sábado, 8 de octubre de 2011

FUENTE Y CULMINACIÓN DE TODA LA PREDICACIÓN EVANGÉLICA

FUENTE Y CULMINACIÓN DE TODA

LA PREDICACIÓN EVANGÉLICA

 

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en la celebración del Religiosos y Religiosas, en el V Congreso Eucarístico Nacional Tijuana 2011.


En la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles, San Lucas nos ofrece uno de sus característicos sumarios sobre la vida de la comunidad cristiana (cfr. Hch 4,32-37; 5,12-16), proponiendo un modelo ideal de la Iglesia en todos los tiempos.

Los hermanos, nos dice, eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común (koinônía), en la Fracción del Pan y en las oraciones. Así, la proclamación del Mensaje Pascual de Jesús y su aceptación sincera de parte de muchos, iba progresivamente edificando la comunidad de los discípulos de Cristo Jesús.

Esta comunidad era bien vista por el pueblo. De manera que día tras día el Señor iba agregando al grupo nuevos discípulos. El testimonio apostólico en favor de la Resurrección de Jesús y el testimonio tangible de la comunidad que vivía fraternalmente, en comunión y oración, se volvía irresistible para muchos, convirtiendo aquella pequeña iglesia en verdadero y eficaz sacramento de salvación para todos.

Y estos, quienes aceptaban el mensaje, supieron mantenerse perseverantes en la enseñanza apostólica, en la Fracción del Pan, en la comunión y en las oraciones. Pilares sobre los cuales debe apoyarse toda comunidad cristiana que quiera realmente testimoniar que Jesús está vivo y que Él es la esperanza en un mundo dividido y agresivo, contrario a la comunión y a la solidaridad.

Este texto de las cuatro perseverancias, constituye un verdadero itinerario para toda comunidad de creyentes. Perseverancia en la acogida del mensaje de los apóstoles que proclaman a Cristo Jesús, muerto y resucitado, raíz y fuerza de la koinônía, cuyo centro, fundamento y ápice es la Fracción del Pan, es decir, la Eucaristía, a la que estrechamente se une la oración.

Así, a partir de la enseñanza de los apóstoles, los primeros discípulos bien comprendieron la centralidad de la Eucaristía para la vida del creyente y de la misma comunidad. Comprendieron que ella, la Eucaristía, -como luego ha ratificado el Concilio Vaticano II-, “es fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (LG, 11), “fuente y culminación de toda la predicación evangélica” (PO, 5), y que es la prueba de "un nuevo cielo y una nueva tierra" (Ap 21, 1), que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana. Por ello, entre la Iglesia y la Eucaristía existe una rica y radical relación que, como ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, podemos descubrir si tenemos presente a María, Madre y modelo de la Iglesia (Cfr. Cap.VI: "En la escuela de María, mujer eucarística", n. 53-58).

El Beato Santo Padre afirmó, en efecto, que si María, como refiere el Libro de los Hechos, estaba junto con los Apóstoles, "concordes en la oración", en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés (cfr. Hch 1, 14), esta presencia suya no podía tampoco faltar en las celebraciones eucarísticas de la primera generación cristiana, perseverantes "en la Fracción del Pan". También por ello –nos dice-, "María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él". María y Eucaristía constituyen un binomio inseparable.

Ella, María, es en efecto Madre de la Iglesia porque es Madre de Cristo; por haberle dado esa carne y esa sangre que precisamente en la Cruz se ofrecieron en sacrificio, y que ahora se hacen real y verdaderamente presentes en la Eucaristía.

María, ante el anuncio del Ángel, con su fiat acogió en su seno al Verbo eterno dándole su carne y su sangre, y anticipando, así, con su fe, ya desde aquel instante y desde el misterio de la Encarnación, la fe eucarística de la Iglesia. Luego, en la Visitación, llevando en su seno el Verbo hecho carne se convierte de algún modo en "sagrario", en el primer "sagrario" de la historia donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como "irradiando" su luz a través de los ojos y la voz de María" quien, entonces, escuchó aquella gran alabanza: "Feliz la que ha creído” (Lc 1, 45).

Pero considerar la fe de la Virgen María como modelo de fe eucarística, nos lleva también y necesariamente a contemplarla al pie de la Cruz, pues el sacrificio de la Eucaristía es precisamente el memorial sacramental que hace presente el sacrificio del Calvario.

Efectivamente, si con toda su vida y mediante la fe la Virgen María "hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía", esto tuvo su culmen al pie de la Cruz, ahí donde contemplando la terrible muerte de su Hijo, su fe tuvo que afrontar la más dura prueba "en la historia de la humanidad"; prueba de la que Ella fue plenamente vencedora.

¿Cómo no ver aquí, hermanos y hermanas, una invitación a imitar día a día esa preparación de María al sacrificio de Cristo, conscientes de que solo imitando la fe de la Virgen, mujer eucarística, es posible vivir todas las incidencias de la jornada como "preparación" de la personal participación en la Santa Misa? En ello, María es nuestro Modelo, pero también es nuestra segura intercesora en y desde la Eucaristía misma.

Porque la relación de María con la Eucaristía, no es sólo de tipo histórico, es decir, porque el cuerpo y la sangre de Jesús presentes en la Eucaristía, fueron engendrados en y de María; ni tampoco se trata sólo de una relación de ejemplaridad, sino de una verdadera presencia de la Madre en el hacerse presente sacramentalmente el Sacrificio del Hijo. Porque "en el "memorial" del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro". Así, la presencia de la Virgen en la Eucaristía es real, -aunque totalmente diversa de la presencia sustancial de Cristo-, y es también presencia activa; es decir, de algún modo, Ella también "interviene" en el sacrificio eucarístico.

Una intervención que tiene su origen en su maternidad divina; en ese llevar Cristo "la misma Sangre de su Madre", pero no sólo. Se trata de una "intervención" actual que se lleva a cabo "en todas nuestras celebraciones eucarísticas"; y es que, si entre el sacrificio del Calvario y el sacrificio eucarístico se da una esencial identidad, no es posible separar en el sacrificio eucarístico la intervención de María al pie de la Cruz, pues, explicaba el Papa, en la Misa está presente todo lo que Cristo ha realizado en la Cruz, "también con su Madre para beneficio nuestro".

"Cristo –afirmó Juan Pablo II muchos años antes-, ofreció en la Cruz el perfecto Sacrificio que en cada Misa de modo no sangriento se renueva y hace presente. En ese Sacrificio, María, la primera redimida, la Madre de la Iglesia, tuvo una parte activa. Ella permaneció junto al Crucificado, sufriendo profundamente con su Primogénito; con un corazón maternal se asoció a su Sacrificio; con amor consintió su inmolación: Ella lo ofreció y se ofreció a sí misma al Padre. Cada Eucaristía es un memorial de ese Sacrificio y de esa Muerte que restituyó la vida al mundo; cada Misa nos sitúa en íntima comunión con ella, la Madre, cuyo sacrificio "se vuelve presente" del mismo modo que el Sacrificio de su Hijo "se vuelve presente" en las palabras de la consagración del pan y del vino pronunciadas por el sacerdote".

Queridas hermanas y hermanos. En Cristo, a quien adoramos presente en el misterio eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia. ¿Podría realizar la Iglesia, cada Instituto religioso, cada consagrada o consagrado, o cada laico, su propia vocación sin cultivar una constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera y evangelizadora? Alimentados de Él, los creyentes comprendemos que la tarea misionera consiste en ser oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo (Cfr. Rm 15,16), para formar cada vez más, a imagen de Jesús y de María, "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) y ser así testigos de su amor hasta los extremos confines de la tierra.

Con su fiat al anuncio del Ángel, María acogía en su seno al Verbo eterno dándole Ella su carne y su sangre. ¡Qué modelo para lo que debe ser acoger al Hijo de Dios en nosotros cuando recibimos la Comunión eucarística! Porque entre el fiat de María, y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor, hay una profunda analogía. A María se le pidió creer que quien concibió "por obra del Espíritu Santo" era el "Hijo de Dios" (cfr. Lc 1, 30.35). A nosotros, en continuidad y a semejanza con la fe de la Virgen en el Misterio eucarístico, se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, está presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

"La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este altísimo misterio" (EdE 53). Imitar, ante todo, su fe y su amor, en la anunciación y en la visitación a Isabel, donde María es realmente tabernáculo vivo de Cristo (cfr. Ib 55); en el Calvario (cfr.Ib 56-57) y, más allá, cuando recibió la Comunión eucarística de manos de los Apóstoles (cfr.Ib 56). Una fe y un amor que -como en el Magnificat- se desbordan en alabanza y en acción de gracias (cfr.Ib 58).

Acogiendo con fe viva el misterio eucarístico, acojamos también a María, presente a su modo en la Eucaristía; y reconociéndola como Madre amorosa, abrámosle incesantemente nuestros corazones para que su presencia nos convoque y reúna cada vez más como Iglesia, sacramento universal de salvación, nos ayude a amar entrañablemente a su Hijo presente en la Eucaristía y nos obtenga de Él, a todos y cada uno, sus gracias, bendiciones y dones.