domingo, 25 de septiembre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO
25 de Septiembre de 2011

INTRODUCCIÓN

Siempre será motivo de escándalo el abismo que se abre entre lo que se profesa y lo que se vive; el trecho peligroso del dicho al hecho. En un mal sintomático de nuestros tiempos, descubrimos la cada vez más común postura de resistirnos a comprometernos, a decir y pensar de cierta manera pero actuar de otra totalmente distinta, a divorciar sin retorno la fe y la vida.

La incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace constituye un grave daño que deforma nuestra conciencia, aleja y lastima a los más pequeños y desdice nuestra condición de discípulos de Cristo.

En sintonía con los medios masivos de comunicación, a todos nos resulta más fácil admirarnos, indignarnos y recriminar precisamente estos errores en la vida de otros; repudiamos la contradicción de vida de clérigos y consagrados; colaboramos en la protesta contra personajes públicos y privados, lejanos y desconocidos pero también a los cercanos y familiares, que desvirtúan su posición de respetables. Pero tal vez no seamos tan justos cuando procedemos así, cuando comenzamos a corregir los pecados comenzando por los ajenos – y después de muchos y de tanto tiempo-, llegar al fin a nosotros mismos.

Por eso la Palabra de Dios nos habla en primera persona, con el vigor y la verdad que tocan a cada corazón para ponerlo delante de sí mismo; con la fuerza que busca impedir aplicar a los demás el mensaje y ni siquiera considerarlo para uno mismo; con la claridad y sencillez de descubrirnos con todas sus letras, nuestra a veces mezquina manera de vivir nuestra identidad cristiana.

Hoy, con una breve pero aleccionadora parábola, el Señor nos interroga a propósito de la respuesta que damos a su llamamiento, a la invitación de ir a trabajar a su viña. Pero lo hace revelándonos la trampa y el engaño que muchas veces confabulamos y que disiente entre la palabra y la obra. Sin duda que es importante la contestación que le respondemos con nuestra voz, pero hay otra respuesta que le interesa mucho más, la que damos con nuestra vida.

Por su parte, San Pablo en la carta a los Filipenses nos descubre, con la belleza de toda palabra que brota de lo profundo del corazón, el motivo más fuerte para vivir en la comunión de la Iglesia, y la manera de lograr la unidad perfecta.

1.- SI, PERO NO. NO, PERO SÍ. Y LA TERCERA OPCIÓN

En el intento de hacerles ver a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo su manera discordante de responderle a Dios, les pregunta su opinión sobre una situación precisa de aquel padre que tiene dos hijos y a ambos los manda a trabajar a la viña. Cada uno responde de forma diferente, y cada uno hace lo contrario a la respuesta.

El intento de Jesús es el mismo ahora que nos habla a nosotros. Dios, el Padre de todos, nos hace continuamente invitaciones, no solamente a trabajar comprometidos con la construcción del Reino, también nos llama a una vida más feliz y a un corazón más en paz, nos llama a la alegría del servicio y la entrega, nos llama a la donación de la propia vida, nos llama a la libertad del pecado que oprime y esclaviza, nos llama a ser santos.

Y entonces, visto de este modo, la actualización de la parábola en nuestra vida se vuelve por demás sencilla y clara. Este Dios que hemos descrito, el que procura nuestra felicidad y nuestra salvación eterna, el que no sólo nos convida a trabajar en la viña, sino que al decir de la parábola, “les ordenó” y nos ordena, con esa ansia y esa pasión del que quiere nuestro bien, se dirige hoy a nosotros. Y comienzan las posibilidades que retrata el Evangelio. El primero de los hijos respondió: “ya voy”…pero no fue.

Sin duda que Jesús estaba en un primer momento, desenmascarando a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, que de palabra decían y presumían que sí estaban dispuestos a aceptar la invitación del Señor, al grado de gozarse y lucirse a la vista de todos al ser los mayores conocedores de la ley y los preceptos de Dios, de ocupar los sitios principales en las sinagogas y los banquetes, de disfrutar de que les alabaran por ser “tan buenos”, pero que al final del día, cada vez se asomaba la verdad de su corazón y en ningún sentido estaban cumpliendo la Ley, porque no amaban a Dios sino a sí  mismos, porque no amaban al prójimo sino que se servían de él. En lo secreto de su conciencia, tenían que reconocer que aunque habían dicho que irían a trabajar en la viña, en realidad no lo habían hecho. De esta forma, se desencadenaba el drama del creyente en Dios, decir una cosa y hacer otra.

Esta posibilidad se presenta también para nosotros, que podemos sonar convencidos a la hora de profesar nuestra fe, de atestiguar con las palabras nuestra adhesión y nuestra confianza en Dios, de proclamar nuestro nombre cristiano, de asistir a los actos de culto y de someternos al cumplimiento de los mandatos del Señor, pero de una manera que en nada nos toca a la conducta, que en nada afecta a nuestra forma de vivir y que en lo más mínimo interfiere en nuestros caprichos y en nuestras rebeldías a Su voluntad y a sus exigencias.

¡Cuántos de nosotros decimos sí voy pero no vamos! Cuántos presumimos aceptar la voluntad de Dios pero en lo profundo renegamos cuando las cosas son adversas. Cuántos profesamos la fe el domingo e inmediatamente después atacamos al hermano, a la Iglesia, a la doctrina… Cuántos nos decimos cristianos pero vivimos como si Dios no existiera.

La otra posibilidad la encarna el segundo de los hijos, que dice “no quiero ir, pero se arrepintió y fue”. Y Jesús la pronuncia en su cara, para que nadie les cuente a los buenos de Israel. Aquellos que habían sido pecadores, esos que nombra el Evangelio en el grupo de los publicanos y las prostitutas, pero que abarca muchos más significado que el mero anuncio del oficio, esos parecía que habían dicho no por sus rebeldías, su manera disipada de vivir, su lejanía de los preceptos, se arrepintieron y fueron.

Y es que resulta que cerca de nosotros hay quienes no van a misa, quienes viven en unión libre, quienes cometieron errores y atropellos, quienes perjudicaron a alguien más, pero se han arrepentido, o en palabras del profeta Ezequiel “se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia… si recapacita y se aparta de los delitos cometidos”, salvará su vida, ciertamente vivirá y no morirá. Por fortuna, estos últimos alcanzan a ver todavía sus fallas y pecados y logran así la oportunidad de cambiar de vida, mientras los primeros por pensar que son buenos, creen también que nada necesitan transformar.

La cuestión que plantea Jesús no es cuál DIJO la mejor respuesta a su padre, sino cuál de los dos HIZO la voluntad del padre. Porque a Dios le llegan las palabras, pero penetran más hondo en su misericordia las obras; el amor predicado no salva, sino el amor vivido; las palabras se las lleva el viento, los hechos se guardan para la eternidad.
Sin embargo, me atrevo a decir que hay una tercera opción, que tal vez Jesús, en el hondo conocimiento que tiene de la sordidez del corazón humano, por compasión no quiso exigir, es la del hijo que responde “ya voy…pero sí va”. Y he aquí la nueva invitación de contestar al Señor con nuestra voz, con la profesión de fe, con la asistencia a misa, con la convicción del nombre cristiano, pero también con el reconocimiento de nuestra pequeñez necesitada de gracia, con el arrepentimiento de los pecados, con el esfuerzo en las buenas obras, con la práctica del amor. Sólo así se manifestará plenamente la autenticidad de nuestra vida cristiana, diciendo y haciendo lo digno de los hijos de Dios.

2.- LA FE NOS ADELANTA EN EL CAMINO DEL REINO

En el camino del Reino de Dios, se han adelantado los publicanos y prostitutas, pero no vayamos a creer que por el mero hecho de ser pecadores o por la sola misericordia de Dios que los adelanta. Van un tanto más avanzados por la ventaja de la fe.

Jesús explica un poco más a sus oyentes recordándoles la dureza de corazón primero para aceptar y creerle a Juan; enseguida, después de verlo a Él y de contemplar sus prodigios y de igual manera siguen sin creer y sin moverse tan sólo un poco al arrepentimiento.

De este modo, los pecadores se han puesto en la delantera por el simple y a la vez magnífico esfuerzo de creer en la redención de Jesús y en la oportunidad nueva que ofrece el arrepentimiento.

Los publicanos y prostitutas son la imagen del hijo que responde renuente a la voluntad de su padre, el hijo que vive según sus antojos, que se opone a obedecer, que se cierra a lo que su padre pueda esperar o procurar para él, pero que sin embargo, quizá evaluando las muchas cosas buenas que ha recibido de su padre, luego de verse ocioso o rebelde sin razón, su conciencia y su gratitud le llevan a ponerse en pie para cumplir el mandato. Son aquellos que luego de oír a Juan el Bautista y de contemplar a Jesús, no pueden seguir resistiéndose a un cambio de vida que Dios les ofrece porque el único motivo del amor.

Y nosotros, puestos sobre el mismo camino que nos conduce al Reino de los cielos, hemos de interrogarnos si la fe nos ha ayudado a avanzar con más agilidad, si conscientes de nuestras limitaciones y pecados nos hemos abandonado a las manos de Dios, si luego de vernos perdonados nos mueve la gratitud al seguimiento y al sometimiento a la voluntad del Señor o si nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestros racionamientos que nos justifican las faltas, nuestro desinterés, nuestra incredulidad, nos tienen paralizados allá al comienzo del camino, nos han disminuido el paso o nos dificultan seguir en pie.

Pero no puede ser de otra manera, queridos hermanos y hermanas, mientras estemos en el centro del universo, mientras creamos que todo lo merecemos, mientras nos mantengamos en la vana ilusión de creer que todo debe ser a nuestro antojo y capricho, mientras nos aturda el egoísmo y mientras nuestra única fortaleza y confianza seamos nosotros mismos, serán muchos los que nos rebasen, los que con corazón más humilde y confiado en Dios, aprenden que sus debilidades son menos con la gracia y pueden agilizar el paso, los que se adelanten porque han reconocido que el único bueno es Él, los que han creído en Jesús y son capaces de abandonarse a Él.

3.- PALABRAS DE CORAZÓN A CORAZÓN

No quisiera pasar de largo ante el bellísimo trozo de la carta de San Pablo a los Filipenses, ante este texto profundo en sentimiento, en verdad y fe.

Nos encontramos con un Pablo escondido. A pesar de la fuerza de la carta, hemos de recordar que no es el itinerante Pablo que valiente y atrevido anuncia a Jesucristo; no es el Apóstol lleno de fuego que recorre las ciudades y caseríos; es el Pablo prisionero, el Apóstol encadenado que escribe lleno de pasión por Jesús, a aquella comunidad muy querida para su corazón apostólico.

Cómo me gustaría tomar cada palabra y hacerla mía, y dirigirla a ustedes. Con las mismas ansias de que Cristo se encarne en ustedes y que todos seamos uno, repetiría a cada corazón que me escuche estas palabras. Es una exhortación nacida solamente del amor, no del afán de presumir, no para enseñar y mostrar conocimientos, no para amonestar y reprender, sino con el único motor del amor. Pero dichos consejos no pueden entenderse desde la estrechez de cada uno, sino desde el mismo Espíritu, alertados por el afecto que une sin distinciones.

San Pablo nos descubre el gozo más grande para cualquier pastor, la alegría más intensa para quien es puesto al frente del rebaño, que no es otra sino ver a todos teniendo “una misma manera de pensar, un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma”. Pero entendamos que lo que el Apóstol desea no es la uniformidad, sino la común-unión, es decir, rescatando la riqueza de las diferencias y la pluralidad, podamos ser signo creíble de unidad en la fe.

Una misma manera de pensar no significa pensar lo mismo, sino iluminar las mentes con la luz del Espíritu para actuar en consecuencia; un mismo amor, no significa el utópico intento de pretender una sociedad sin roces o conflictos, sino  rechazar los amores insanos, interesados o egoístas; unas mismas aspiraciones no significan acuerdos sobre metas a alcanzar, sino el deseo común de alcanzar la santidad, velando unos por otros; y una sola alma, quiere decir, un solo principio de vida, el de Dios.

Por tanto, el San Pablo nos urge a evitar el espíritu de rivalidad, de presunción con el saludable antídoto de la humildad, con el gesto heroico de tener a los demás como superiores a sí mismo, y sin buscar el propio interés sino el del hermano. No sé si alcanzamos a contemplar debajo de la tinta de estas palabras la inmensa ternura y la viva urgencia de que vivamos en el amor. En lo personal me conmueve  y me llenan las palabras de este texto que termina por cimentar la vida del cristiano en el único impulso de amar con el amor de Jesús.

Para seguir tomando la exhortación del Apóstol, en este punto de tener los mismos sentimientos de Cristo, se vuelve una necesidad conocerlo a Él, a fin de imitarlo. Y en una magistral, profunda y bellísima descripción del siervo Jesús,  Pablo nos regala el más hermoso himno cristológico, de modo que los sentimientos a imitar son aquellos: del que siendo Dios abandonó los privilegios de su condición, y abajándose hasta el extremo se hizo siervo como nosotros, para compartir con todos la realidad de nuestra humanidad.

Pero no le bastó. Además se humilló a sí mismo, Él que era grande y colmado de poder, y en obediencia al Plan salvador del Padre, aceptó con su libertad la muerte, y la muerte vergonzosa en la cruz, por nuestra redención.

La gloria y la exaltación de Jesús, no es otra cosa sino la consecuencia de su humillación, el resultado de un abajamiento amoroso. Por eso sólo en ese nombre la humanidad encuentra salvación, vida, fortaleza en las pruebas, refugio en la adversidad, y al Dios verdadero al cual adorar.

Creo que decir más o intentar precisar las palabras del Apóstol, en lugar de clarificar y acercar el mensaje, lo enturbiarían más. Léanlo a la hora de la brisa, en su oración personal y descubrirán solamente a un apóstol enamorado, a un creyente apasionado, a un hermano preocupado y a un cristiano comprometido con su misión en la Iglesia.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Quizá la mejor manera de concluir esta reflexión es a la inversa de como he procedido. Que nos demos la oportunidad de experimentar al Cristo en nosotros, a fin de encarnar sus sentimientos, su propósito, su vida y su amor.

Solamente partiendo de esta experiencia con el amor de Jesucristo, de admirar el modo sublime de redimirnos, y de contemplar nuestra humanidad embellecida con su divinidad encarnada, podemos encontrar motivos suficientes para comprometer nuestra respuesta positiva a la llamada del Padre de ir a trabajar a la viña. Yo creo que si hay bautizados que sólo se dicen cristianos pero no son, no siempre es que obren de mala fe, la razón principal es que no han descubierto ni vivido en carne propia la fuerza del amor de Jesús por ellos. Nadie que arrodillado comprenda el misterio de la cruz, nadie que adore la obra del Amor Encarnado, podría resistirse a someter su vida a los preceptos del que lo ama, del que lo salvó desde el madero.

Si alguna fuerza tiene una advertencia en nombre de Cristo, si de algo sirve una exhortación nacida del amor… entonces alégrenme con un amor que no ponga trabas a la voluntad de Dios, con una comunión que resista toda prueba y división, con una esperanza que los une en un mismo Espíritu y con una fe que los aventaje en el camino del Reino de los cielos.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche