domingo, 9 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
9 de Octubre de 2011

INTRODUCCIÓN

Las fiestas son momentos especiales de la vida que nos sacan de la rutina y nos libran del tedio de la cotidianeidad. Cuando organizamos una fiesta, por cualquier motivo, no dudamos en invitar primeramente a quienes son significativos para nuestro afecto, a familiares, a los amigos y personas que amamos. Cualquier acontecimiento, en compañía de los nuestros, se goza y se disfruta mucho más. De ordinario, buscamos que nuestras reuniones sean lucidas, que no falte lo necesario a fin de que todos se diviertan sin ningún contratiempo, intentamos echar la casa por la ventada para perpetuar el motivo de la fiesta que se celebra.

La parábola que Jesús nos propone este domingo, versa precisamente sobre la alegoría de una fiesta, donde el motivo es la boda del hijo del rey. El mensaje que encierran las parábolas del Maestro siempre sorprenden y maravillan, por la simplicidad de las imágenes y la densidad del contenido. En escena, no podemos evitar cuestionarnos acerca de la aceptación del Reino en nuestras vidas, y de la dignidad de nuestro porte cristiano.

El Reino es siempre una fiesta, un festín con platillos suculentos en las palabras del Profeta Isaías, donde se contempla a Dios, encuentran término las aflicciones y tristezas y se prepara una alegría que provoca la salvación.

Que la Palabra de Dios, siempre viva y eficaz, produzca en nosotros el ánimo de asistir a la fiesta, de la manera más digna posible, de modo que no nos veamos privados del gozo y de la alegría de la salvación que nos ofrece el Señor compasivo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos.

1.- EXCUSAS SOBRAN

La narración de la parábola de este domingo nos presenta a un rey que preparó con esmero un banquete de bodas para su hijo. Y envió como recordatorios de la cita a sus criados a llamar a los invitados de antemano. Y viene a colación, la primera gran tristeza de aquel rey, que contempla cómo sus amigos, los invitados desde el principio, los cercanos en el parentesco o el afecto, tienen otras cosas más importantes que hacer; escuchan los esfuerzos del rey para preparar la fiesta con lo mejor de sus haciendas para agasajarlos y no tienen espacio en sus ocupaciones para hacerse presentes.

Comienzan a aparecer las excusas y pretextos para justificar su ausencia: que uno se fue a su campo, que otro a su negocio y otros más, molestos por la interrupción, en un desproporcionado arranque de ira se atreven a insultar y matar a los criados.

Podemos pensar que la intención primera de Jesús al narrar esta parábola para los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo es una vez más echarles en cara la actitud del pueblo de Israel, que fueron los primeros invitados a la salvación que Dios ofrecía y que muchos se reusaron a asistir por distintos pretextos. Ocupados en la dureza de su corazón, en sus ambiciones y en sus caprichos, no les quedó tiempo para participar en la fiesta del Reino, incluso insultaron, persiguieron y dieron muerte a los profetas que les recordaban la invitación. Al actuar así, habían decepcionado a Dios que había servido el banquete para ellos, los predilectos, los amados con sello de Alianza.

Pero dado que la Palabra de Dios nos habla también a nosotros, podemos ajustar nuestra reflexión a cada uno para preguntarnos cómo hemos contestado a la invitación que también a nosotros nos ha hecho el Señor para participar en la fiesta de la salvación. No somos pocos los que preferimos irnos al campo, o atender nuestros negoción antes que estar con Él; no somos pocos los que por excusa de trabajo, de familia, de tiempo, nos hemos quedado mucho tiempo sin tomar en cuenta su convocatoria.

No vayamos tan lejos, ni hablemos de compromisos en la Iglesia, pensemos en la misa dominical que fácilmente descuidamos por disculpas simples e infundadas; tenemos tiempo para nosotros, pero no para Dios, siendo Él el dueño del tiempo y de la vida. ¿Por qué hemos retardado nuestra asistencia al convite? ¿Cuáles son nuestras excusas para continuar entretenidos en vanos negocios que interfieren en nuestra presencia en la fiesta semanal de la Eucaristía? ¿Cómo reaccionamos ante aquellos hermanos que nos recuerdan el deber de gratitud que tenemos con Dios?

Quizá sea esta, nuestra negativa, la continua decepción de Dios, de ver la fiesta preparada para nosotros, tan desairada. Y es cierto, excusas, justificaciones y evasivas sobran, pero ¿qué podremos argumentar cuando se nos acabe el tiempo y nos llame a Su presencia? No vaya a ser, que el destino de los primeros invitados en la parábola, resulte ser nuestro destino.

2.- UNA FIESTA PARA TODOS

Viendo el desaire y el rechazo, el rey no tiene más opción que enviar a sus criados a los cruces de los caminos, puesto que sería un grave error desperdiciar la abundancia del banquete y el gozo de la fiesta. Si la boda ya está preparada, es preciso hacer partícipes a todos los que encuentren, buenos y malos, que estén dispuestos a aceptar la invitación.

Estas imágenes de la parábola que Jesús predica, seguro lastimaría mucho el orgullo del pueblo judío al ver derrumbadas las fronteras y los prejuicios que ellos mismos habían levantado para distinguirse de los “malos”, de los “paganos”. El Señor les estaba señalando la manera en que se concretaría el final de la parábola anterior de los viñadores homicidas, al arrebatarles el Reino y dárselo a quien sí de frutos a tiempo.

En el fondo, esta es la alegría de la proclamación que Jesús hace del Reino, abrir las puertas de la fiesta para todos, extender la invitación a quien quiera participar del banquete de salvación. Y es también aquí, donde nosotros tenemos la oportunidad de recibir la llamada al convite. Nunca más en adelante, Dios sería posesión de una sola raza, pero sí de un solo pueblo, el que tenga fe y corresponda a la oferta; nunca más la salvación sería exclusiva de una lengua, de un territorio, de una estirpe: la fiesta es para todos.

A veces sucede que la voz de nuestros pecados nos incita a marginarnos a nosotros mismos de participar en el banquete, pensando equivocadamente que la Iglesia y más aún la salvación es de los buenos, cuando en realidad la boda está preparada para quienes combaten la batalla de la fe, de la esperanza y de la caridad; para los guerreros que no se dejan vencer por el enemigo ni se rinden ante sus fracasos; para los que luchan todos los días porque su respuesta sea generosa y concorde a lo que Dios mismo espera de cada uno.

Actualizando esta reflexión la fiesta no ha sido preparada solamente para los sacerdotes, o las religiosas o los consagrados, sino para todos. Y considero que nos está permitido preguntarnos si realmente nos sentimos convocados a este banquete de Vida Eterna, si nos hemos hecho los encontradizos en los cruces de los caminos de nuestras vidas, si nos damos la oportunidad bendita de compartir con el Rey la alegría de su Hijo.

Porque al fin de cuentas, si alguno de nosotros se queda fuera, no será por falta de invitación sino por decisión propia y absurda de negarnos la ocasión de disfrutar la salvación que Dios nos ofrece gratuitamente. Ánimo queridísimos hermanos, la fiesta es para todos, y el Señor aguarda vernos entrar por las puertas de su Reino, que después de todo, Él es el único bueno que nos santifica y nos asemeja a Él.

3. UN TRAJE ADECUADO

Pero de pronto, antes de terminar la bellísima parábola de Jesús que revela el universalismo de la salvación por encima de raza, lengua y nación, surge un episodio inesperado y sorprendente. Resulta que mientras el rey saludaba a los convidados, descubre a un hombre que no iba vestido con traje de fiesta, lo que es motivo suficiente para cuestionarlo, maniatarlo y arrojarlo fuera, a las tinieblas.

Es posible que surja en nosotros la incomodidad y hasta molestia por la actuación del rey, como exigiendo desproporcionadamente un requisito que pareciera ilógico si tomamos en cuenta que los convidados no estaban preparados para el banquete y que fueron llamados en lo ordinario de su vida. Puede irritarnos la infeliz decisión de invitar primero y castigar después.

Pero hemos dicho que las parábolas no son cuentos agradables con finalidad de entretenimiento, sino verdades profundas con un lenguaje cercano y accesible a todos. Si Jesús aprovecha para insertar este episodio en una historia que iba tan bien, es muy probable que el Señor quiere alertar y prevenir a tiempo de un riesgo grave y peligroso.

Estas últimas palabras de la narración ya no se dirigen específicamente a los judíos, pareciera más bien que se dirige a los discípulos para anticipar una amenaza antes de que suceda. Jesús sabe que más de alguno, alegando que se ha incorporado al nuevo Pueblo de Dios por la fe en Jesucristo, puede dar por hecho su idoneidad para participar en el banquete del Rey. Aparece clara la idea de que, si bien todos fueron llamados sin previo aviso, este hombre es el único que no se presenta con porte digno, ni traje apropiado. No vayamos a caer en la superficialidad de pensar que el rey los esperaba de ajuar elegante o corbata y mancuernillas, no.

Jesús nos está hablando del verdadero traje exigido a todos los que se dignen participar de la fiesta; nos habla de la responsabilidad y compromiso que conlleva atreverse a ser un convidado al banquete.

El mensaje que se dirige a la Iglesia de todos los tiempos en este trozo del Evangelio nos previene de no confiarnos solamente al nombre de cristianos que decimos tener, que no basta signarnos con la cruz ni siquiera haber dicho sí a la fe en Jesucristo; no es traje suficiente ni digno conformarse a usar la condición de bautizado. La salvación no es para el que dice que sí, más aún, no es para quien dice ser discípulo de Cristo, la salvación no se alcanza por el hecho de haber recibido el bautismo ni deja despreocupada a nuestra responsabilidad con el argumento de decirnos miembros de la Iglesia. Si así actuáramos, nos estaríamos convirtiendo en mucho más ruines que los primeros invitados que por lo menos tuvieron la valentía de decir no voy, y no por el contrario atreverse a entrar en la fiesta pero sin estar bien dispuestos.

Hablando claro y con todas las palabras, el traje que el rey exige a este despistado asistente es el traje de la correspondencia entre su condición de invitado y su vida; es el traje que necesitamos también nosotros y que no puede dispensar el simple nombre de cristianos cuando nuestras obras nos desdicen; es el traje de alguien que disfruta la fiesta y se goza con la salvación de Dios; es el traje del bueno y del malo que viven en permanente acción de gracias por la llamada al festín; es el traje de las buenas obras que pongan de manifiesto que nuestra esperanza es motivo de alegría; es el traje de cada día que hay que vestirse en las pequeñas cosas que hagamos y en las más breves palabras que pronunciemos.

De este modo, estaremos preparados para no correr con la misma suerte del contradictorio invitado, pues Dios nos da el tiempo de vestir el traje y nos regala incluso el ajuar de su gracia para deleitarnos plenamente en la fiesta de la vida. Si hemos aceptado el llamamiento al banquete, preparemos el traje de la caridad y de la gracia.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Consideremos, hermanos y amigos, esta invitación concreta y constante de Dios a participar en la fiesta de la salvación, cuya cita es cada semana en el banquete de la Eucaristía, que anticipa y es prenda del Convivio Eterno. Y consideremos de la misma manera, la respuesta que hemos dado al Rey y el traje que nos hemos vestido para hacerlo con dignidad.

No es mera casualidad que en cada celebración se reconozca como dichoso y lleno de gracia a quien acepta bien dispuesto la invitación, cuando a la presentación del Cordero el sacerdote aclama con estas palabras: “Dichosos los invitados al Banquete del Señor”. Y podemos decir que más dichoso aún el que viste con propiedad y acepta la propuesta.

Quiero compartirles las condiciones que un autor sugiere para una respuesta adecuada a la invitación que Dios nos hace: Tener alma de pobre para vivir agradecidos por ser llamados a tal celebración y desapegados a las cosas del mundo, dispuestos y gozosos, como san Pablo a la abundancia y a la escasez. Vestir el traje adecuado convirtiendo la mente, las obras y la vida toda y dejándonos cubrir con las vestiduras de la gracia que el mismo Señor nos regala. Y por último, un porte alegre y fraternal, propio de quien vive en gratitud y de quien se siente admitido junto con muchos a un convivio excepcional. Disfrutemos con las vestiduras de la gracia y de la coherencia, la gran fiesta de la salvación.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche