miércoles, 7 de septiembre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
28 de Agosto de 2011

INTRODUCCIÓN

Para muchos de nosotros, los únicos criterios valederos, a los que sometemos a las personas y los acontecimientos, son nuestros propios criterios. Nuestros comentarios y juicios de valor tienen la medida de nuestro pensamiento, nuestra experiencia, nuestras aspiraciones.

Hoy topamos precisamente con el dilema delante de Dios, un radical cambio del Mesías majestuoso y lleno de poder que esperaban incluso los discípulos, al Siervo Sufriente como se manifiesta Jesús. No era la imagen que se habían formado, no llenaba las expectativas de muchos, no cuadraba en absoluto con los milagros poderosos que había obrado, no tenía necesidad de recurrir al sufrimiento y a la cruz.

Es interesante que hasta a Dios queremos someterlo a nuestro provecho y conveniencia. Puede ser el Mesías –pensaría Pedro-, pero tiene que ser de tal o cual manera. Tan similar a nuestro proceder, cuando exigimos de Dios no lo que le es propio sino lo que a nosotros nos beneficia.

En continuación con el trozo de Evangelio del domingo pasado, escuchamos hoy el relato de la persuasión de Pedro para que Jesús no vaya a Jerusalén, pero también es ocasión para que el Señor señale con claridad las condiciones del discipulado. De esta manera, en la unión de los dos domingos, podemos contemplar un verdadero itinerario cristiano. De la profesión de fe, pasando por el seguimiento, la cruz y la donación, hasta la identificación de la propia vida con el que es la Vida. Somos muchos los bautizados que cada misa dominical profesamos la fe como Pedro, pero nos escandaliza el sufrimiento y la cruz que nos propone Cristo; somos algunos los que comprometemos tiempo y esfuerzo en el afán de vivir como verdaderos discípulos suyos; pero qué pocos son los que llegan a identificar su vida con la del Señor Jesús.

De esta manera, no hay engaños, no hay letras pequeñas en el contrato, no queda nada al azar o a las circunstancias. Sobre la mesa están puestas las cartas para el que quiera ser su discípulo.

Aquí converge bellísimamente la Pasión de Jeremías que escuchamos en la primera lectura, como un anticipo de la suerte que Jesús acepta para la redención del género humano en exponencial medida. Sin duda que en Cristo, el fuego que le consume los huesos no es otro sino la pasión por el Reino y la salvación de sus hermanos.

Pero también enlaza con hermosura la exhortación de Pablo a los cristianos de Roma a convertirse en ofrenda, en dádiva agradable a Dios, en obsequio que Lo glorifique, seguro como Jeremías y más aún como el mismo Jesús. La advertencia del Apóstol hace eco de la amonestación del Señor a Pedro: no hay que dejarse transformar por los criterios del mundo; hay que saber distinguir y ver las cosas, los sucesos de nuestra vida –buenos y malos-, desde Dios y su voluntad salvadora.

1.- UN MESÍAS A LA MEDIDA DE DIOS, NO DEL HOMBRE

No podemos pretender ni intentar someter a Dios y su voluntad a nuestras aspiraciones. El pueblo de Israel se había formado una imagen demasiado detallada del Mesías, no del prometido sino del esperado. Sufriendo en carne propia las injusticias y la opresión de otros pueblos, las notas del Liberador habrían de ser las necesarias para colocar a Israel por encima de sus enemigos, un Mesías que conquistara la justicia con la punta de la espada, un Guerrero capaz de someter a los opresores.

Por eso, al encontrarnos al Pedro de Cesarea, en la perícopa del domingo pasado, podemos pensar que ha logrado superar las expectativas de todo buen judío; pareciera que las palabras y obras de Jesús han abierto la posibilidad de un mesianismo diferente; creeríamos que la confesión de Pedro conllevaba la aceptación de un rey sin trono, sin ejército, sin palacio y sin corona.

Sin embargo, la bellísima verdad manifestada por Simón acerca de que Jesús era el Mesías, no correspondía con lo que aún esperaba él y los demás discípulos, de su Maestro, un Mesías a su medida, a la medida del hombre.

La lectura del Evangelio de hoy comienza precisamente con el primer anuncio que Jesús hace de su pasión y muerte ya próximas; arranca justamente en el momento en que Pedro y los demás escuchan hablar de la cruz y de la ofrenda que el Señor hará de su vida. Hoy podemos ver a Pedro tratando de disuadir al Maestro, al que había confesado como el Hijo de Dios, de su propósito de encaminarse a Jerusalén para morir.

Entonces se nos derrumba el castillo, es entonces cuando reconocemos al mismo Pedro que ayer confesara su fe, confrontarse ahora con sus humanas esperanzas. Y como a él nos puede pasar a muchos que profesamos que Jesús es el Señor, que es el Hijo de Dios, pero nos cuesta aceptar las dificultades del seguimiento; nos cuesta permanecer inmutables en la certeza de su mesianismo cuando nos sentimos solos y desprotegidos; vacilamos en la fe a la hora de vislumbrar un calvario y una cruz. No podemos decir verdad al declarar que Jesús es el Mesías e Hijo de Dios cuando guardamos celosamente nuestras exigencias y un mesianismo a nuestra medida. Hemos de aceptar a Jesús, nuestro Salvador, no conforme a nuestros pensamientos, sino un Mesías según Dios que nos rescata con el sólo poder que brota del amor.

2.- EL QUE QUIERA VENIR CONMIGO

Jesús sabe muy bien para qué ha venido al mundo. Las propuestas de fama y poder no han podido disminuir el fuego que le ha hecho encarnarse y disponerse a caminar hacia Jerusalén para la gran Hora. Si quiere en verdad redimir al mundo, no puede dejarse seducir por las cosas que a los hombres deslumbran, no puede entra en el juego del hombre que se pierde en sí mismo y en sus pasiones, no puede dejar de ir al frente mostrándole a los demás el camino porque correrían el riesgo de no llegar a ninguna parte. Por eso reacciona así ante la persuasión de Pedro, con palabras que perturban llamándolo “Satanás”. Ciertamente nuestro Enemigo es el que bifurca los caminos, el que separa de la gracia, el que se pone de piedra de tropiezo para el que quiera andar por la senda de Dios.

Jesús le indica al discípulo cuál es su lugar preciso para que no se extravíe; el reclamo no es una blasfemia ni sataniza al asustado Simón, sino que intenta recordarle quién es el Maestro y quién el alumno; quién el que salva y quién el que busca salvación; quién el que es el Camino y quién el caminante; el “apártate” que el Señor le dirige a Pedro es lo que en otras palabras sería “vuelve detrás de mí”, “camina siguiendo mis pasos”. Resulta que muchas veces también nosotros nos adelantamos a Dios y queremos decirle por dónde hay que caminar, hacia dónde hay que ir, y por cierto, ordinariamente será lejos de calvarios y de cruces. Pues para nosotros también son estas palabras cuando tengamos la tentación de apresurar el paso y pretender que el Señor haga y piense de acuerdo a nuestros caprichos y criterios. Todos, hermanos y hermanas, hemos de ir detrás de Jesús.

Luego se dirige a todos para decirles: “el que quiera venir conmigo…” Y de inmediato estas palabras suenan como invitación y no como obligación. Él sabe que un discípulo a la fuerza vuelve infecundo todo esfuerzo y se torna mal testimonio y escándalo para los demás. Por otra parte, el seguimiento de Jesús será siempre una ardiente invitación que se finca y se responde desde el amor. ¡Cuántos somos católicos por obligación y por costumbre! ¡A cuántos nos mueve más el miedo que el amor! Pero sigue en pie el requisito, el discipulado es para el que quiera, porque aunque son importantes las cantidades, siempre será mucho más deseable la autenticidad de la fe y la coherencia de la vida.

Los siguientes pasos son renunciar a sí mismo, tomar la cruz y seguirlo. Y se vuelve punto clave y decisivo la negación de sí. Pueda parecer a los ojos de algunos, un tanto cruel, indigno, inhumano y hasta degradante tal petición. Pero Jesús no se refiere a renuncia negativa del desprecio de la dignidad y del valor que como personas e hijos de Dios tenemos; se refiere más bien a renunciar a lo que hemos hecho de nosotros mismos; precisamente a esos criterios y pasiones de las que hablamos antes, a los caprichos y expectativas que nos hemos forjado. En realidad se vuelve indispensable renunciar a sí mismo para aceptar ser según los planes del principio, según la forma y la imagen de Dios. En sentido positivo, la negación de sí mismo se puede practicar a cada momento, desde decir no al momento de ira, a la ocasión de pecar, a la posibilidad de ensuciar nuestro cuerpo o nuestra mente; decir no a la discusión sin beneficio con la pareja, a la intransigencia con los hijos, a la rebeldía con los padres; decir no a los actos que arrebatan la gracia, a las invitaciones de vicio, a la tregua de irresponsabilidad.

Todo esto es renunciar a sí mismo, todo esto es perder la vida o mejor aún, la vida que nos inventamos, quitarse del centro para estar dispuestos a tomar la cruz, no una según nuestras medidas o conveniencias, ni una que nos traiga más amargura que redención, sino la cruz de Jesús, la única que salva. Y después seguirlo. Él nos irá mostrando dónde pisar seguro y cuál brecha tomar en el cruce de caminos. Dueños de nosotros mismos y sin cruz, estamos condenados a adelantarnos y tomar el camino equivocado.

3.- TERRIBLE CONSECUENCIA

Siempre me han parecido tan claras y de suma importancia y sabiduría las palabras con que el Señor nos confronta en este pasaje evangélico. ¿Se han puesto a pensar en la sencillez de estas sentencias, queridísimos hermanos? Con esta simplicidad, Jesús nos ayuda a distinguir lo importante de lo superfluo: ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¡Es verdad! Son muchos los testimonios y los casos de personas que a pesar de tenerlo TODO, no pueden librar a quien aman de la enfermedad, del dolor, del desamor o de la muerte. La vida es una de esas pocas cosas que se pierden por dinero pero no se pueden comprar con él.

Como una brillante chispa, aparece el verdadero valor de las cosas, pues la vida, esa que es eterna, esa que Dios nos ofrece junto a Él, vale más que el mundo entero, y tristemente la perdemos o la vendemos por mucho menos.

Y si bien el Evangelio se refiere a lo según los criterios del mundo resulta apreciable, en el contexto de esta reflexión toca hasta el propio mundo que nos hemos hecho, el mundo de nuestra mentalidad y nuestros anhelos, el mundo de nuestros egoísmos y ambiciones. Por poseer y ganar nuestro mundo entero, amenazamos con perder la vida al final.

Estas pérdidas se vuelven irreversibles y aquí podemos recurrir a la imagen muy sugestiva de la hoja del árbol o a la flor que se desprende o cortamos. Por más intentos de añadirla de nuevo, de injertarla o atarla a la rama o al tallo, todo resulta inútil. ¿Qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?

Esta es precisamente la terrible consecuencia que nos advierte el Evangelio a la hora de ordenar nuestras prioridades, y entonces la renuncia, la cruz, el seguimiento, son sacrificios menores que nos alcanzan las mayores y valiosas realidades.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La página del Evangelio de este domingo concluye coronando con la venida del Hijo del hombre. Si Él ha de venir glorioso a dar a cada quién según sus obras, deseo de corazón que a todos nos encuentre en su seguimiento, dejando atrás lo que hemos construido de nosotros mismos y abrazados a la cruz de cada día.

Que nada ni nadie entorpezca nuestro camino y nos aleje del Señor que camina siempre delante de nosotros como guía y como senda.

Dejémonos encender por el mismo fuego que calcinaba el corazón de Jeremías, dejémonos seducir por el que nos seduce para nuestro bien y dejémonos vencer por el que es más fuerte que nosotros mismos.

Hago mías las palabras del Apóstol Pablo para desearles con el alma, que dejen que una manera nueva de pensar los transforme internamente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que en verdad es bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

Aceptemos a cambio la grata invitación que el Maestro nos hace cada vez y esforcémonos por encontrar la Vida que se descubre en Jesucristo, nuestro Salvador. Ánimo.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche