lunes, 25 de julio de 2011

¡SUEÑOS QUE CAMBIAN LA HISTORIA!


¡SUEÑOS QUE CAMBIAN LA HISTORIA!

Artículo del Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal, Encargado de la Comisión Diocesana para la Pastoral de la Comunicación Socia de la Diócesis de Campeche.

«Con el Reino de los cielos sucede lo mismo que con un hombre que sembró buena semilla en su campo. Una noche, mientras todos dormían, vino un enemigo suyo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue» (Mt 13, 24-5).

Es un fragmento del Evangelio que se proclamó el pasado domingo. En esta parábola conocida como “del trigo y la cizaña”, Jesús invita a descubrir que no se puede arrancar la cizaña sin el riesgo de arrancar, junto con ella, el trigo; es decir, que no se puede condenar a una persona, sin correr el riesgo de eliminar algunos brotes de vida, de esperanza y de amor.

No podemos negar que el mal existe, pues lo comprobamos a diario, pero tampoco podemos negar que a nosotros no nos toca juzgar, pues «con nuestra mirada miope nos equivocamos con muchísima frecuencia». Únicamente a Dios le corresponder juzgar pues sólo Él conoce las intenciones del corazón humano. Nosotros juzgamos por lo que vemos, creemos saber o escuchamos que las personas dicen de los otros; juzgamos por las apariencias.

Les comparto un cuento del padre Mamerto Menapace, que habla de la capacidad de juzgar a los demás. El cuento trata de un difunto en camino al cielo, donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda.

Se acercó despacito a la entrada principal y se extraño mucho al ver que allí no había que hacer fila. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones. Quedó desconcertado cuando se percató que las puertas estaban abiertas de par en par y que nadie las vigilaba. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie respondió. Miró hacia adentro y quedó maravillado. Pero no vio a nadie. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera.

La curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Se encontró dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera. Poco a poco, fascinado por lo que veía, se fue adentrando por los patios de la Gloria.

De patio en patio, de jardín en jardín, llegó a lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. La sala tenía en su centro el escritorio de Tata Dios, y sobre él sus anteojos.

Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de echar una miradita a la tierra con los anteojos de Tata Dios. ¡Qué maravilla! Se veía todo clarito. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Todo estaba patente a los anteojos de Dios.

Entonces se le ocurrió ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. Su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria eternamente. Y al ver con claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un profundo deseo de justicia.

Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa el banquito de Tata Dios, y levantándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.

En ese momento se sintió en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los collados eternos.

Nuestro amigo se sobresalto. Trató de esconderse detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderás que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.

El pobre hombre trató de explicar balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido; él quería pedir permiso, pero no sabía a quién; le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.

- No hay nada que perdonar. Mi deseo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?

El hombre le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio justo cuando cometía una tremenda injusticia; que le había sentido un gran deseo de justicia y que sin pensar había manoteado el banquito y se lo había arrojado.

-¡Ah, no! – volvió a decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te habías puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imagínate que si yo cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.

-Vuelve ahora a la tierra. Y reza todo los días esta jaculatoria: «Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al tuyo».

El hombre se despertó, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido. Hay historias que parecen sueños y sueños que pueden cambiar la historia.