lunes, 10 de octubre de 2011

ACOGER CON PRONTITUD LA LLAMADA DE DIOS


ACOGER CON PRONTITUD

LA LLAMADA DE DIOS

 

Homilía de Mons. Piero Marini, Presidente del Consejo Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales, en la Misa de Clausura del V Congreso Eucarístico Nacional celebrado en Tijuana.


Este domingo la Iglesia propone para nuestra escucha y meditación una parábola de Jesús que se presenta en un texto complejo, que requiere toda la atención de nuestro corazón para ser comprendida con inteligencia.

El banquete del Reino

Nos ubicamos en el templo de Jerusalén, donde Jesús se dirige a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo con una tercera parábola, después de la de los dos hijos (cf. Mt 21, 28-32) y la de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 33-43) que escuchamos los domingos anteriores. Se trata, de una historia en la cual Jesús evoca el banquete del reino de los cielos, descrito también en la primera lectura del profeta Isaías, un Reino al que todos los hombres son llamados, un Reino caracterizado por el grande y festivo banquete escatológico: “El Señor del universo preparará sobre este monte un festín con platillos suculentos para todos los pueblos; un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos.” (Is 25, 6). Al mismo tiempo, como veremos, con esta parábola Jesús deja entrever la realidad del juicio final.

El contexto histórico de la parábola

Antes de adentrarnos en el texto, conviene hacer algunas anotaciones de carácter general, con el fin de orientar nuestra interpretación de estas palabras de Jesús. En esta página es más que evidente la mano del evangelista Mateo el cual, escribiendo después de la destrucción de Jerusalén realizada por el ejército romano en el año 70 d.C., sitúa en el horizonte de la historia de la salvación algunos eventos históricos. Con mayor precisión, la parábola trata en una modo figurado el acontecimiento pascual, es decir; las “bodas del Cordero” (Ap 19,7), el rechazo (incluso violento) de los primeros misioneros cristianos de parte de Israel, la destrucción de Jerusalén, la apertura de la misión cristiana a los gentiles, así, como el juicio que corresponde a la Iglesia en sí misma y a sus nuevos invitados. Por lo tanto, no hay que olvidar cuál es el contexto general de lo que diremos: sea la Iglesia, sea Israel, quedan situados en el horizonte del juicio.

La invitación de parte de Dios es un regalo

Jesús compara el Reino con lo que sucede a un rey que, con ocasión de la boda de su hijo, envía a sus siervos a llamar a los invitados. Él sólo pide a los invitados aceptar el don de compartir con él su alegría. Sin embargo, -aquí está la primera novedad del relato- la reacción de los invitados es negativa: algunos no se preocupan por la llamada y continúan afanados en sus ocupaciones, como si nada hubiera pasado; otros, con una reacción francamente desproporcionada, insultan y asesinan a los siervos. Ante esto, la respuesta del rey es inmediata y con la misma dureza: “se llenó de colera y mandó a sus tropas, que dieron muerte a aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.” (Mt 22,7). Jesús hace uso de un lenguaje apocalíptico, de imágenes “amenazadoras” que no pretenden espantar a quienes lo escuchaban, ni a nosotros que las leemos, sino sólo resaltar las exigencias requeridas para quien quiere entrar en el Reino. Más aún, en su sentido último, la exigencia es una sola: “aceptar el don de Dios y acoger su amor”.

El amor de Dios se ofrece a todos

En este punto comienza la segunda parte de la parábola. El rey de una manera inesperada, envía a otros siervos a convocar al banquete a todos aquellos que se encuentran en los cruceros de los caminos: el ofrecimiento de la salvación se renueva para beneficio de todos los hombres, porque el rechazo del hombre no detiene el amor de Dios. Así, la sala se llenó de invitados buenos y malos, así como “el Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos” (Mt 5, 45); así, como el trigo y la cizaña crecen juntos (cf. Mt 13, 24-30); como la red echada al mar trae a tierra peces buenos y malos (cf. Mt 13, 47-50). Jesús no se hace ilusiones, es consciente de que todos los hombres son malos (cf. Mt 7,11) y que solo Dios es bueno (cf. Mt 19, 17); pero también es cierto que la salvación es para todos, porque “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4). Y la condición para ser buenos, es una sola: reconocerse pecadores y aceptar ser justificados por el amor de Dios. A propósito no podemos olvidar las palabras de un extraordinario padre de la Iglesia de Siria, del siglo VII, Isaac de Nínive: “El que ha alcanzado la conciencia de los propios pecados es más grande del que resucita a los muertos” (Discursos ascéticos [gr.] 34). Sí, en verdad, es un esfuerzo inútil el que se hace para esconder ante los demás el propio pecado: bastaría reconocerlo conscientemente, para descubrir que Dios está ahí y nos pide sólo acepar qué Él lo cubra con su infinita misericordia.

La conversión del corazón

En esta óptica comprendemos la conclusión de la parábola, caracterizada por un último evento sorprendente. Según una costumbre tradicional de la época de Jesús, al entrar a un banquete nupcial los invitados recibían una túnica blanca, signo común de la invitación recibida por el jefe de familia. Cuando el rey, imagen que representa a Dios, entra para saludar a los presentes, descubre uno que no viste el traje de fiesta. Entonces le dijo: “amigo, como has entrado aquí sin el traje de fiesta? Aquel hombre se quedó callado” (Mt 22,12) ¿Cómo fue posible?, nos preguntamos también nosotros. Este hombre aceptó la invitación, pero, al final, orgullosamente rechazó el don, confiando solo en sus propias fuerzas, y así, en lugar de responder con alegría a la generosidad de Dios, se sumió en un monólogo que en el momento decisivo lo dejó mudo. Dios no lo reconoció (cf. Mt 7, 23) y ahora es demasiado tarde.

Los Padres ven en este traje nupcial la vestimenta bautismal, el vestido de fe y las obras correspondientes (cf. Ap 19,8).

En otras palabras, sin cambio de túnica, es decir; sin una verdadera conversión del corazón que se traduzca en una conducta de vida concreta, no se puede participar en el banquete del Reino. Así, el Evangelio no es un pedazo de tela nueva para coserla sobre un vestido viejo, sino una novedad absoluta para nuestra vida. (cf. Mt.9, 16), una novedad que no soporta retraso en el tiempo.

Acoger con prontitud la llamada de Dios.

“Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”, dice Jesús. Es una afirmación que constituye una advertencia para todos nosotros aquí presentes y para la Iglesia toda. Todos los seres humanos están llamados a la salvación, al banquete festivo del Reino, pero al mismo tiempo nadie lo tiene garantizado, ni por el hecho mismo de pertenecer a la Iglesia. Es necesario ceder a la gracia que siempre nos atrae y remover todo lo que es un obstáculo al reinado de Dios sobre nosotros. Esto, para nosotros cristianos coincide con acoger la llamada que Dios nos hace a través de Jesucristo: como en efecto escribió hace unos años el Papa Benedicto XVI, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro… con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. (Encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre del 2005, 1).

Es cierto que hay dificultades y obstáculos

Ante todo la falta de voluntad “no quisieron ir”. Se necesita poner la propia voluntad al servicio de la llamada de Dios. Es necesario aceptar la invitación para ir hacia el banquete, hacia la Iglesia.

El segundo obstáculo es la superficialidad y el descuido “no hicieron caso. Uno se fue a su campo, otro a su negocio.”. ¡Ay de nosotros! si nos quedamos en el pequeño y estrecho horizonte de nuestras vidas, en nuestro propio egoísmo.

El peligro de la agresividad y de la violencia. “se les echaron encima a los criados, los insultaron y mataron”. Es la posición de aquellos que consideran que la llamada es una intromisión de Dios, o de la Iglesia en la propia vida, con el deseo de quitarles su libertad. Y aquí, está la reacción: los insultos, los golpes y el asesinato. El peligro de hoy es más bien la indiferencia, no dar importancia a la invitación recibida.
Tengamos presente, que Dios nos invita continuamente, que nunca se cansa de invitarnos a través de sus enviados en los diversos acontecimientos de nuestra vida.

Para nosotros no ha llegado el juicio definitivo. Pero es necesario aprovechar este tiempo, sobretodo en este Congreso Eucarístico, para aprender a llevar el vestido bautismal. No es una vestimenta ya terminada, la debemos confeccionar día a día, domingo a domingo, con paciencia, con humildad y con compromiso.