sábado, 15 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO
16 de Octubre de 2011

INTRODUCCIÓN

Para algunos, la misión de la Iglesia debería desarrollarse entre las cuatro paredes de la sacristía y del templo y tener como únicos interlocutores a los asiduos asistentes a las misas diarias. En su momento específico de la historia y en sus lugares concretos, en cambio, se apostó por una teocracia donde la Iglesia se fundiera y confundiera con el Estado. O bien, hay visiones que sitúan la vida del cristiano en la obligación irreversible de tener que servir a dos señores.

En otras palabras, nunca ha faltado tiempos o personas que le dan al César lo que es de Dios y a Dios lo que es del César.

En este domingo, asistimos a un espectáculo de enfrentamiento malicioso de las autoridades de Israel contra Jesús. Han terminado las parábolas del Reino y Jesús se encuentra ya en Jerusalén, destino de su itinerario, para consumar su obra y avalar sus enseñanzas. En esta ocasión, con la intención envenenada de tender una trampa al Señor, los fariseos se alían incluso contra sus acérrimos enemigos, quedando al descubierto la crueldad de su propósito. En efecto, junto a los enviados de los fariseos que pugnan por señalar el dominio romano como una afrenta, y más aún la humillación de pagar impuesto al opresor, misma deuda que se salda con moneda extranjera que porta la imagen del César que se presume a sí mismo una deidad, envían a algunos del partido de Herodes, esto es, colaboracionistas, saduceos y herodianos que se vuelven traidores de sus propios hermanos y apoyan la opresión de Roma. Mayor elocuencia no pudo encontrar la maldad; rivales se asocian para asediar y encontrar oportunidad de acusar al Maestro. Los fariseos han llegado al extremo perverso de mezclarse como agua y aceite con sus opositores a fin de acabar con Jesús.

Lo que pareciera un planteamiento político o civil meramente, alcanza un toque moral. No es solamente la disyuntiva de pagar un impuesto que significa el reconocimiento de la autoridad civil y de alguna manera, la traición a su propio pueblo; o el rechazo a tal gravamen que significaría la oposición a la autoridad romana y la clara rebeldía al imperio. La cuestión del impuesto para el César esconde la pregunta de dar la razón o no a quien ha tomado el papel de un dios; esconde la ambigüedad de la delgada línea entre lo religioso y lo civil, entre la Iglesia y el Estado, de alguna manera.

El Señor lleva a una dimensión más profunda, la fullería tramada, pues no se trata de pagar o no, eso no es lo fundamental; Jesús ha terminado de hablar del Reino y esto es lo importante: a quién le pertenecemos, cuál es nuestro reino. A la vez, su respuesta arroja luz sobre la primitiva comunidad cristiana que buscaba conciliar su compromiso de fe y su compromiso con la sociedad. Por una parte debían someterse a la organización y leyes del imperio, y por otra se reusaban a aceptar la postura absolutista y divinizante del emperador.

El mensaje queda claro: Estado e Iglesia no se excluyen ni se confunden, ambas están al servicio de Dios. Se vive en el mundo, sin ser del mundo. Es lícito cumplir los preceptos civiles, pero nunca por encima de la obediencia a Dios, que concede toda autoridad en la tierra. En simples palabras, un buen cristiano, tiene que ser un buen ciudadano.

Ya un escrito apologético del siglo II retrataba esta realidad con palabras semejantes: “…habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña. Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes”.

Este extracto de la Epístola a Diogneto propone muy bien la forma de vida de la antigua comunidad cristiana, perseguida y asediada por el simple hecho de devolverle al César lo suyo, y a Dios lo que le pertenece. Pero no se trata sólo de historia, la Palabra de Dios también nos habla a nosotros…

1.- DEN AL CÉSAR…

En las múltiples interpretaciones de este texto, aparecen concepciones tales como no sólo pagar, sino más bien devolver lo que es propiedad del César, y que por tanto, no es preciso para el Reino al que el cristiano pertenece; o bien se considera al César como el poder del Estado que custodia y regula la convivencia entre los pueblos y personas, aconsejando cumplir en todo lo que contribuya a la conservación de la armonía y la paz en las comunidades; puede entenderse también, en una interpretación a mi parecer más tosca y subversiva y menos evangélica, deshacerse de todo lo que tenga que ver con el César, con lo civil, con el Estado, para dedicarse sólo a Dios, a lo religioso, a la Iglesia. Para algún otro, desatinadamente pueda aparecer aquí la incipiente brecha que conduce al divorcio entre la fe y la vida; lo religioso y lo cívico-social. En la moneda que le presentan a Jesús aparece la efigie del César a quien su imperio reverencia como a un dios, que bien puede significar todo lo que en este mundo parece importante, las cosas que el hombre puede idolatrar, la tentación de entregarle al César todo y no sólo lo que es suyo.

Propongo situarnos en una interpretación más vista desde el propósito del mismo Jesús y más desde un plan de salvación que busca arraigar en los corazones un reino distinto a los nuestros, porque es el Reino de los cielos.

Jesús encuentra una respuesta que parecía imposible a la intención de sus adversarios de acorralarlo ante una decisión que contrariaría la soberanía de Dios sobre el pueblo de Israel o se pondría en clara oposición al emperador de Roma.

Lo actual y el verdadero mensaje de este evangelio es advertirnos justamente sobre aquello que le corresponde al César, sabiendo de antemano, que en ningún sentido puede ocupar el lugar de Dios y recordando lo que en otra parte de la Escritura  afirma ya el mismo Cristo: ninguna autoridad tendrías si no te fuera dada de lo alto. Estamos en la misma sintonía si partimos que la intención del Señor – a la hora de enseñar a sus discípulos y a la hora de fundar la Iglesia-, no es sacarnos del mundo, sino ser para él, luz y sal que lo transformen.

Al César, es decir, al poder político legítimamente constituido y elegido, como miembros de una sociedad, le debemos el respeto, el impuesto, la obediencia, con las notas de colaboración que ya especifica el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2239 en vistas al bien de la sociedad es en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad.

Cuando la Iglesia sigue el consejo de Jesucristo de darle al César lo que es suyo, no pretende en someterse a los caprichos del Estado ni alcanzar por su servidumbre imponerse a todos como religión universal; en palabras del Papa Benedicto XVI, la Iglesia no tiene como cometido inmediato y principal los asuntos de política, pero si tiene un compromiso que es buscar estimular y formar las conciencias de modo que cada persona esté mejor preparada para responsabilizarse en asegurar una sociedad más justa. Creo que esta podría ser la manera más adecuada de darle al Cesar lo que le corresponde, contribuir desde nuestro compromiso en el mundo, con una sociedad más justa, sin sustituir al Estado, pero tampoco sin quedarse al margen de la lucha por la justicia, añade en la misma encíclica Deus Caritas est.

Podemos pensar que darle al César lo que es del César es una invitación a tomar en serio nuestro compromiso ciudadano, a revolucionar desde nuestra conciencia cristiana las estructuras y las instituciones para que promuevan verdaderamente la justicia y el bien común; darle al César es un llamado a no perdernos en espiritualismos que desvinculan nuestra fe de nuestra responsabilidad  con la sociedad y con el mundo pero también es la advertencia de no darle al César lo que solamente le pertenece a Dios.

2.- Y DEN A DIOS…

Me agrada la idea de pensar que si Jesús se valió de aquella moneda acuñada por Roma para manejar los asuntos del imperio, y hacerle ver a sus enemigos que le pertenecía por figura e inscripción al César, bien hubiera podido pedirle a sus oyentes que vieran la imagen y la inscripción que ellos mismos traían en el alma. Es un hábito extendido el identificar nuestras pertenencias con alguna señal, el nombre, un sello, etc. El César mismos había fabricado sus monedas para cobrar lo que creía era su pertenencia. Pues, queridos hermanos y hermanas, también Dios ha dejado su impronta en las obras de sus manos, y de alguna manera queda testificado en las palabras del Génesis: hechos a su imagen y semejanza. O como dice alguna parte de la Escritura: Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.

De modo que si nos preguntáramos sobre qué es lo que tenemos en deuda con Dios, la respuesta sería rápida y precisa: nosotros mismos.

Darle a Dios lo que es de Dios es entregarle absolutamente lo que somos y tenemos; darle nuestra docilidad y esforzarnos en hacer vida en nosotros sus preceptos.

Tenemos que decirlo con toda franqueza, en el reparto de utilidades de nuestro tiempo, proyectos, ocupaciones y responsabilidades, es Dios quien sale perdiendo. La conciencia de pecado es el más expedito recordatorio de que cambiamos de destinatario, dando al César y a las cosas pasajeras de este mundo, lo que desde el  principio le corresponde únicamente a Dios.

Si libremente y con voluntad responsable entregamos al César lo suyo, es con la clara conciencia de que buscamos en el fondo contribuir al plan de Dios, para que todo hombre goce y viva de acuerdo a su dignidad de hijo y disfrute anticipadamente de la justicia, la paz y el bien del Reino que comienza a consolidarse desde aquí. Aceptamos ser colaboradores de un Reino que no acuña monedas, ni tiraniza con el poder, ni arbitra conforme a caprichos y ambiciones, sino a una patria que tiene como estado la libertad de los hijos de Dios y como ley el precepto del amor.

El llamamiento de Jesús, llegados a esta parte de su palabra, consiste en no dejar a Dios en lugares secundarios, ni despilfarrar en quien no debemos nuestra condición de herederos de su gloria, ni en vivir sometidos y esclavizados cuando hemos sido llamados a estar por encima de la creación. Darle a Dios lo suyo se concretiza en las cosas ordinarias de nuestra vida, cuando se dirige hacia Él nuestra gratitud por un nuevo día, cuando nuestros quehaceres y actividades se encomiendan y consagran solamente a Él, cuando reservamos celosamente un tiempo para estar en Su presencia, cuando entablamos la interminable lucha por vencer el mal en nuestra vida a fuerza de bien, cuando priorizamos nuestras urgencias en el afán de ser santos y de corresponder a Su amor infinito, cuando somos capaces de negarnos a nosotros mismos y abrazamos su voluntad, cuando nos ocupamos de transformar lo necesario con la fuerza del Evangelio, cuando no nos conformamos ni aprobamos con hechos o con silencios el pecado social que corrompe el mundo en el que vivimos.

3.- ESTAMOS EN EL MUNDO

En la tentativa interrogante sobre a quién hay que servir, los cristianos de todos los tiempos hemos de recordar continuamente nuestra identidad de ciudadanos de otro Reino, pero en camino por el mundo. En el deseo de Cristo, en la oración por el pueblo santo presentada en el Evangelio de San Juan, el Señor no pide para que seamos sacados del mundo sino para que seamos librados del mal. Y como ciudadanos también de una sociedad y un Estado, la recta conciencia de ser hijos de Dios nos exige corresponsabilidad y compromiso con el mundo en el que vivimos, a fin de hacer presentes desde ahora, las notas de la patria a la que pertenecemos.

Lanzando una mirada de pastor a nuestro entorno, nos descubrimos en circunstancias similares a las de la primitiva Iglesia, e incluso, a las mismas trampas que interpusieron a Jesús. No falta quien pretenda que le demos al César más de lo que le corresponde en detrimento de lo que es pertenencia de Dios. No falta, cerca de nosotros, quien busca someternos al César incluso en aquellas cosas que se oponen a la recta conciencia y a lo que se refiere a la altísima dignidad del ser humano. No podemos darle tranquilamente a Dios lo suyo, si antes no cumplimos con nuestro deber cívico de contribuir con las realidades temporales con lo que es justo y bueno para todos. No faltan legislaciones que quieran obligarnos a aceptar y aprobar leyes que se enfrentan abiertamente a las leyes naturales, inscritas por quien es el Creador. No falta quien alegue y exija de nosotros conformidad con lo que a vista de todos es capricho y responde a intereses mezquinos. Nada que atente contra la vida humana, la dignidad de las personas, la sacralidad de ciertas instituciones como la familia; nada que signifique violencia contra el respeto a los derechos, la tutela de valores y principios; nada que deforme las conciencias ni corrompa a las generaciones; nada que redunde en daño para los más pobres e indefensos; nada de esto le toca decretar al César, por la sencilla razón de que el puesto de César, la obligación del Estado, es estar al servicio del hombre y no a la inversa. Son claras las palabras del Apóstol pronunciadas en el libro de los Hechos: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, entendiendo cuando las pretensiones de estos, se resistan a las de Aquel que es el único Señor.

Hermanos y hermanas, nuestra tarea en el mundo es de gravísima importancia, sobre todo porque conocemos la verdad sobre el hombre y sobre lo que Dios quiere para nuestra salvación. Seríamos unos egoístas si nos encerráramos a darle a Dios lo propio olvidándonos de quien vive en la ignorancia, el error o el desconocimiento de la Buena Noticia que hay para todos los hombres. En cierta manera, seríamos culpables de negligencia si escondemos la luz del Evangelio y la fuerza que de él emana, y que son capaces de transformar las estructuras de pecado que reclaman al cielo. Tenemos la misión de recordarle a nuestros servidores públicos, de recordarle al César, la verdadera imagen e identidad del hombre, que si se vicia o se deforma, se condena a una sociedad a convertirse en totalitaria e inhumana.

Quiero terminar este punto de reflexión con la oración litúrgica que como Iglesia elevamos a Dios por cada uno de mis hermanos laicos: Señor Dios nuestro, que pusiste como fermento en el mundo la fuerza del Evangelio, concede a cuantos has llamado a vivir en medio de los asuntos temporales que, encendidos de espíritu cristiano, se entreguen de tal modo a su tarea en el mundo que con ella construyan y proclamen tu reino de amor y de paz.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Y puesto que la conclusión no se refiere a un resumen o síntesis de lo ya expresado, nos bastará decir como últimas palabras, las mismas que relata el Evangelio de este domingo: Demos al César lo que es del César: compromiso social, lucha por la justicia, colaboración para la paz y el bien de todos, responsabilidad en las realidades temporales; y a Dios lo que es de Dios: obediencia a sus mandatos, fe obrada en la vida, respuesta creyente a su amorosa autocomunicación, vivencia del amor, la justicia y la verdad. No se trata de servir a dos amos, sino al único Señor del tiempo y de la historia, fermentando con el Evangelio el mundo en el que vivimos.


Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche