domingo, 2 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
2 de Octubre de 2011

INTRODUCCIÓN

Podemos preguntarnos –siguiendo la imagen de la viña en el Evangelio-, sobre la enorme esperanza que alberga un hombre, un campesino cuando deposita la semilla en la tierra; o preguntémonos también, en alguien más cercano a nuestras circunstancias, la fe y la ilusión con que el pescador desde su lancha, lanza las redes al mar.

Podríamos llegar a la conclusión de que en cada semilla que germina, en cada redada que se saca, es la esperanza y la fe que dan frutos en el ánimo del jornalero; y que cada grano que se cosecha y cada pez que se atrapa, es una acción de gracias por la bendición que se recibe.

Si nos detenemos en estas imágenes, es por la sencilla razón que nos pueden ayudar a acercarnos al corazón de Dios que de la misma manera se ilusiona, se apasiona, se dedica por su pueblo, su viña. En la narración poética de Isaías, en el canto de la viña, podemos reconocer a un Dueño preocupado por su parcela, que le invierte enamorado tiempo y cuidados, que la acondiciona con su torre y su lagar, que aguarda paciente el tiempo de la cosecha y sorpresa…las uvas son agrias.

Al pensarlo de esta manera, nos será fácil traer a la memoria las ocasiones en que nosotros mismos nos planteamos proyectos y nos ilusionamos con ciertas posibilidades, y también sabemos de triunfos cuando todo sale bien, y de decepciones y amarguras cuando no resulta como se esperaba. Se dice que el hombre de este tiempo es un hombre decepcionado, desencantado de todo lo que el progreso, la ciencia, la técnica le podían ofrecer, pero que no consiguieron llenarlo de sentido, ni orientar su existencia. Y sin ir tan lejos, podemos revisarnos en conciencia para darnos cuenta de lo decepcionados que estamos de las cosas, de las personas o de nosotros mismos, y de igual manera, de lo mucho que pudimos defraudar a quienes nos aman, más aún, al mismo Señor.

1.- QUIÉN ES QUIÉN

Sería un grave error reducir el mensaje e intención de la parábola a un conflicto entre propietarios y proletarios, a un asunto de lucha de clases o lo referente a un tema político y económico; igual de equívoco sería que todo terminase sólo en desenmascarar la ambición y los extremos de la avaricia que puede alcanzar alguien, al grado de la violencia y el homicidio.

Hemos de enmarcar esta parábola en el punto más importante y genuino de la misión de Jesús que es la salvación del hombre. La propone para los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo de ayer, y para los hombres y mujeres de hoy. El contenido del mensaje sigue siendo tan vigente ahora como entonces, y la intención es la misma: sacudir la conciencia para dar fruto ahora que tenemos oportunidad.


La riqueza de este medio pedagógico que significan las parábolas de Jesús, nos da la ocasión de aplicar de muchas maneras el mensaje y de confrontarnos para que cada uno tome su papel en la escena.

El propietario del viñedo, el que amuralla y dispone para el cultivo y la cosecha, el que canta también la primera lectura como un dueño enamorado de su viña, es Dios, creador del hombre y de todo cuanto existe. Es el Señor, que ha establecido con Israel una alianza perpetua para hacer presente e irradiar la salvación a todo hombre.

Los viñadores que reciben en préstamo la parcela es precisamente el pueblo judío, que con sus sacerdotes y letrados conducen a Israel como trabajadores que custodian y atienden los sembradíos. Son los hijos de Israel que llevan a endurecer su corazón a tal punto de que llegan a sentirse propietarios de un viñedo que sólo pertenece a Dios.

Como dirá otra parte del Evangelio en el reclamo de Jesús: hacen fardos pesados difíciles de llevar y no los tocan ni con la punta del dedo. Quienes tenían la obligación de ayudar al pueblo para que se mantuviera en la libertad de los hijos de Dios, se han convertido en los propios opresores de conciencia. Y esto no es queridos hermanos y hermanas, motivo para crear aversión por el pueblo judío, -nuestros hermanos mayores en palabras del Papa Juan Pablo II, y nuestros padres en la fe en las palabras del Papa Benedicto XVI-, porque sin darnos cuenta, podemos desempeñar a la perfección el mismo papel en la parábola actualizada a nuestros tiempos. La tozudez del corazón y la cerrazón a la gracia no es exclusiva de Israel y todos podemos padecer este pecado.

Los enviados que a su tiempo se presentan para reclamar los frutos para el Dueño, son los profetas que en distintos momentos y circunstancias se acercaron al pueblo para pedirle que también dieran a Dios su parte que le corresponde, para urgirles a dar fruto a su tiempo, pero que también fueron rechazados y muertos porque un corazón soberbio carece de oídos.

La figura del hijo del propietario describe a la perfección a Jesús, el que a poco de este suceso, estará recibiendo la sentencia que en esta parábola adelanta: le echarán mano, lo sacarán del viñedo y en las afueras de Jerusalén, le darán muerte.

Por último, en Mateo, se habla de un pueblo nuevo, al que se le entregará el viñedo que representa el Reino de Dios, pero ha de ser un pueblo que produzca y entregue sus frutos. En la intención del Evangelista se refiere a la Iglesia, nuevo Israel, pero en la lectura para el hoy de nuestra vida, sin duda se refiere a la Iglesia que está llamada continuamente a renovarse, a remover la tierra, a oxigenar sus raíces; una Iglesia que no se siente propietaria sino administradora y responsable ante Dios de la salvación de todos; una Iglesia que no se vuelve sorda a la voz de Dios, de los profetas y del Hijo que le hablan constantemente.

Y en la trama de la parábola que vivimos hoy, como pueblo elegido, como parte de este pueblo nuevo, queridos hermanos, ¿quién eres tú, cuál es tu papel?

2.- NECESITADOS DE CASTIGO

Si al decir de los mismos interlocutores de Jesús, lo justo sería dar muerte a los desalmados viñadores y arrendar el viñedo a unos trabajadores honestos, nos debe sorprender que lo único que se propone el Señor es hacer notar la abundancia de su misericordia, de su fidelidad, y del amor por su pueblo. En ninguna forma la parábola da a entender que Dios cambia de viñedo, sino de viñadores. El amor de Dios por su pueblo, por la obra de sus manos, por la humanidad entera, sobrepasa lo que podemos imaginar con la medida de nuestro amor. Así lo revela san Juan en su Evangelio, en el capítulo tercero: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Único Hijo”.

Jesús, en el pasaje evangélico de hoy, no está dictando sentencia sobre Israel, sino advirtiendo las consecuencias de cerrarse a Dios. Es cierto que el profeta Isaías ha anunciado que la cerca que defiende a la viña será quitada y destrozada; que la tapia será pisoteada; que permitirá el Señor que crezcan en su viña los abrojos y las espinas y será tierra sedienta de lluvia. También es cierto que Jesús anota la posibilidad de perder el Reino por su actitud y su dureza. Pero igual de cierto es que si derrumba las murallas de su viñedo que es Israel, no es para acabar con él, ni es para cambiar de pueblo, sino para borras las fronteras y abrir los horizontes de la viña a todo hombre y mujer que busque a Dios con sinceridad de corazón, que quiera dar frutos ya sin importar la raza, la sangre o la estirpe.

Es probable que a muchos de nosotros nos cueste entender una idea que recojo del libro “Luz del Mundo” del Papa Benedicto XVI, cuando habla del castigo como una forma de caridad con el que se equivoca. Y precisamente a partir de ahí, manejo la idea de la necesidad del castigo. Espero no malentendamos la dinámica del castigo que si bien puede entender como condena por una mala obra, también puede entenderse como un medio correctivo o incluso de prevención. Y yo me pregunto si acaso hay maldad y sombra de odio en los padres de familia que se ven en la necesidad de castigar a sus hijos a fin de que aprendan a distinguir lo bueno de lo malo, en aras de su futuro. Pues Dios no actúa tan diferente como Padre. A veces, es perdiendo algo como verdaderamente lo valoramos; a veces es con el castigo como nos empeñamos en hacer las cosas correctas. Empero, queridos hermanos y amigos, lo que prima y subyace en la parábola y en el obrar de Dios, es que su amor fiel busca redimirnos, despertarnos del sueño de nuestra autosuficiencia, reubicarnos en nuestro justo lugar, e instarnos a dar frutos a su tiempo.

Por eso si el Profeta vaticina la caída de Israel es con la finalidad de que reconozca sus injusticias, sus iniquidades y las torceduras de su obras y se esfuercen por corresponder a la esperanza de Dios sobre ellos; de igual forma, si Jesús les echa en cara a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo la distancia que han tomado del Plan de Dios, no es para condenarlos y dejarlos afuera del Reino, sino para caigan en la cuenta de lo mucho que se han apartado, para que recapaciten de su proceder ante el Señor y se dispongan a la conversión sincera antes de que sea demasiado tarde.

Dios no se goza en el sufrimiento del hombre, sino en su salvación. No es el castigo por el dolor en sí mismo, después de todo, el diccionario sugiere como sinónimo de castigo, la justicia. Las frustraciones muchas veces son el camino para regresar a Dios. No son pocos los casos de hermanos que a consecuencia de un problema, de una enfermedad, de una situación límite y difícil, reconocen su pequeñez y buscan la grandeza del Señor.

Si Dios nos habla ahora de esta forma, es para que no esperemos hasta el final, a las consecuencias de nuestros pecados, sino que abriendo nuestro corazón a su Palabra, podamos volver a Él de una buena vez, y nos empeñemos en dar frutos de santidad.

3.- UN PUEBLO QUE PRODUZCA SUS FRUTOS

No se habla aquí de un choque frontal con el pueblo judío, porque el pueblo al que la Palabra de Dios se dirige hoy es a todos nosotros. No se trata de sentirnos los buenos y exacerbar los ánimos contra Israel, los viñadores asesinos que dieron muerte al Hijo. Lo que verdaderamente quiere el evangelio de este domingo es sacudirnos a cada uno para advertirnos el riesgo de ser, de distintas maneras, el mismo pueblo obstinado, rebelde y desalmado, a fin de que sintiéndonos la viña amada por Dios, podamos dar los frutos que Él espera.

De cara a la esperanza del Señor sobre nosotros, de frente a aquel anhelo de que la Iglesia pudiera llegar a ser el pueblo nuevo, los nuevos viñadores, los herederos del Reino, hemos de preguntarnos si como bautizados e incorporados a la Iglesia, tú y yo estamos respondiendo a las expectativas de Dios, si nos hemos sentido propietarios de lo que no es nuestro o si como trabajadores honrados entregamos al Señor lo que le pertenece.

Esta llamada a que como cristianos revisemos nuestra vida y nuestra respuesta, no es de ninguna manera una agravio a la Iglesia, por el contrario es una obligación que tenemos como pueblo nuevo, a fin de no avejentarnos y caer en el mismo pecado que reclama el Evangelio.

El mismo Papa Benedicto, lo ha dicho con valentía durante su visita a su natal Alemania, cuando nos recuerda que no podemos conformarnos a los criterios del mundo, -y de alguna manera eso es desvirtuar la misión de la Iglesia sintiéndonos dueños-, y haciendo un llamado a una renovación profunda de la Iglesia. Ha dicho que una Iglesia que se acomoda al mundo, se vuelve autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Ella da más importancia a la cosa institucional y organizativa que a su llamada a la apertura y que está urgida a separarse de nuevo de todo lo mundano que deforme su verdadera identidad. El Papa también reconoce, que los sufrimientos que ha padecido la Iglesia, esos que a los ojos de muchos pudieran pasar como castigos, han contribuido con la Providencia de Dios para que la Iglesia recuerde quién es en realidad: en un cierto sentido, la historia ha salido en ayuda de la Iglesia, ya que las diferentes épocas de secularización han contribuido de manera esencial a su purificación y a su reforma interior.

Pero el Papa es claro al decir que esto del cambio en la Iglesia es incumbencia de todos: Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Sí, hay razones para un cambio. Existe una necesidad de cambio. Por un lado, cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una continua conversión. Por lo que se refiere a la Iglesia, el motivo fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la propia Iglesia. De hecho -declaró el Pontífice- la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión, cuyo mandato comprende tres aspectos: ser testigos, hacer discípulos en todos los pueblos y proclamar el Evangelio. La Iglesia encuentra su sentido exclusivamente en el compromiso de ser instrumento de la redención, de difundir en el mundo la palabra de Dios y transformarlo introduciéndolo en la unión de amor con Dios.

No es que el reconocimiento de las debilidades que como seres humanos aportamos al misterio de la Iglesia quiera significar una protesta o se vuelva pretexto para señalarle sus errores, en absoluto. La Palabra del Evangelio de hoy y la resonancia que el Papa ha hecho como parte de su ministerio petrino, es solamente un gesto más del amor de Dios por su viña que no deja de llamar a la Iglesia a ser un pueblo siempre nuevo, que abunde en frutos de redención. Y que no olvidemos, queridos hermanos, que esa Iglesia invitada a la renovación y a producir uvas dulces para un buen vino de salvación, somos cada uno.

A MODO DE CONCLUSIÓN

El apóstol San Pablo nos invita en la segunda lectura, a poner por obra todo cuanto hemos aprendido, como previniendo que no podemos dejar caer en saco roto la Palabra que Dios nos dirige precisamente para contribuir a la conversión del corazón y para alcanza la vida que es eterna. Sin duda puede ser un gran aliciente el hace nuestra la convicción de ser esa viña que tanto ama el Señor, de reconocer los cuidados que nos ha prodigado, de recordar las esperanzas que nuestro Padre deposita en cada uno. Es un gran atrevimiento, pero es una gran verdad, que Dios sigue confiando y esperando en el hombre. Dios sigue aguardando a que las preocupaciones y tentaciones del mundo no nos distraigan de nuestra condición de jornaleros; sigue aguardando a que a su tiempo podamos rendir cuentas claras y frutos suficientes; sigue aguardando a que seamos nosotros mismos quienes derrumben las cercas del viñedo para abrirlo a todas las gentes; sigue aguardando nuestra renovación interior y la conversión de los corazones.

Y había una vez un propietario que plantó un viñedo… dice el Evangelio de hoy, y lo ha alquilado a cada uno de nosotros. Que obremos rectamente como el Señor quisiera de nosotros, que practiquemos la justicia y correspondamos a sus esperanzas. Que nos sea dado el Reino y que nuestra vida se construya sobre la roca angular, el Hijo que ha muerto y resucitado por nosotros.


Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche