lunes, 13 de junio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO DE PENTECOSTÉS


DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
12 de Junio de 2011

INTRODUCCIÓN

En ninguna parte, y por ninguna razón, se suele celebrar una fiesta tan extensa como esta fiesta grande de los cristianos, de la Pascua del Señor. Cada año, cincuenta días se vuelven uno solo de alegría y regocijo, y con sobrado motivo, pues se desvela el futuro que nos aguarda, se manifiesta la derrota de nuestros mayores enemigos como son la muerte y el pecado, se asegura la esperanza de la vida eterna y se abren de nuevo las puertas del cielo. Todo esto sin contar el infinito amor expresado en la cruz y el valor redentor que cobra el sufrimiento.

La solemnidad de Pentecostés que celebramos hoy es el broche de oro que culmina las fiestas pascuales y nos introduce en la vivencia cotidiana y permanente de los frutos de este tiempo fuerte.

Pentecostés, que recupera la memoria de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, infundiéndole identidad y misión, es sólo manifestación pública de la acción del Espíritu que está presente desde el principio de la historia de salvación en la Creación y permanecerá hasta su plenitud en la Parusía. Es, a su vez, el cumplimiento de la promesa del Señor de no dejarnos en la orfandad, de enviarnos al Consolador quien nos explicará los misterios y nos santificará en la verdad.

Pensar en una Iglesia sin la asistencia eficaz del Espíritu Santo es tan estéril como pensar en un cuerpo sin alma, sin vida. Y aún así, para muchos cristianos, sigue siendo la tercera persona de la Santísima Trinidad el Gran Desconocido.

Como preparación a la celebración del Gran Jubileo del año 2000, el ahora Beato Juan Pablo II nos invitaba a dedicarle todo un año al conocimiento y adoración de cada una de las Tres Divinas Personas. Sin embargo, nos ha quedado claro que de poco sirve profundizar en el conocimiento del Espíritu Santo si no se le permite actuar en nosotros y si no nos disponemos a vivir según sus inspiraciones.

En la liturgia de la Palaba de esta solemnidad se descubren las grandes acciones de Su presencia en la vida del hombre renacido como hijo de Dios: lo transforma en testigo valiente (1ra. lectura); lo incorpora como miembro del Cuerpo místico de Cristo con gracias al servicio de la comunidad (2da. lectura); y lo hace continuador de la misión de Jesús, que es salvar desterrando el pecado (Evangelio).

Que sea este domingo la ocasión para un nuevo Pentecostés que nos renueve y rejuvenezca la Iglesia y que nos convierta en auténticos y creíbles discípulos y testigos del Señor Resucitado. Esta sería la manera ideal de celebrar la fiesta de hoy, dejando actuar a Aquel a quien confesamos como Señor y Dador de Vida, regalo del Padre y del Hijo, honrado y glorificado en ambos, como un solo Dios Verdadero, que continúa en constante diálogo con el hombre a través de los profetas, de la intimidad orante y de los signos de los tiempos.

1.- LA RENOVACIÓN DE UNA FIESTA

Pentecostés ya existía, antes de nuestro Pentecostés. Entre las grandes fiestas del pueblo judío figuraba ya celebración de la fiesta de las cosechas, de la siega, a cincuenta días de la Pascua. De ahí el “pentecostés”, también conocida como la fiesta de las Semanas. Su existencia es atestiguada en textos como el de Tobías en el comienzo del capítulo 2, y su mandato litúrgico en el libro de los Números, capítulo 28, 26ss: “El día de las primicias, cuando ustedes presenten al Señor la ofrenda nueva, en la fiesta de las Semanas, tendrán asamblea litúrgica y no harán trabajo alguno. Ofrecerán como holocausto…”

Es cierto que para el autor del cuarto evangelio, según San Juan que escuchamos en este ciclo, la venida del Espíritu Santo tiene lugar el mismo día de la Resurrección, como pretendiendo dar razón de que el don inefable del Espíritu nos llega como fruto de la Pascua, que brota del costado abierto del Salvador. Por su parte, Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles lo enmarca a los cincuenta días, durante la fiesta de Pentecostés, como pretendiendo, a su vez, señalarnos hacia donde nos conduce el Espíritu, hacia los confines de la tierra, con la manifiesta apertura a la universalidad representada en las diversas lenguas. Bajo la delgada capa de disonancia que pudiera percibirse entre ambos textos, se constata una bellísima complementariedad: el Espíritu Santo es el principio de la vida nueva, de la re-creación a partir del Resucitado, y es principio de unidad y catolicidad en la misión de la Iglesia.

Un mensaje más que encierra el hecho de situar durante esta fiesta la venida del Espíritu es en lo referente al nuevo significado que el mismo pueblo le había dado, al recordar y agradecer la Ley recibida en aquel monte santo, sello de la alianza de Dios con su pueblo.

Todo esto para hacer notar una nueva ley, la del Espíritu que viene a regir la vida del creyente, que no establece prácticas vacías que no salvan, sino la práctica del amor en el que seremos juzgados; que no se escribe sobre la dureza de la roca, sino en la blandura del corazón que busca a Dios; que no representa una carga y un fardo difícil de llevar, sino la verdadera liberación de los hijos; que no es letra que mata, sino Espíritu que da vida.

Con todos estos contenidos, podemos reconocer a Dios Espíritu Santo como en la fiesta de las Semanas, la Primicia del Resucitado, como el tiempo de dar frutos, como la hora de la cosecha. Y como en la fiesta de la promulgación del decálogo, lo reconocemos como la plenitud de la alianza, como la nueva y grande Ley.

2.- RECIBAN EL ESPÍRITU SANTO

El mismo día de la Pascua, el Señor cumple su promesa. Y en aquella casa, encerrados bajo llave por miedo a los judíos, acontece el pentecostés joaneo. En las dos narraciones, la de Juan y la de Lucas, encontramos un elemento común: se han acobardado los discípulos. El miedo ante la suerte de su Maestro los ha entumecido. Pero si el Señor está vivo, entonces todo lo que había dicho era verdad, y no quedarían solos porque vendría el Consolador.

De muchas maneras se ha representado a la Tercera Persona de la Trinidad, pero ninguna tan sugestiva como la forma que se manifiesta hoy. El viento, un soplo, nos muestra con claridad la presencia y la acción de Dios Espíritu. Sabemos por experiencia que el viento existe porque le sentimos acariciarnos o lo contemplamos mecer las cosas a nuestro alrededor, y sin embargo no somos capaces de identificar su forma, o su color, o advertir su origen ni su destino.

Del mismo modo es el Espíritu de Dios, que no sabemos de dónde viene ni a dónde va, que no identificamos forma ni materia en Él y a pesar de eso, sí podemos sentirle.

La otra imagen usada por los Hechos de los Apóstoles descubre una parte más de su acción, ya que el Espíritu es fuego que abraza, que enciende, que hace arder.

Jesús no impone, invita: Reciban el Espíritu Santo. Sólo en el corazón que se abre libremente a la acción de Dios, puede morar como en templo vivo el Espíritu que santifica. Es el momento en que nace la Iglesia, no como una estructura de poder, ni de mera organización monopólica; no como invención del hombre -y menos de esos temerosos pescadores-, ni como un complejo distribuidor de ideologías y doctrinas. Es el nacimiento de una Comunidad Creyente, dócil a la fuerza de su Señor, sin más misión que la que recibió de lo Alto.

3.- VEN ESPÍRITU SANTO

Cuentan un relato sumamente simpático que se aplica perfecto a la reflexión de hoy. Resulta que a inicios del siglo pasado, una familia italiana emigró hacia América del Norte en busca de una vida mejor. Sin embargo el trayecto era largo, de modo que compraron los boletos, empacaron el pan y el queso que pudieron, y emprendieron el viaje. Como pasaban los días, el pan se endurecía y el queso se hacía mohoso. El hijo de aquellos esposos comenzaba a desesperar porque estaba cansado de comer ese alimento rancio. Así que los papás desembolsaron del poco dinero que les quedaba y lo dieron al hijo, de modo que pudiera tomar una comida decente en algún restaurante. Al poco rato le ven regresar, con lágrimas en los ojos. La sorpresa los llevó a reclamarle que era un ingrato, pues viendo aún el sacrificio, todavía lloraba. Más se sorprendieron al escuchar el motivo del llanto: el boleto de pasaje incluía las comidas durante el trayecto y ellos se habían conformado con comer pan duro y queso oxidado.

Tal pareciera que los cristianos de ahora, hemos olvidado que desde el bautismo fuimos consagrados como templos del Espíritu y que permanentemente Él vive en nosotros. Parecieran indispensables los movimientos centrados en la adoración del Espíritu Santo a fin de darle cabida en nuestra vida y dejarle actuar. Pareciera que el viento ha dejado de soplar y el fuego se ha extinguido, pero no porque el Espíritu Santo haya dejado de ser eficaz, sino porque quizá, no lo hemos querido recibir, ni nos hemos dejado moldear por Él.

En otras palabras, aludiendo al relato, nos hemos conformado con comer pan y queso rancios, cuando en realidad podemos disfrutar del banquete de dones y gracias que nos regala el Espíritu.

La bellísima secuencia que hoy escuchamos antes del Evangelio nos pone el menú sobre la mesa y nos llama la atención sobre cuánto hemos dejado de saborear los manjares del Espíritu:

Desesperados y cautivos de las tinieblas del pecado y extraviados en la noche de nuestra maldad, Él es luz que ilumina.
Empobrecidos y miserables cuando ponemos el corazón en las cosas pasajeras, Él es el dador de todos los dones.
Tristes y acongojados por las fatigas y los desalientos de la vida, Él es consuelo y huésped dulce y pacificador.
Cansados y agobiados por el trabajo y por las vicisitudes de cada día, Él es descanso, refrigerio y alivio.
Oprimidos por nuestros pecados, retorcidos por nuestras debilidades, confundidos por nuestras inclinaciones, Él es liberador, purificador y el que colma de alegría sin fin.

La humanidad, la Iglesia entera, ansían un nuevo pentecostés que reencienda los corazones con Espíritu divino, que nos devuelva valor para ser testigos audaces y creíbles, para liberarnos todos de las ataduras del pecado, para que fluya el viento que todo lo renueva y devuelva a los que somos hijos por adopción la nitidez de nuestra semejanza con el Padre. Nuestra súplica no puede ser otra, ni más insistente, que gritar hoy y siempre: ¡Ven, Espíritu Santo! Porque lo necesitamos, porque le amamos, porque somos su pertenencia.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Queridos hermanos y hermanas, con la celebración de Pentecostés se clausuran las fiestas de la Pascua del Señor, pero no olvidemos que al mismo tiempo, inaugura y rememora cada vez el comienzo de la Pascua de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, como aquella columna que custodiaba al Pueblo a través del Mar Rojo.

La Iglesia y la vida del cristiano, sin la presencia y la docilidad al Espíritu de Dios, con todas sus estructuras, o con un raudal de prácticas externas, se asemeja a un vehículo sumamente cuidado, lustrado e impecable –si ustedes quieren-, pero que al levantar el cofre descubrimos que no tiene motor. Precisamente el Espíritu Santo es el motor que da vida, que mueve a la salvación, que enseña a obrar el bien, que hace en nosotros lo que mejor sabe hacer: Santificar.

Quiero concluir con algunas peticiones que podemos elevar hoy como la ocasión perfecta: Que vivamos sometidos a la dulce Ley del Espíritu y conformemos nuestra vida según sus inspiraciones; que recibamos al Espíritu con aquellas condiciones de los profetas, un corazón nuevo a fin de que se infunda en nosotros un espíritu nuevo; que perseveremos en el cenáculo de la oración como discípulos, en compañía de la Virgen María, aguardando un nuevo Pentecostés que nos despierte, que nos ponga en marcha, que enardezca nuestro corazón y nos dé valor de ser sus testigos.

Que el Señor nos conceda hoy reavivar el don recibido en el bautismo y dejar que surtan su efecto en nosotros sus siete sagrados dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, para que seamos santos, como Él es santo.

¡Ven Espíritu Santo y renueva en nosotros la gracia del bautismo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche