sábado, 5 de marzo de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO
6 de Marzo de 2011
 
Queridos hermanos y amigos: Entre muchas cosas que nos alarman en estos tiempos, nos preocupa profundamente el deterioro de la fe y la anémica vida cristiana de muchas de nuestras comunidades. Pareciera que sutilmente cedemos al destructivo proyecto de la modernidad de expulsar a Dios de la vida. Y tal vez, incluso nosotros, como discípulos, hemos colaborado para que la fuerza del Evangelio se debilite, y para que la Iglesia y la fe que ella custodia y trasmite se vuelva inaceptable, increíble. Cada vez, pierden contenido nuestras palabras; cada vez, el anuncio se vuelve discurso; cada vez, suena más hueca la profesión de nuestra fe. Afortunadamente, el Señor nos dirige su Palabra este domingo, para advertirnos del peligro de la palabrería que no se acompaña de la vivencia de la voluntad de Dios.

Del Evangelio según san Mateo 7, 21-27:

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No todo el que me diga: '¡Señor, Señor!', entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Aquel día muchos me dirán: '¡Señor, Señor!, ¿no hemos hablado y arrojado demonios en tu nombre y no hemos hecho, en tu nombre, muchos milagros?' Entonces yo les diré en su cara: 'Nunca los he conocido. Aléjense de mí, ustedes, los que han hecho el mal'.

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a un hombre prudente, que edificó su casa sobre roca. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa; pero no se cayó, porque estaba construida sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica, se parece a un hombre imprudente, que edificó su casa sobre arena. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos, dieron contra aquella casa y la arrasaron completamente"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Este es el último domingo antes de entrar en el tiempo fuerte y especialísimo que nos dispone -con el arrepentimiento y la conversión-, a experimentar en nosotros la Pascua del Señor. El miércoles próximo inauguramos la Cuaresma, como un camino transformador. Pero no podemos adentrarnos en un ciclo nuevo, sin cerrar y hacer rendir el anterior. Por eso, como conclusión del texto de San Mateo que nos ha conducido durante los cinco domingos precedentes y nos ha anunciado las bienaventuranzas, la llamada a ser sal y luz, la novedad de la ley de Cristo y su sublime estatura, la opción por el amo a servir, termina por prevenirnos del grave peligro de hablar y saber, sin mover un solo dedo para ponerlo todo en práctica.

Este sería el punto fundamental del mensaje de hoy. La Palabra de Dios no sólo nos interpela, sino que exige una respuesta. No se vale conocer el texto, memorizar incluso los versículos, tener conciencia de las implicaciones vitales que acompañan a las enseñanzas de Jesús, y permanecer ajenos, como espectadores del drama que vivimos hoy, de la incoherencia entre nuestras palabras y nuestras obras.

Sabemos que no es un peligro nada nuevo. En el libro del Deuteronomio, que es una relectura de la primera ley, las palabras puestas en boca de Moisés ya revelan la necedad del corazón del hombre, por eso no se conforma con pedir que la Palabra del Señor sea grabada en el corazón y el alma sino que llama a esforzarse por cumplir precisamente esos mandatos de Dios.

Si contemplamos los signos de nuestros tiempos tenemos que reconocer con humildad que como discípulos de Cristo nos falta mucho por hacer a fin de que la fe sea una convicción transformadora que atraiga por su propia fuerza a los que están lejos. Cuestiona sobremanera la fragilidad de nuestra confianza en la providencia de Dios que nos lleva a buscar nuestras seguridades; cuestionan los templos llenos y los grupos apostólicos vacíos; cuestiona la contradicción de nuestro actuar en la Iglesia y fuera de ella; cuestiona la falta de experiencia personal de Dios en nuestra vida que nos hunde en la indiferencia y en la búsqueda de formas falsas de bienestar; cuestiona la considerable cantidad de maestros de religión y la escasez de testigos creíbles; cuestiona que la pregunta sobre la existencia y la presencia de Dios en la vida de los hombres importe cada vez menos; cuestiona que quienes nos decimos católicos reducimos nuestro compromiso a decir "Señor, Señor".

1.- NO TODO EL QUE DIGA

Queridos hermanos, meditar con sencillez de corazón y profundidad de intención la Palabra de Dios conlleva un estremecimiento que nos desinstala y nos incomoda. Hasta ásperas pueden sonar las palabras con que inicia el Evangelio de este domingo, descartando por supuesto que se trate de un discurso que declare inútil la oración, la súplica, la invocación del poder del Señor. Precisamente, el reclamo se encamina a quienes se conforman con esto y se olvidan de las consecuencias en la vida. No se denuncia una falla en la doctrina, sino en la práctica.

"No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino". Y es que clamar a Dios, solicitar su ayuda, dirigirnos a Él está bien, pero no es suficiente, a los sumo es lo mínimo y lo más cómodo. No basta con decir ¡Señor, Señor!, y a muchos se nos olvida. También los hombres y mujeres de hoy nos contentamos con invocar el nombre de Dios, nos parece bastante con arrodillarnos unos segundos y recitar rápida y distraídamente una memorizada oración, creemos que nos pasamos de generosos cuando rezamos todo un rosario o nos hicimos el tiempo de ir a Misa ofreciendo más el sacrificio que el gusto y la provechosa necesidad de participar. Somos muchos los cristianos que no pasamos de decir ¡Señor, Señor! Y lo más triste es que pretendemos pasar por buenos a los ojos de los demás y creemos merecer que Dios complazca nuestras peticiones a la voz de ya.

De verdad, qué bueno que sabemos y hacemos lo posible por orar, por estar con Dios, por invocar su Nombre, pero qué amargura estancarnos en la pasividad y limitar la fuerza de la fe a mera palabrería. Por eso, el mismo Cristo nos señala lo que sigue, la exigencia que comporta creer en Dios, el paso siguiente: "Si no el que cumpla la voluntad de mi Padre". Y es verdad, en la voluntad del Padre es que oremos y recurramos a Él, pero no sólo eso.

Dónde queda entonces la voluntad de Dios de que nos amemos mutuamente y como hermanos; dónde queda su voluntad de que sepamos compartir con el indigente y no apegarnos a las cosas de este mundo; dónde queda su voluntad de expulsar del corazón los malos sentimientos y odios; dónde queda su voluntad de que demos frutos de salvación; dónde queda su voluntad de que nos confiemos a Él y seamos fieles incluso en medio del dolor; dónde queda su voluntad de que seamos santos y perfectos como verdaderos hijos suyos. Porque Su voluntad última es que todos los hombres se salven y lleguen a tener la verdad aceptando a su Hijo Jesucristo. Son palabras, son conocimientos, son verdades que tienen que vivirse, que tienen que traducirse en obras.

Tal vez sea nuestra voz la que parece decirle al Señor: hemos hablado, hemos arrojado demonios, hemos hecho milagros en tu nombre, pero es la misma voz que enmudece cuando reconocemos que hemos hecho el mal. Más aún hermanos y hermanas, quizás nuestra conciencia no nos asalte tanto porque pensamos que no hemos hecho mucho mal, pero quizás sintamos más grave el asunto si nos preguntamos si hemos hecho el bien. ¡Que la salvación no depende de no hacer cosas malas, sino de empeñarnos en vivir el amor, es esta la voluntad del Padre!

2.- SOBRE ROCA O ARENA

Jesús sabe de lo que habla. Para la gente que le escucha le son familiares las imágenes que utiliza para armar su parábola. En una región de peñascos y arenas, nada más fácil de comprender que estos ejemplos. Más de alguno había sido testigo de cómo los caudales de agua podían arrasar con las casas que edificaban en los valles arenosos, a sabiendas del riesgo. Siempre sería mejor construir sobre la firmeza de la roca, que sobre la inconsistencia de la arena.

Pues estos paisajes de la vida ordinaria funcionan de trampolín para hacer más comprensible una verdad más grande e importante. En una narración casi simétrica el Señor descubre la suerte del prudente y del necio, y son justamente las diferencias las que transmiten la enseñanza: poner o no en práctica sus palabras, hacen al hombre prudente o insensato según el caso, y se advierte perseverancia y fortaleza para uno, y destrucción para el otro.

Mirando bajo la tinta de las palabras descubrimos que el texto no es otra cosa sino la delación de la experiencia humana. Todos vamos construyendo día a día nuestra casa, nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra fe, nuestros sueños y proyectos, y podemos edificar a partir de lo que nos dicta la fe y la verdad del Evangelio o prescindiendo de esto. La bonanza no es permanente, se intercala con cataclismos y las alegrías se mezclan con las amarguras. Y es entonces cuando reconocemos que es cierto que en el camino se desatan los vientos, nos azotan las tormentas, nos inundan las lluvias y todo lo que esto significa: las dificultades, las decepciones, la enfermedad, las desavenencias, las frustraciones, las desesperanzas, la falta de fe, la indiferencia, la incredulidad y los egoísmos.

Si hacemos lo que dicta la prudencia, habrá que hacer nuestras las palabras de Jesús, confiarnos al poder de Dios, vivir en la voluntad de nuestro Padre, recelar de nuestras solas fuerzas, y nutrirnos de la fe convencida, de la esperanza sólida y de la caridad eficaz y podremos probar que nuestra vida no se derrumba, que hemos edificado sobre roca, más aún, sobre la Roca que es Cristo. Y podrán venir las tormentas de la vida y sin embargo permanecer en pie porque esta es la suerte de quien ha escuchado todas las palabras del Señor y ha vivido las bienaventuranzas, ha sumido la ley grande del amor, es sal y luz de este mundo y se ha vuelto servidor de Dios.

Pero si desentendidos hemos edificado sobre arena, es en vano esperar firmeza. No es culpa de la arena ser blanda y deleznable, es culpa de nuestra necedad hacernos sordos a la voz del Señor, y peor aún, resistirnos a vivir conforme a su mensaje. Vendrán las lluvias y se soltarán los vientos y estaremos demasiado débiles y ocupados en nosotros mismos como para salir victoriosos contra los embates de la vida. No nos alcanzan nuestras fuerzas, ni nuestros caprichos bastan para mantenernos con la suficiente esperanza y alegría de seguir viviendo.

Esta parábola es una manera diferente de decirnos lo mismo, no podemos contentarnos con escuchar estas palabras Suyas y dejar de ponerlas en práctica: no entraremos en el Reino de los cielos, no podremos resistir a la destrucción. La pregunta que nos lanza este trozo del Evangelio no es otra sino reflexionar en dónde estamos construyendo nuestra vida, ¿sobre roca o sobre recebo? ¿palabras y obras o sólo arena?

3.- LA FE Y LA LEY

Ante la repetida insistencia y necesidad de unir las palabras y la obras, la fe y la vida, la oración y la actuación, la contemplación y la acción, el pasaje de la carta a los romanos que escuchamos en la segunda lectura puede parecer contradictoria. Con determinación, el autor asegura que "el hombre es justificado por la fe y no por hacer lo que prescribe la ley de Moisés".

Este es un texto que sirvió como detonador para el pensamiento de Lutero que terminó en una dolorosa ruptura en la Iglesia. Entonces en qué quedamos, ¿fe y obras o sólo la fe?

Devolviendo la frase a su contexto original recordamos el fanatismo que consumía a algunos judíos que ponían toda su confianza en el mero sometimiento a la letra de la ley mosaica. La situación de las primeras comunidades cristianas que se veían atacadas, desde dentro y desde fuera, por los judaizantes, requería de una liberación puesto que para algunos, estos preceptos se habían vuelto rancios y estériles y en nada incidían en su forma de vivir.

De esta realidad se desprende la carta a los romanos y el contenido central: la gratuidad de la salvación y la justificación por la fe. El modo perfecto de responder y asumir el don gratuito de la salvación en Jesucristo es mediante la fe que nos justifica. La denuncia de Pablo no es contra las obras nacidas de la fe, sino contra las obras legalistas y soberbias que pretenden alcanzar por sí mismas la justificación ante Dios. No es la salvación, pues, ningún mérito personal o el premio logrado por el mero cumplimiento de las letras de una ley o el aval de la autosuficiencia espiritual o el voluntarismo.

La justificación es un don de Dios, dice el Apóstol, que exige la fe. Así consideramos valedera la afirmación de Pablo, pero en nada contradictoria a las palabras del Evangelio. No es el cumplimiento de la ley de Moisés, sino las obras de la fe que actúa por la caridad. El cristiano queda libre de la ley mosaica pero ahora se encuentra inmerso en la ley del espíritu de Cristo, que es mucho más profunda, más fresca, más exigente y más eficaz.

No podemos hacer de la cuestión una disyuntiva sino una conjunción. No versa sobre la fe o las obras, sino ambas. En la dinámica de la fe cristiana no es lícito perder de vista el don amoroso y gratuito de Dios que nos salva pero tampoco podemos olvidar la respuesta práctica y concreta con que hacemos visible y real la conversión del corazón y la fidelidad de nuestra voluntad.

La fe que obra por la caridad, las palabras puestas en práctica, la oración y el empeño en hacer la voluntad de Dios es lo que salva, es el mensaje de Jesús en el Evangelio y la exhortación de Pablo en la segunda lectura. Estemos en constante vigilancia para no dividir infructuosamente lo que profesamos de lo que vivimos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Confrontarnos con la voz de Dios en su Palabra es una ocasión más para admirar su misericordia y su fiel presencia. Si tenemos la oportunidad de evaluarnos, de examinar con humildad nuestra conciencia, podemos descubrir que también tenemos la oportunidad de enmendar nuestros caminos, de revisar los cimientos de nuestra casa, de poner en práctica la Palabra que cada vez recibimos y de vernos impulsados a decir '¡Señor, Señor!' mientras nos esforzamos por cumplir la voluntad de nuestro Padre del cielo.

Quiero aprovechar esta hora de nuestro tiempo para sumarme al esfuerzo que sociedad, gobierno e Iglesia manifestamos a favor de la familia, justamente en este día nacional dedicado a ella, y adelantarme un poco al día 8, dedicado internacionalmente a la mujer. Cualquier discurso, cualquier iniciativa y cualquier sermón que se desgaste en describir y redundar sobre la importancia y necesidad de la institución familiar y sobre la dignidad de la mujer pero se quede en letra muerta, en arenga y alegato sin llegar a concretarse en acciones bien definidas, recibe su censura por el mensaje de este domingo que denuncia las palabras inútiles que no producen frutos de servicio, de valoración, de promoción y de ayuda.

La urgencia de proyectos conjuntos que desemboquen en beneficio de la familia, auténticamente concebida, y de la mujer, sigue estando vigente y nos compete a todos.

Ofrezco mi oración, mi preocupación, mi afecto por todas las amadas familias de esta Iglesia Particular y por todas las mujeres sobre todo aquellas que son víctimas de maltrato, de humillación, de explotación, y aseguro mi atención pastoral para contribuir al servicio de la familia y de la mujer.

Sólo me resta desear que la Cuaresma que se avecina sea para todos, un momento de transformación y un genuino kairos que nos acerque a la salvación viviendo cada uno nuestro paso del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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