sábado, 30 de julio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
31 de Julio de 2011

INTRODUCCIÓN

Nuestro mundo, es un mundo hambriento donde muchos pasamos necesidad: quienes no carecen del alimento del cuerpo, carecen del alimento del Espíritu.

Existe en la Escritura una hermosa oración, que reza así: Señor, no te pido que me des más de lo que necesito porque puedo olvidarme de ti; pero tampoco me des menos de lo que preciso porque por conseguirlo podría ofenderte.

Es triste cómo muchos de nuestros hermanos, cerca y lejos, han dejado de trabajar para vivir y sólo viven para trabajar. En ningún sentido queremos denigrar el meritorio esfuerzo de quienes están peleados con el conformismo y buscan oportunidades para dar a los suyos un mejor estilo de vida; tampoco nos referimos a quienes se desgastan por quitar el hambre del vientre de sus familias. La congoja viene más bien por quienes se han cegado por la ambición y no tienen en sus expectativas sino el acumular. La ambición tiene extremos, al punto de que teniéndolo todo, hay quien prefiere necesitar todo, incluso de lo dignamente humano, atentando contra su salud, contra su sana alimentación, y no se diga contra la caridad y generosidad. Muchas veces, por saciar y almacenar alimentos y bienes para el cuerpo, se descuida la atención por proveer los del espíritu. Tener los bolsillos atestados de oro no es sinónimo de un alma bien nutrida.

No estamos a favor de quien se aleja de Dios con el pretexto –entiéndase así, sólo pretexto-, de que tiene que trabajar, de quien no tiene tiempo por tanto por hacer, de quien se satura de compromisos y actividades; pero tampoco de quien sólo quiere estar en el santuario de Dios, pero se olvida de sus responsabilidades e incumple sus compromisos familiares, laborales y sociales. Lo cierto es que Dios nos quiere para Él pero sin desenraizarnos de nuestras circunstancias; nos quiere suyos pero tomando en serio nuestra vocación de ser sal y luz para los demás. Pertenecerle al Señor es nuestra identidad más profunda, así que hemos de procurar como el Apóstol Pablo, que nada ni nadie nos separe del amor de Dios, ni la escasez ni la abundancia; ni el hambre ni la saciedad; ni el trabajo ni la pereza; ni la lejanía ni el espiritualismo.

Reconozcamos cada uno nuestras propias hambres y procuremos saciar aquellas que se llenan con eternidad y con gracia. Que al fin, al Buen Dios no le interesa darnos lo que pedimos sino lo que necesitamos. Que nuestros pasos se dirijan a Él, el que invita a los que tienen sed, a los que carecen de dinero, a recurrir a su misericordia para ser colmados; Su alimento no tiene igual con las golosinas en que nos empeñamos, sus platillos son sustanciosos. Comamos hasta la hartura de su Palabra y su Eucaristía, siempre. Isaías nos muestra el menú de la Palabra Divina: Escuchen atentos y comerán bien…sellaré con ustedes una alianza perpetua, dice el profeta en la primera lectura. Comamos el Pan de la Palabra que nutre a quien le escucha con el corazón atento; comamos del Pan de la Eucaristía, memorial de la nueva alianza, que nutre al que lo recibe con el corazón lleno de fe y bien dispuesto con la gracia.

1.- JESÚS MISERICORDIOSO

Jesús aparece como un Dios compasivo. Le embarga sin duda el dolor por la muerte del Bautista, y tal vez no puede evitar la confusión y tristeza ante la decisión de los fariseos de acabar también con Él. Empero, al Señor no le paraliza ni la tristeza, ni el dolor, ni la precaución, es capaz de salir de sí para socorrer a quien aún a su lado, le necesita.

Su intención al retirarse a un lugar alejado no es tenderle una trampa a la gente sencilla. Quizá ni se imagina que muchos le siguen por tierra desde los diferentes pueblos. Y al desembarcar, ve a aquella muchedumbre que le mueve el corazón. Jesús siente com-pasión, es decir, puede mirar los rostros y puede contemplar los corazones que sufren enfermedad, hambre y pecado, y puede sufrir con ellos.

Nos cuestiona a nosotros el testimonio de Jesús para medirnos en el alcance de nuestra caridad; hasta dónde somos capaces de dejar por momentos de pensar en nosotros mismos y en nuestros problemas para ayudar al prójimo; si podemos sentir compasión con el que sufre en su alma o en su cuerpo; hasta qué punto somos aún sensibles al dolor de los demás o si nos hemos acostumbrado y somos indiferentes ante la miseria ajena.

2.- DENLES USTEDES DE COMER

Los discípulos en esta escena se parecen a muchos de nosotros, que no nos gusta tanto comprometernos en asuntos de otros, por mil motivos, desde la pereza hasta la decepción de una recompensa de ingratitud. Se parecen a los que preferimos buscar culpables lejos de nosotros; a quienes nos despreocupamos asegurando que remediar los males es tarea exclusiva de los gobernantes y de la gente altruista. Muchos quisiéramos decirle a la gente que se vayan a buscar algo de comer, que cada quien se satisfaga sus propias necesidades, que no es asunto nuestro porque tomamos alcanzar para nosotros; muchos quisiéramos atosigar a las autoridades exigiendo que resuelvan el problema del hambre y termine la miseria en la nación y el mundo.

No podemos ignorar que una actitud así no pocas veces es movida por la ambición y la falta de generosidad; el asfixiante egoísmo que nos oprime nos dicta estas reglas de conducta; exigimos soluciones de otros mientras nosotros almacenamos lo que a otros pertenece. Un santo padre de la Iglesia afirmaba que el segundo abrigo y el otro par de calzado que no usamos, no son nuestros, sino de los pobres que pasan necesidad y frío.

La respuesta de Jesús sorprende. No es la postura de algunos políticos y demagogos que apuntan todas las peticiones de las personas o las dictan a sus asistentes, para enseguida deshacerse de esas notas; Cristo no quiere quedar bien con nadie, no pretende comprar votos, no busca meter en apuros a sus discípulos encargando una tarea imposible. Al Señor únicamente lo mueve la caridad; su objetivo no es poner en conflicto a los suyos sino aumentarles la fe y la confianza; pretende hacer un llamado fuerte a la responsabilidad social.

Denles ustedes de comer son palabras también para los hombres y mujeres de hoy, los que podemos afligirnos por las imágenes de pobreza y carestía en lugares de guerra o de mayor injusticia en la distribución de los bienes de todos, pero no somos capaces de dividir nuestro pan y darlo al menesteroso.

Es un estirón de oreja para los que queremos lavarnos las manos de las responsabilidades sociales, y nos sentimos cómodos echando en cara a otros su ineptitud para remediar el problema. Denles ustedes de comer, es lo mismo que tú y yo recibimos este encargo del Señor, de dar de comer pan, o ánimo, o esperanza, u oportunidades a los que alrededor o un poco más lejos, está sufriendo el hambre y la miseria.

Preguntémonos hasta dónde llega, en lo concreto de las obras, nuestra responsabilidad en eliminar el hambre de la humanidad; cuestionémonos si conocemos la vasta doctrina de la Iglesia en este tema y si nos dejamos formar en nuestra conciencia con la verdad del Evangelio meditado por el Magisterio; hasta dónde vivimos con la seguridad de que los bienes del mundo son patrimonio de todos los hijos de Dios, como declaran las encíclicas sociales.

3.- MÁS QUE SUFICIENTE

A duras penas, cinco panes y dos pescados es la reserva de los discípulos. ¿Qué es eso para tantos? Quién sabe si sería suficiente siquiera para los discípulos y el Maestro. Lo que podría parecer una necedad, se convierte en un milagro, estamos ante el milagro que obra la generosidad.

Hubo un corazón dispuesto y generoso para compartir lo que tenía. El Evangelio no rescató el nombre de aquella alma generosa, y eso lo hace más excelente, porque la recompensa no la recibirá en fama sino en salvación. Pero hubo alguien que no corrió a esconderse para saciar su propia hambre con lo que su trabajo le había procurado, ni quiso reservarse egoístamente lo que legítimamente le pertenecía. Sus manos se extendieron y le presentaron al Señor aquellos cinco panes y dos pescados que eran más que suficientes.

Esta es la verdad que descubrimos en el trozo de Evangelio de hoy: nuestra caridad y generosidad, siempre será suficiente para acabar con la pobreza. Nuestra ofrenda no se mide en cantidades, ni por la denominación del billete en el cesto de la limosna, se mide más bien por el desapego a los bienes -que como dice en otra parte del Evangelio-, tan llenos de injusticias nos han de ayudar a ganar amigos que nos reciban en el cielo; se mide por la largueza a la hora de encontrarnos con el pobre y necesitado; por la esplendidez con que podemos ayudar a las iniciativas que con fines sinceros se dedican a poner por obra la caridad.

No nos confundamos, queridos hermanos y amigos, el milagro no es la multiplicación de los panes y los pescados, el verdadero milagro es el de la caridad y la generosidad, el milagro es la transformación de un corazón que es capaz de compartir.

Sería bueno preguntarnos ahora cuánto tenemos en tiempo, en talentos, en bienes, en palabras, y cuánto hemos reservado para nosotros y cuánto nos hemos atrevido a poner en las manos de Jesús, para que Él lo multiplique.

A MODO DE CONCLUSION

Imitemos a Jesús, el que ha salido del Padre para nuestro bien; el que sale de sus propias preocupaciones movido por la compasión; el que sale cada vez a nuestro encuentro en el Banquete Eucarístico, y seamos capaces de romper nuestros obstáculos egoístas para salir en auxilio de nuestros hermanos.

Hagamos nuestra la responsabilidad de quitar de nuestros ambientes, el monstruo del hambre y la necesidad en todas sus manifestaciones, en llenar no sólo los estómagos vacíos, sino también los corazones que se han quedado huecos o desconsolados.

Que seamos capaces de sacar de nuestras alforjas los cinco panes y dos pescados y que Dios realice en nosotros el milagro de la caridad y de la generosidad, ese milagro que sucede en el corazón del hombre y que tiene la fuerza de acabar con los males del mundo.

Que quienes sintamos sed o estemos desvalidos sin lo necesario para comprar trigo, vino y leche, nos acerquemos a la misericordia del que nos ha amado para ser colmados de eso que carecemos: paz, tranquilidad de conciencia, caridad, fe y grande esperanza. Que nada ni nadie nos separe del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche