sábado, 4 de diciembre de 2010

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO II DE ADVIENTO


DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO
5 de Diciembre de 2010
 
Queridos amigos y hermanos: En el itinerario espiritual que hemos iniciado con el Adviento se despiertan sentimientos y esperanzas, a veces empolvados en el transcurso del año. Uno de estos anhelos por encima de los demás es el que secretamente o a voces reclamamos con mayor intensidad en estos días: la paz. Cristo es el Príncipe de la Paz, Él ya ha venido y nos ha dejado su paz, pero seguimos viviendo tiempos de violencia y terror, de inseguridad y de angustia. Por eso es preciso recordar que la paz, además de ser un don de Dios es tarea de todos, a cada uno nos toca construirla. Ojalá estemos aprovechando este tiempo hermosísimo para edificarla comenzando por nuestros corazones.

Del Evangelio según san Mateo 3, 1-12:

«En aquel tiempo, comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea, diciendo: "Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos". Juan es aquel de quien el profeta Isaías hablaba cuando dijo: Una voz clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.

Juan usaba una túnica de pelo de camello, ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. Acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el río.

Al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: "Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su arrepentimiento y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego.

Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han convertido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego. Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Partiendo de la primera lectura, tomada de un personaje importante para este tiempo como el profeta Isaías, el que preparó el primer Adviento, contemplamos la escena deprimente de un árbol seco, un mero tronco o las raíces que quedan de él, pero al mismo tiempo esta escena despide luz con ese renuevo que florece. La intención del profeta es sin duda dibujar la situación del pueblo de Israel que se está marchitando por la maldad, el pecado y la rebelión contra Dios y se encuentra al borde de un castigo tremendo como la destrucción y el exilio. De la misma manera este retrato concuerda con muchos de nuestros corazones. El que brotará como un vástago es quien viene a liberar, lleno del Espíritu de Dios y a instaurar una armonía y una paz manifestada con las figuras contradictorias del lobo y el cordero, el niño y la serpiente, el león y el buey entre otras. Se anuncia la derrota del mal y el triunfo de la salud, la justicia y la fidelidad.

A nuestros sorprendidos ojos pareciera que la venida de Cristo fue en vano, que no ha sucedido lo que el profeta vaticinó. De hecho, este es un argumento de algunos judíos para negar el reconocimiento de Jesús como el Mesías esperado: a simple vista no hemos recibido la paz. Sin embargo hemos de recordar que la paz como muchos otros regalos de Dios, son gracia suya y son responsabilidad nuestra. Efectivamente, la paz ha llegado con el nacimiento de Cristo, recordemos el jubiloso cántico de los ángeles la noche de la navidad: ¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor! No es un deseo, es una realidad, porque el Señor nos ama.

Tal vez convendría que miráramos la violencia de nuestros propios corazones para entender por qué no vemos la paz en nuestros pueblos. Los Obispos de México, en este mismo año, ofrecimos una exhortación pastoral para invitar a todos a buscar juntos una vida digna mediante la construcción de la paz y en Cristo, el único que puede restaurar la armonía original, el que puede enseñarnos a descubrir el bien que hay en toda persona (Cfr. Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna nn. 130-131).

El pasaje del Evangelio de este domingo no desentona ni con el tema de las lecturas, ni con lo que hemos dicho anteriormente. Por el contrario, en la enigmática figura del Bautista y en sus palabras encontramos un camino seguro para instaurar la paz, una armonía que se construye con la transformación concreta y personal, con la fuerza del Espíritu y con la "violencia" del Reino, el fuego de la caridad.

1.- EL PROFETA DEL ADVIENTO

Con Juan el Bautista se concluye la gran espera del pueblo de Israel, la promesa de tantos siglos y de tantos profetas se cierra con esta voz del desierto. Fueron muchos los que precedieron al Bautista, los que en momentos claves de la historia de la salvación aparecían para indicarle a Israel cuál era el verdadero camino. Con Juan se da el carpetazo al Antiguo Testamento y se abre el Nuevo, el cumplimiento de la era mesiánica.

Resulta tan asombrosa como aleccionadora la descripción del último profeta. Juan predica en el desierto, en el lugar de la soledad y de las carencias, donde no hay lujos, ni comodidades, ni ruidos que distraigan. En ese desierto sólo la voz del Bautista se escucha: "Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos".

Dice el Evangelio que usaba túnica de pelo de camello, cinturón de cuero y comía saltamontes y miel silvestre. No vayamos a creer que quiere pasar por un miserable, por un mendigo ni causar lástimas. No nos fijemos tampoco en lo ridículo que pueda vestir o en lo nada apetecible de su alimentación. Entendamos mejor la enseñanza que nos grita Juan con sus palabras y su presencia.

Para nosotros que vivimos en el sureste del país quizás nos resulte más difícil que a otros entender el significado del desierto. Pero incluso eso que básicamente sabemos puede sernos útil. En el desierto es mínima la vida posible, sin negar su belleza extraordinaria, y se tiene por lugar de dificultad, de pobreza. Es sinónimo de aislamiento, aridez, silencio y soledad. Y sirve a la vez para invitarnos al recogimiento interior, lejos del ruido de las preocupaciones y atracciones del mundo, como para indicarnos que muchas veces la voz de Dios resuena como la del Bautista: sin que nadie la escuche. Con este significado quiero enfocar el desierto para darle intensidad al mensaje de Juan. Hermanos y hermanas, es triste que a pesar de tener las iglesias llenas, pareciera que la voz de Dios se proclama en despoblado.

No porque no la escuchemos, sino porque no la acogemos. La llamada continua del Señor a la conversión, por ejemplo, o a la caridad, al perdón, etc., se oye sólo como un eco incómodo tirado al vacío. Pero tengan por seguro que ese clamor se seguirá escuchando puesto que Dios quiere nuestra salvación, y con uno que lo reciba, habrá valido la pena. El mismo mensaje de entonces es preciso que resuene hoy: Conviértanse.

Tal vez no imaginamos siquiera lo que implica la conversión; es un cambio radical de 180°. Es el desprendimiento de lo que hasta ahora cada uno persigue y se afana, de los propios egoísmos y excesos, de lo que uno cree conveniente para sí, para aferrarse a lo que Dios ofrece, lo que plenifica auténticamente, lo que da felicidad genuina, lo que el Señor tiene para nosotros. Es el cambio de mentalidad, de vida, de aspiraciones, donde no se sacrifica ni un gramo de felicidad y por el contrario se recibe a caudales. La urgencia de esta mudanza vital es porque el Reino de Dios está cerca.

2.- CON OBRAS, HERMANOS, CON OBRAS

La persona de Juan Bautista es atractiva para muchos, pues acuden a escucharlo de la ciudad santa de Jerusalén y de las vastas regiones de Judea y del Jordán. Interesante el dato si consideramos a un pobrecillo que podía pasar por loco ante muchos. Pues es tan hiriente e inquietante su mensaje que hasta los hombres cultos del pueblo, ricos, en puestos de decisión y de posición privilegiada se acercan a él. Estos hombres, fariseos y saduceos por demás ligados a lo religioso, conservadores y legalistas en el tema, son reprendidos con dureza.

No es cosa suave ser tachados como raza de víboras, animal peligroso que muerde, que envenena y que mata. Y sin embargo el Bautista se los grita a la cara, pero seguramente viendo el corazón. La confesión de los pecados y el bautismo de Juan no servían para nada sin la disposición interior. Pensarían estos hombres, que como fórmula y rito mágicos, con estos procedimientos se ganarían el favor de Dios, sólo por si acaso el Bautista fuera un verdadero profeta.

En efecto, el auténtico arrepentimiento no queda de manifiesto con los actos sacramentales, mucho menos con las meras palabras, sino con las acciones: Hagan ver con obras su arrepentimiento. Ciertamente los judíos, herederos de la promesa de Dios, pueblo de la Alianza y de la predilección del Señor, corrían el riesgo de tranquilizar su conciencia, comparándose con otros pueblos, por el hecho de ser hijos de Abraham. Juan les tumba el castillo de arena y la venda de los ojos, puesto que a Dios no se le manipula ni le es suficiente la estirpe, porque es Dios de todo el género humano, y Él puede sacar hijos de Abraham hasta de las piedras porque todo el que tiene fe pertenece a este linaje.

Violento resultó Juan para estos hombres como puede resultar para nosotros. Muchos católicos hemos continuado el juego del ritualismo mágico, hemos imitado la actitud de los saduceos y fariseos de buscar ciertas cosas buenas sin cambiar el interior. Hablemos claro, queridísimos hermanos, y hagamos propio, por nuestro bien, el reclamo del profeta. Entre la de Abraham y la raza de víboras únicamente los distingue lo que no se ve. Los hijos de Abraham viven con la lámpara de la fe encendida, son capaces de salir de sí mismos por seguir los planes de Dios, se abandonan a la Providencia, reciben el cumplimiento de las promesas, se vuelven pueblo de Dios. Por su parte, la raza de víboras se esconden en la hipocresía, en la doble moral y el corazón torcido, los que de frente adulan y de espaldas muerden, los que envenenan la inocencia de otros, los que matan esperanzas, los que pisan la dignidad de los demás, los traicioneros, los falsos. Veamos cada uno de nosotros en dónde estamos parados, cuál es nuestro linaje.

En la tentación de sofocar la voz de Dios en nuestra conciencia estamos todos. Pero nadie nos ha dicho que con argumentos, con palabrería y apariencias podremos escapar del castigo que aguarda. Es triste pero tenemos que reconocerlo y asumirlo para que podamos hacer algo ahora que estamos a tiempo. Hay muchos católicos que se acercan a comulgar por miedo al qué dirán; muchos los que piden celebraciones sólo por aparecer en sociales; muchos que rezan bien pero viven mal, incluso muchos que frecuentan el sacramento de la Reconciliación pero sin el mínimo interés e intención de enmendarse. Los sacramentos no son ceremonias mágicas que nos impongan una salvación que no queremos aceptar, el arrepentimiento se muestra con obras, la conversión con obras, la fe con obras, el amor con obras.

No podremos en adelante alegar ignorancia o desconocimiento, pues de muchas maneras el Señor nos lo ha dicho ya, como aquel otro texto de la Escritura: No todo el que diga Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos, sino el cumple la voluntad de mi Padre (Mt 7, 21). Más claro no se puede. Ya hay demasiados cristianos incoherentes que se golpean el pecho y a la vez golpean al prójimo, que rezan devocionales completos y con los mismos labios critican y hieren a los demás, que acercan su presencia a Dios pero se reservan el corazón, que parecen una cosa y son otra.

Con obras, hermanos, con obras, que los alejados están cansados de oír y necesitan ver. Que el Señor está cerca y nos apremia estar preparados, con la conciencia limpia, y convertidos en el corazón, de una sola pieza y todos de Dios. Que si de algún modo nos incomodan las palabras del Evangelio nos apresuremos a evaluar nuestra vida, a corresponder lo interior con las apariencias, y hagamos concreto, en la familia, el trabajo, la escuela, la iglesia, la comunidad, nuestra vivencia del Adviento, de la gozosa espera de la llegada del Señor a nuestra vida.

3.- AGUA Y FUEGO

El bautismo con agua de Juan preanuncia el bautismo de fuego y Espíritu Santo de Jesucristo. El agua habla de lo limpio, de lo claro, de lo trasparente y sumergidos en el Jordán aquellos que oían las palabras del Bautista y confesaban sus pecados, manifestaban la disposición interior de permanecer así, nítidos de corazón aguardando el Reino que se acercaba.

No podemos negar del todo el aspecto del miedo. Con lenguaje apocalíptico Juan expresa la inminencia del Juicio de Dios sobre todos. El hacha puesta en el árbol infecundo alertaba en idioma que sus contemporáneos entendían bien, la necesidad de corregirse, de enderezar los caminos, de transformar el corazón. Nadie se pudo haber imaginado, quizás ni Juan, que aquel fuerte a quien le preparaba el camino, a quien ni siquiera era digno de desatarle las sandalias, que ocasionaba angustia por su sentencia de justicia, nacería en humilde cuna y sería tan débil y frágil como cualquiera, pasando por uno de tantos.

Cristo viene a ratificar el testimonio de su profeta. No importa lo sencillo de su llegada a este mundo, cuanto la grandeza de la salvación que nos alcanza. Mientras el agua puede limpiar, el fuego purifica. Una vez más, Dios no vive de apariencias. No viene el Mesías con sus tropas a entablar batalla campal, no viene fastuosamente presentado, no impone una ley que oprime ni somete al que no le cede la voluntad. El Mesías, al modo de Dios no de las ilusiones del hombre, viene colmado de la fuerza del Espíritu, pero de ese que es sabiduría e inteligencia, consejo y fortaleza, piedad y temor de Dios.

Bautiza con un fuego que calcina mucho más que la lumbre, instaura su Reino pero por los caminos de la justicia, de la libertad y de la paz, invita a una sola ley, la del amor. El reconocimiento y la alabanza de la bondad de Dios y de su misericordia no suprime su justicia y equidad, definitivamente será Él quien guarde el trigo en el granero y queme la paja. Su amor no podría sentenciarnos ni darnos castigo sin antes hablarnos claro con su encarnación y mostrarnos el camino cierto para salvarnos, pero ahora sí, ya todo está dicho, y sabemos de antemano que vendrá con gloria en el momento menos pensado.

Queridísimos hermanos, hagamos efectivo de una vez el bautismo del Espíritu y su fuego que hemos recibido. Miren que el hacha sigue puesta en el árbol, el bieldo en su mano y está pronto el Señor para venir a nuestro encuentro. Convirtámonos todos de una buena vez, no por miedo, sino por correspondencia al amor que Él nos ha mostrado con su encarnación, con su pasión y muerte y con su resurrección.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Ojalá hayamos atado cabos y entendido claro el mensaje. Esa armonía y paz de la que hablamos al principio y que nuestra nación implora, asustada por lo que acontece de violencia, venganza, ambición, nunca será posible que se establezca si primero no hacemos, tú y yo, lo que nos invita Juan el Bautista. La paz social inicia con la paz interior.

La violencia hay que ejercerla pero contra nosotros mismos, a fin de vencer nuestras pasiones bajas, nuestros desórdenes, nuestra mala manera de vivir. ¿O es acaso que los resentimientos y las envidias que guardamos no son violencia y guerra? ¿Los empeños por ser grandes a toda costa, los deseos de venganza, la difamación y el ataque a quien nos estorba en nuestros fines no son violencia y guerra? ¿Y los gritos en la casa, las incomprensiones en la pareja, las rebeldías de los hijos no son violencia y guerra?

La verdadera conversión puesta en concreto mediante las obras es el único camino para instaurar la paz duradera, la que Cristo nos dejó, la que brota por sí misma de un corazón reconciliado con Dios y con los hermanos. Que el Señor que vine nos otorgue el deseo de Pablo a los romanos: "Que Dios les conceda vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al Espíritu de Cristo Jesús, para que con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre".

Viviendo intensamente el tiempo de Adviento como disposición al recuerdo de la venida de Dios en nuestra carne, y como preparación a su última venida, convirtámonos, enderecemos nuestros senderos, construyamos la paz, seamos coherentes y gritemos, con las palabras del salmo, con aliento jubiloso y conciencia tranquila: Ven Señor, rey de justicia y de paz. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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