LA VIOLENCIA Y LA VIDA COMUNITARIA
Artículo escrito por el Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal, de la Diócesis de Campeche.
El pasado jueves 25 de agosto, cerca de las dos de la tarde, llegué a la ciudad de Monterrey; pocas horas después, me enteré de la triste noticia de que aquella misma tarde, a las 15:45, la delincuencia organizada provocó un incendio en un Casino, ocasionando la muerte de 53 personas, si contamos entre las víctimas mortales a aquel pequeño que aún se encontraba en el vientre de su madre.
El atentado vino a deteriorar más la vida social y la convivencia armónica y pacífica de la sociedad regiomontana, pues destruyó vidas humanas, llenó de dolor a muchas familias, y de indignación y angustia a toda la sociedad mexicana. Muchas voces, de todos los sectores de la sociedad, se levantaron condenando este trágico acontecimiento y tratando buscar culpables.
Esta situación, que se agrava día con día, «repercute negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera; afecta la economía, altera la paz pública, siembra desconfianza en las relaciones humanas y sociales, daña la cohesión social y envenena el alma de las personas con el resentimiento, el miedo, la angustia y el deseo de venganza» (n. 2), indican los Obispos de México en la Exhortación Pastoral Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna, al hablar de estos hechos violentos relacionados con la delincuencia organizada que suceden en varias ciudades del país.
Ante estos hechos violentos, tiene que preocuparnos a todos y cuestionarnos el dolor y la angustia de quienes han vivido en carne propia los efectos de la violencia, así como la incertidumbre y el miedo de tantas personas.
No se puede permanecer indiferente ante el dolor y la indignación de aquel hombre que perdió repentinamente a su esposa y a su hija en el incendio; ni ante el desconcierto de aquellos niños que hoy se preguntan por qué su maestra ya no estará más en el salón de clases para compartirles sus conocimientos y su experiencia; ni ante el dolor y la incertidumbre de aquel esposo enfermo que se ha quedado sin la esposa que “en cuerpo y alma” se dedicaba a atenderlo en su lecho de dolor y que esa tarde había decidido tener un poco de esparcimiento…
Los acontecimientos violentos del jueves 25 tienen que ayudarnos a tomar conciencia de que «algo está mal y no funciona en nuestra convivencia social» y que es necesario asumir «medidas realmente eficientes para revertir esta situación». Es necesario «actuar –afirman los obispos– asumiendo nuestra responsabilidad social y vigilar que las instancias públicas asuman la suya» (n. 26).
La situación de violencia e inseguridad provoca en las personas miedo, aislamiento y desalienta la convivencia, dañando seriamente la vida comunitaria.
Con razón manifiestan los obispos que «la vida comunitaria es la primera víctima de la violencia», pues «la inseguridad y el miedo llevan a las personas a buscar espacios seguros refugiándose en sus propias casas, aislándose, encerrándose en el individualismo y en la desconfianza, en el enojo, en el resentimiento y en el deseo de venganza» (n. 76).
Por ello, «es necesario fortalecer la vida en comunidad». Al respecto, me parece una buena iniciativa del Municipio de san Pedro Garza García, N.L., el proyecto denominado “san Pedro de Pinta”, que se realiza en la Calzada del Valle y Calzada san Pedro, donde cada domingo, entre las 7 de la mañana y la 1 de la tarde, se reúnen cientos de familias para convivir.
Allí, precisamente, sobre esta calzada, el pasado domingo encontré familias enteras, con todo y su mascota, haciendo deporte, patinando, trotando, en bicicleta o simplemente caminando; a pesar de los trágicos sucesos del jueves anterior, en sus rostros sonrientes no se podía descubrir miedo o resentimiento, sino, por el contrario, mucha esperanza de que, pronto, pueden recuperarse los espacios vitales para fortalecer la vida en común.
En esa calzada, pude también observar a adolescentes y jóvenes, hombres y mujeres, que se han visto en la necesidad de cambiar sus hábitos, pues privándose, por precaución, de la sana convivencia nocturna, cenando o bailando en la disco, ahora se divierten en familia, haciendo deporte, cantando alguna canción o bailando al compás de unos tambores que lanzan una rítmica y contagiosa música africana.
Son jóvenes que aplauden, gritan, sonríen… Y, lo más importante, a pesar de que se les está heredando una sociedad con un serio problema de inseguridad y violencia, que muchas veces obstaculiza la posibilidad de llevar una vida digna y los expone a la muerte, miran la vida con optimismo y esperanza.
No sé si esas familias tienen fe. Pero de lo que si estoy seguro es que todos, creyentes y no creyentes, estamos invitados a construir la paz en los lugares donde vivimos, estudiamos, trabajamos, y convivimos.
Para superar la crisis de inseguridad y violencia que se vive en México se requiere la renovación del corazón y la mente de los mexicanos. «México será nuevo sólo si nosotros mismos nos renovamos. La novedad de nuestra vida en Cristo dará origen a formas nuevas de relacionarnos con las personas con las que convivimos día con día, nos permitirá construir comunidades sanas y justas, nos capacitará para solucionar de manera pacífica los conflictos» (n. 189).
¡Que en Cristo, nuestra paz, México tenga una vida digna!