sábado, 2 de julio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
3 de Julio de 2011

INTRODUCCIÓN

Nunca estará de sobra una lección sobre humildad, especialmente cuando es una virtud que se olvida fácil y que no está de moda. Es curioso darnos cuenta que a todos absolutamente nos gusta la humildad, aunque casi a todos, también, nos gusta más en los otros que en nosotros mismos.

El reclamo por los derechos personales, por la exigencia de nuestra libertad, nos ha llevado a preferir no estar a los pies de nadie, y no nos hemos percatado que en esta dinámica se termina por poner a los demás bajo nuestros pies. Nuestro corazón es orgulloso, se endurece con facilidad, se eleva sobre todos y se defiende con uñas y dientes. No nos satisface estar a la par con los demás, nos parece insuficiente, queremos estar por encima. La humildad y la mansedumbre nos suenan a menosprecio, a debilidad, a tosquedad, a rendición…todo lo opuesto a lo que buscamos; y esta es la misma historia del principio, siendo de polvo y pretendiendo siempre ser dioses. Por ello era necesario pues, que Cristo nos recordara nuestra identidad, que nos devolviera la dicha de ser creaturas, el gozo de tener por Padre a Dios, con esta enseñanza y este reto de ser mansos y humildes como Él.

Un gran predicador decía alguna vez que esta página del evangelio personalmente le suscitaba cierta objeción, porque salvando las escenas de la pasión, Jesús no aparecía tan humilde cuando se enfrentaba a los fariseos, cuando se proclama “Maestro y Señor”, cuando se dice más grande que Moisés y Salomón, cuando confiesa que sólo Él conoce al Padre, etc. Pero fue allí cuando entendió que la humildad no es precisamente ser, sentirse o declararse pequeño, sino en hacerse. Así, no podremos negar que Jesús fue humilde, cuando dejando la gloria de su Padre se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado; cuando encarnándose pasó como uno de tantos.

El santo de la pobreza, San Francisco de Asís, en el preciosísimo Cántico de las criaturas, decía del agua: “Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua, la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta”. El agua es signo de este “hacerse humilde”, cuando siendo tan indispensable y valiosa, suele gozarse al ras del suelo y siempre corre hacia abajo, llega hasta lo profundo, toca lo más hondo, siempre desciende, lo contrario del humo o el vapor que tienden a subir.

Por esto, Jesús puede señalarse como maestro del que se puede aprender la mansedumbre y la humildad, porque nadie como Él se ha hecho poca cosa, se ha abajado, se ha hecho agua para el hombre sediento.

1.- ESCONDIDO A LOS SABIOS Y ENTENDIDOS

Son contadas las ocasiones en que la emoción y el santo júbilo, sacuden el alma de Jesús, tanto como sucede en el pasaje de hoy. La alegría de Jesús explota en una bellísima oración dirigida a su Padre, y todo porque los sencillos son los elegidos para admirar y asumir el misterio de salvación. El trozo evangélico que escuchamos, sigue inmediatamente a las lamentaciones sobre Corazaín, Betsaida y Cafarnaún, ciudades que habían contemplado los prodigios y seguían endurecidos, incrédulos. Estas ciudades de Galilea estaban enfermas de autosuficiencia y ahogadas por el peso de las tradiciones.

El corazón de Jesús halló pronto consuelo al mirar a su alrededor, muchos -pequeños y desvalidos- le seguían. Los pobres, siempre los pobres de corazón, han sido los que están prestos a descubrir a Dios en su paso por la vida; los pobres del Antiguo Testamento, los pobres pescadores del Evangelio, los pobres de corazón de hoy.

Las verdades más sublimes, los asuntos más delicados, los tesoros más valiosos permanecen ocultos y escondidos para los sabios y entendidos. En ningún momento Jesús desvirtúa la inteligencia del hombre, ni menosprecia la cultura, ni ataca por cultivarse en el conocimiento; profundizar en el conocimiento y en el amor de Dios será siempre una noble tarea; la tristeza es por los que se sientes sabios y se tienen por entendidos, por los que caen en la herejía se creer merecer la salvación por sí mismos, los que se han crecido tanto que parecen no necesitar de Dios.

Definitivamente, Jesús apunta a los fariseos y a los maestros de la ley que se enorgullecían de conocer la Escritura y se atrevían a interpretarla y ponerla sobre los hombros de los demás. El Señor se dirige a aquellos que habían hecho sinónimo de sabiduría y entendimiento, la soberbia y el engreimiento. Así, preocupados de llenar la cabeza y vaciar el corazón, los que decían ver con claridad el misterio de Dios cerraban cada vez más los ojos.

Pero también, definitivamente nos señala a nosotros, los que incluso ignorando mucha ciencia prescindimos de Dios en nuestra vida. Estos sabios y entendidos no sólo son los que conocen mucho y se confían a eso; sabios y entendidos somos todos cuando tenemos nuestras seguridades en la cabeza, en las apariencias o en los bolsillos; somos todos cuando confiamos más en nosotros mismos que en el Señor; somos todos cuando queremos ser como dioses y renegamos de ser creaturas; somos todos cuando permitimos que el orgullo, la altanería, la soberbia trunquen nuestro seguimiento a Dios; somos todos, pues, cuando buscamos aparentar más de lo que somos.

En cambio, los sencillos del Evangelio son los mismos a los que Jesús les llamó en la montaña “bienaventurados”, los que se descubren tan desprotegidos que no buscan otra tabla de salvación que al mismo Dios. Los sencillos carecen de escamas en los ojos que les nuble la visión para reconocer y aceptar la voluntad de Dios en su vida. Los sencillos poseen una sabiduría más alta que la que proporciona el entendimiento, y se llama fe. Fueron ellos, los pobres y sencillos, los que le aclamaban como el Hijo de David, los que le imploraban curación, los que lo seguían bajo el tormento del sol para escucharle y contemplar los prodigios, seguros de que el Mesías estaba entre ellos. Esta gente es verdaderamente una bendición, y por eso Jesús alaba al Padre, por las personas así, de corazón blando, sin las complicaciones que produce el pecado, sin la ceguera que los priva de la Luz. Para conocer y amar a Jesús no es preciso saber leer y escribir, porque la fe no se estudia, se vive. No estamos llamados a ser teólogos (conocedores de Dios), sino a ser santos (amados y amantes de Dios).

Guardémonos pues, queridos hermanos y hermanas, de pretender sentirnos grandes, de dominar el tema sobre Dios, de alimentar la soberbia que oscurece el brillo de la fe. Que no tengamos nuestra confianza en nada que no sea el Señor, a fin de disfrutar las cosas de la vida con la sencillez y la simplicidad de los hijos de Dios, que no pierden la paz, que no pierden la gracia, que no pierden la fe. Quizá todos debemos dar gracias a Dios porque aún hay gente sencilla que nos enseña, que nos devuelve a la sencillez de la fe, que nos dice con su vida las cosas que verdaderamente son importantes. Busquemos la sencillez del corazón para que podamos conocer a Dios.

2.- VENGAN A MÍ

Jesús visita a su pueblo en una situación concreta, en un momento determinado de su historia. Es un tiempo, como todo tiempo, donde se viven necesidades, sufrimientos, injusticias; es el tiempo del hombre, que se deja arrastrar por sus pasiones, sus intereses y sus pecados. El menesteroso buscará siempre el remedio a sus males, según sean sus carencias.

El Señor, al contemplar precisamente a esa gente sencilla que le ha sacado el gozo, alcanza a ver más allá de sus fatigas y sus indigencias exteriores, Él ve sus corazones y le apesadumbra tanto cansancio y agobio del alma. En su compasión, no puede ni quiere permanecer indiferente, y por eso el mismo se ofrece como descanso y refrigerio. Jesús abre así, de par en par, los consuelos de su misericordia a los pobres del Señor, y más aún, se propone como medicina a aquellos que sin darse cuenta, soberbios y orgullos, le necesitan. Porque, ¿quién sino ellos necesitan liberarse del fardo tan pesado de una letra muerta y de unas tradiciones estériles?

Ese “Vengan a mí”, es una oferta de amor para los sencillos y para los complicados que se resisten al abandono en Dios; para los pobres pero también para los ricos que cargan tantas cosas inútiles; para los que no tienen nada y para los que no soportan tantas preocupaciones.

¡Qué saludables y oportunas llegan a nuestros oídos esas palabras! La nuestra es una sociedad cansada, colmada de fatigas; en diversas partes del mundo surgen protestas y se desata la violencia; se negocia bajo cláusulas de corrupción y se afecta a los de por sí afectados y miserable. Nuestro mismo país ansía escuchar estas palabras, los que estamos cansados de tantas muertes, pero también de tanta impunidad; los agobiados por la lucha de poderes y de pleitos de palabras; los fatigados por las críticas mordaces a todo y a todos, sin remediar ningún mal; los hartos del peso económico, social, político…

En el Señor encontraremos alivio, así lo ha dicho Él. Y no podemos esperar como el antiguo Israel a un Mesías bélico, a un liberador con espada en mano que venga a imponer la justicia. El alivio que nos ha prometido es el mismo que nos ha regalado desde entonces, en esa única operación que soluciona los conflictos: la paz como fruto de la justicia y la humildad. En la medida en que cada uno se acerque a Él, deposite en Él los cansancios y sufrimientos, en esa medida habrá en cada corazón la paz que se necesita para que las cosas en los pueblos y naciones cambien. Al fin de cuentas nos queda claro que Él es el alivio que suplicamos, la paz tiene un nombre: Jesús.

3.- APRENDAN DE MI QUE SOY MANSO Y HUMILDE

La sentencia de Jesús habla de tomar su yugo. Para muchos, incluso bautizados, las exigencias del Señor parecen demasiado pesadas, y a cambio, optamos por tomar nuestro propio yugo pensando que es más ligero y a nuestra medida, incluso cuando por momentos nos hace sucumbir. Jesús nos propone una cosa totalmente distinta al pensamiento de cargar nuestras penalidades con valentía y ánimo. No nos pide que tomemos nuestro yugo, porque es común que sobrecarguemos su peso con tantas cosas vanas, que atiborremos de sentimientos el corazón, que multipliquemos los sufrimientos.

Es su yugo el que hay que abrazar. No decimos con esto que las exigencias para el discípulo sean fáciles, o se aminoren, más bien hay que entender que con todo y lo fuertes que sean las condiciones del discipulado, siempre serán más ligeras que lo que el mismo hombre gusta de cargar. Es tan sencillo que lo podemos ver en el decálogo, mandamientos que muchos rechazan porque piden demasiado, cuando en realidad muy diferente sería nuestra vida si no cargáramos en la conciencia la culpa de las faltas de amor, las ofensas al prójimo. Cuando Dios nos pide ciertas cosas no es para agravar el fardo que llevamos, sino para aligerar nuestras conciencias y nuestros corazones. Si tan sólo respetáramos los deseos de Dios viviríamos más felices, más libres, más plenos.

Con esto, podemos comprobar que su yugo es suave y su carga es ligera. Nada de lo que nos pide lo hacemos solos, porque contamos con su gracia y con su ejemplo, pues Él es el Maestro cuyas enseñanzas iban precedidas y sucedidas del propio testimonio. Con toda autoridad puede decir “aprendan de mí”, es decir, sean mis discípulos, porque el Maestro es bueno, porque Él es humilde y manso y no exigirá lo que no podemos dar. Los hombres podemos ser para los otros hombres, verdaderos verdugos; quien ostenta poder y autoridad puede olvidar el servicio y ejercer dominio. No lo dice de memoria, lo ha podido ver con los escribas y fariseos que cargan a los demás con lastres que ellos no tocan siquiera. No podríamos encontrar mejor guía, sino Él que es colmado de mansedumbre y de humildad.

Entonces, hemos de aprender el ejemplo, para ser también mansos y humildes como aquel que no se irrita por nuestras faltas, aunque sí le duelan; que no se desquita de las ofensas, sino que es perdón; que no devuelve mal por mal, sino responde con bendiciones y gracias para ayudarnos; que no nos desgasta con exigencias, sino que ahorra nuestras fuerzas y las repara. Él es la humildad, porque así le ha parecido bien, abajarse para rescatarnos; dejar la gloria del Padre para solidarizarse con el hombre. Humildad y hombre tienen una raíz común: humus, es decir, tierra. No somos humildes cuando olvidamos que fuimos sacados del polvo y del barro; no somos humildes cuando gustáramos dejar de ser sólo hombres; no somos humildes cuando no reconocemos lo que somos y tenemos y lo que no somos y nos hace falta; no somos humildes mientras no aceptemos la verdad de las cosas, nuestra propia verdad.

La mansedumbre y la humildad para nada significan falta de fuerza, de decisión, de valentía, por el contrario, se ocupa mucho de esto para dominar sobre sí mismo y para transformar las cosas. La mansedumbre es la humildad hacia Dios y la amabilidad hacia las personas.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Gracias Padre, porque así te ha parecido bien. Esta es la acción de gracias de Jesús y un valioso consejo para practicar. Lo que al hombre le parece bien, no siempre concuerda con lo que a Dios le satisface. Al hombre le ha parecido bien dominar al otro a toda costa; le ha parecido bien cargar en su corazón fardos inútiles y dolorosos que le dificultan el camino; le ha parecido bien alterar la paz y la armonía; le ha parecido bien crear sus propios mandamientos; le ha parecido bien dirigirse por la ira, la soberbia, la venganza, la rebeldía; le ha parecido bien usurpar el trono de Dios.

Pero al Padre, así como nos ha dicho las cosas Jesús, le ha parecido bien: dejarse ver por los pobres y sencillos, vencer el odio con el amor, dejarse encontrar a través del Hijo, liberarnos de nuestras esclavitudes, aliviar nuestras fatigas, salvarnos con un yugo suave y una carga ligera, enseñarnos con mansedumbre y humildad.

Necesitamos un corazón manso y humilde que sea capaz de confiarse todo y entero a Dios, de modo que en todas las circunstancias de la vida, en la prosperidad y en las dificultades, le demos gracias a Dios porque así le ha parecido bien. ¿O no es esto humildad para reconocer que la voluntad del Padre será siempre mejor que la nuestra?

Terminemos con aquella jaculatoria ya en desuso, pero tan urgente:
V/. Jesús, manso y humilde de corazón
R/. Dame un corazón semejante al tuyo.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche