practicamos.

Que no se nos olvide, uno sólo es el Padre de todos, uno sólo es el Maestro y Guía; que no se nos olvide pues, que todos somos hermanos, y que la grandeza no se encuentra en pisotear a otros, ni en ponderar capacidades, sino en la humildad que se pone a los pies de los hermanos para hacerles el bien y servirles. Ánimo.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche