domingo, 14 de agosto de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO
14 de Agosto de 2011

INTRODUCCIÓN

No estamos acostumbrados a recibir un no como respuesta a nuestras solicitudes; nos satisface ver resueltas nuestras peticiones sin tanto trámite ni burocracia. Hoy el Señor nos regala una lección de paciencia, de fortaleza, pero sobre todo, de humildad y de fe; nos hace entender que la espera es a veces lo que más necesitamos para crecer en la confianza.

La escena de este domingo contrasta totalmente con el pasaje del domingo pasado, cuando escuchábamos el duro reclamo de Jesús a Pedro: “hombre de poca fe”. Hoy el Señor cambia la protesta por un halago a aquella mujer cananea, impía a los ojos del Pueblo de la Alianza, diciéndole: “mujer, qué grande es tu fe”.

El episodio evangélico embona perfectamente con el resto de las lecturas para lograr el objetivo propuesto, para descubrir el común mensaje teológico que subyace en la Palabra de este día: la salvación es para todos y se alcanza con la membresía de la fe.

En efecto, por una parte la liturgia de este domingo manifiesta con claridad la apertura de la salvación que no distingue ya según la raza, el color, la nacionalidad, sino que en el amor infinito de Dios y en su plan de redención para todo el hombre y todos los hombres, se forma un nuevo pueblo cuya carta de ciudadanía es la misma fe. Por otra parte, nos ayuda a entender la exigencia de Dios que demanda nuestra confianza en Él, con un ejemplo conmovedor y dramático de la mujer cananea que resiste el silencio y las respuestas ásperas que como fragua le purifican la fe y logra más de lo que pedía.

En el diálogo evangélico que presenciamos, descubramos cada uno nuestro lugar: como parte del pueblo redimido, oveja descarriada, perrito que busca migajas, hijo que desperdicia el pan, hombre o mujer de grande fe.

Con palabras hermosísimas, el apóstol Pablo escribe a los romanos la fidelidad de Dios: “Porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”. Nos sobraría para una reflexión completa sobre esta sentencia, sin embargo, baste con reconocer el amor profundo y fiel que Dios nos tiene, a pesar de nuestras rebeldías y pecados; no se arrepiente el Señor de amarnos como lo hace y de elegirnos para vivir eternamente con Él; no le desesperan nuestras necedades y nuestros egoísmos; no desprecia nuestra ciudadanía de impíos. En su amor, Dios se compadece de nosotros, nos aumenta la fe y nos concede siempre más de lo que merecemos.

Aprendamos a orar con perseverancia, a suplicar por los demás, a postrarnos con humildad y a recordar siempre que nuestro lugar es ser humanos, creaturas que para ser algo necesitan de su Creador.

1.- Y NO LE CONTESTÓ

Allá viene -desde no sabemos cuánto tiempo-, gritando una mujer. Es de la tierra de Canaán, de los antiguos habitantes de Palestina. A pesar de ser para los judíos una mujer pecadora por su origen pagano, se acerca impulsada por el deseo y la necesidad. A estas alturas, quién no ha escuchado hablar del profeta Jesús, el de Nazaret. Las súplicas de aquella mujer parecen caer en el vacío y los gritos parecen fundirse en el viento. Son las palabras de una madre que trae partida el alma de ver a su pobre hija atormentada por un espíritu malo. Son aquellas escenas a las que Cristo ordinariamente no se puede resistir y no puede dejar de atender con solicitud, y sin embargo, admiramos ahora algo inaudito: Jesús no le contesta ni una sola palabra.

En un primer momento, a todos nos puede parecer demasiado rudo, demasiado cruel, demasiado incoherente si estamos hablando de un profeta que ha recorrido comarcas y caseríos proclamando un reino armonioso donde se viva bajo la ley del amor; ha hablado de la misericordia de Dios y de la misericordia entre los hombres; ha hablado de generosidad y de amor hasta el extremo. ¿Cómo puede ahora, ante aquella súplica desgarradora de una madre, hacerse el sordo?

Y acaso, ¿no es la misma sensación de muchos de nosotros que oramos, que pedimos, que rezamos a Dios pidiendo algún favor, y terminamos sintiendo que no fuimos escuchados?

Quizá nosotros a diferencia de la cananea, al notarnos ignorados en nuestra petición, no hubiéramos resistido más combate y hubiéramos terminado por dar media vuelta con montón de reproches y críticas a aquel injusto y pedante milagrero. Muchos nos cansamos y nos sentimos indignados cuando parece que Dios no escucha nuestros ruegos. Sin embargo, cuando el Señor calla –lo he dicho antes-, no significa que nos ignore. Jesús sabe que no es momento de hablar, porque no quiere darle sólo la tranquilidad en ese problema si no quiere regalarle el don de la fe; Jesús tiene que aguantarse las ganas de voltear presuroso y consolar a una madre, como la suya tan querida; Jesús resiste a su compasión porque no viene a hacer milagros solamente, viene a salvar y para eso se necesita mucho más que espectáculo y premios de consolación.

Su silencio suscita no sólo la perseverancia de aquella madre, sino también la solidaridad de los discípulos, que sin detenernos en los motivos, interceden por a la mujer que los viene siguiendo. La cananea no se ha quedado parada en aquel punto donde encontró a Jesús; no se ha vencido ni ha apagado sus gritos. Ella va detrás, defraudada tal vez, cansada, afligida por el desplante pero más por el dolor del mal de su hija, pero caminando y gritando. Jesús la va llevando, la va conduciendo no sólo por aquel sendero, sino hacia la altura de fe, la que resiste, la que se funda sobre roca, la que no se alimenta de favores sino de certezas.

Sacudidos por el testimonio de esta mujer, cuestionemos nuestra perseverancia, la solidez de nuestra fe, la ambición de nuestra sed de salvarnos. Analicemos nuestra reacción cuando Dios calla, cuando nos sentimos ignorados; pensemos si nuestra oración es mezquina, si lo único que busca son caprichos o si por el contrario nos conduce al abandono, a la confianza y a la fe fuerte.

2.- POR LAS OVEJAS DESCARRIADAS

En lo que hoy ocupa la geografía de Líbano, en aquella zona limítrofe que enmarcaba el territorio de Israel, Jesús está a punto de derrumbar una frontera centenaria. El Señor quiere hacer caer un muro que se levantaba enorme y que separaba a las personas y los pueblos por una nota que no se evidencia en la piel o en la lengua, sino en los corazones. Cristo viene a traspasar la frontera de la fe y las creencias para decirnos que la salvación de su Padre es para todos. Por eso es aquella mujer del mundo pagano quien ingresa en el mundo universal de los creyentes, y se transforma en hija de Abraham porque vive y hace lo mismo que Abraham: cree.

Al ruego de sus discípulos para que atendiera a la mujer, Jesús denuncia una manera añeja de pensar y repitió lo que todo buen judío habría por lo menos considerado: la salvación es para Israel, el Dios de la Alianza es sólo para el pueblo de la Alianza. El Señor hace eco de la soberbia del judío que por compartir una raza o someterse a unos ritos, cree que merece y que ha alcanzado ipso facto, la salvación eterna.

En la estrategia, Jesús mata dos pájaros de un mismo tiro: purifica la fe de la mujer cananea y abriendo la salvación a todos, urge a sus hermanos de raza a volver a Dios. Con la valentía de aquella madre que arranca por su fe el prodigio de Cristo, les dice a los suyos la medida que ha de alcanzar su respuesta al Dios que los eligió como su pueblo.

Por lo tanto, las ovejas descarriadas de la casa de Israel tenían mucho que aprender de una pagana. Jesús viene por todo Israel que había deformado y complicado un plan que en el principio era testamento de amor, fidelidad y misericordia.

En este mismo intento podemos interpretar la exhortación de san Pablo a la comunidad de Roma, en una puesta en práctica de aquel refrán: “te lo digo a ti mi hijo, entiéndelo tú mi nuera”.

El Apóstol quiere provocar los celos de sus paisanos, celos que los apasionen por la fidelidad a la Alianza y al Reino. Puesto que la dureza del corazón de los judíos llevó a abrir la fe a los alejados, a los gentiles, espera san Pablo que la ventura de los paganos acercados a Cristo mueva a los de su raza a la conversión y por ende, a la salvación eterna.

De modo que paganos o cananeos, Dios nos está invitando a pertenecer al pueblo por la fe y las obras del corazón. Y nos interroga con fuerza, con el vigor inagotable que vive en su Palabra, para preguntarnos si con nuestra vida y testimonio somos miembros de su pueblo; si en otro tiempo estuvimos alejados de Él, qué tan cerca estamos ahora en concreto; si nos hemos acomodado a una piedad intimista que no compromete; si alcanzamos a ver que muchos “alejados” han encontrado gracia.

No rechacemos la misericordia de Dios que no se arrepiente de su elección por nosotros; como a los discípulos también Jesús hoy nos presenta a la mujer cananea para decirnos, ¡qué grande es su fe! Y que así sea la nuestra, una fe tan grande que nos conceda los deseos auténticos del corazón, que en el fondo sólo anhela vida eterna.

3.- HUMILDAD Y FE REALIZAN EL MILAGRO

No es una mujer altanera, es una mujer necesitada, que ha tocado fondo al punto de reconocer las cosas valiosas por las que vale la pena humillarse. Jesús aplica un examen de humildad, con palabras hirientes, con referencias humillantes, con alusiones a los perros, con términos que a cualquiera irritarían y ofenderían. Y aprueba el examen sobradamente. Aquella madre sabe reconocer su lugar, no exige, no grita, no alega coherencia, simplemente se postra y suplica con humildad, a fin de cuentas, es ella la que necesita de Jesús.

Pero el Señor no tiene la intención de ser grosero, en absoluto. Le está mostrando un camino mejor para encontrar las cosas más valiosas, le está sembrando la ambición que no se conforma con un simple milagro sino que busca hasta alcanzar a Dios. Entonces, aquella mujer puede pronunciar unas palabras que se enraízan en la tierra fecunda de la humildad y crecen hasta las alturas de la fe. Esa madre cananea está dispuesta a comer la gracia, las bendiciones, los milagros, que los hijos, los honorables judíos, los orgullosos miembros del pueblo santo rechazan y desperdician.

Se ha realizado el milagro, aún antes de que el espíritu malo deje en paz a su hija. Ha ocurrido el milagro de abandonarse a la voluntad de Dios; no quiere todo, le bastan las migajas de misericordia que enriquecen como ningún tesoro; ha comprendido que el famoso profeta es en verdad no sólo el hijo de David, sino el Hijo de Dios.

La fe de aquella mujer ha madurado a quemarropa. En unos cuantos versículos ha recorrido un trayecto que muchos fariseos y escribas no han podido caminar en años. Es una fe que se plasma en una oración generosa y abierta; no aboga para sí misma, sino para su hija que sufre. En esta actitud nos regala un consejo que no hemos de aprovechar en nuestra oración. La auténtica plegaria asume y presenta a Dios el dolor de todos y no sólo los caprichos de pocos.

Debemos preguntarnos con más frecuencia si en nuestra oración se encuentran presentes los hermanos o sin darnos cuenta hemos caído en una palabrería que nos pone como víctimas que hacen mitin frente al trono de Dios. Aprendamos también a sufrir por los hermanos que nos rodean. Ninguna necesidad tenía aquella mujer de padecer humillación y sin embargo es capaz de soportarlo con tal de alcanzar el favor con un ejemplo inigualable de perseverancia, como si hubiera escuchado aquella otra parte del Evangelio que aconseja a pedir sin desfallecer, a tocar para que se nos abra la puerta, a buscar hasta encontrar.

Nos queda claro pues, el mensaje que disfrutamos en este pasaje. Cuando hay fe sincera y se tienen los pies en la tierra que nos recuerda nuestra condición, los milagros suceden fácilmente. Con fe es hacedero llegar a la convicción de que Jesús es el Señor, es aprender que las migajas también sacian, es despojarnos de nuestros rezos para aceptar lo que el Señor quiera darnos…y siempre será más de lo que merecemos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Que los silencios de Dios en nuestra vida sólo logren el verdadero propósito por el que el Señor calla, no para desesperarnos ni para llevarnos al terno y a la rebelión, sino para hacernos crecer en la confianza, para que gocemos el milagro más grande de la fe. De modo que cuando Dios calle, sigamos nosotros detrás de Él gritando nuestra oración con perseverancia; sin exigencia pero sin desfallecer, con confianza pero con humildad.

No olvidemos en la vida ordinaria el ejemplo de muchos que a los ojos de los demás eran pecadores y han alcanzado bendiciones y salvación y dejemos movernos por su testimonio para que nos llenemos del deseo santo de ser parte del pueblo de Dios por la fe y por la auténtica vida cristiana en todo momento y en todo lugar.

Pidamos en este día –con intensidad, persistencia y firmeza-, que el Señor obre el milagro de acrecentar nuestra esperanza y nuestra fe y nos unja con la belleza de la humildad para que postrados podamos levantar desde la tierra nuestra mirada y ver descender desde el cielo, la misericordia de Dios que no se arrepiente de habernos hecho sus hijos. Que por su fe firme y sincera, se cumplan los deseos de su corazón.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche