sábado, 6 de noviembre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO
7 de Noviembre de 2010

Estimados Amigos y Hermanos: De una o de otra manera, tarde o temprano, todos nos preguntamos sobre nuestro destino final. Acabamos de pasar la celebración de los fieles difuntos que nos invitó a reflexionar sobre la muerte. ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿Qué esperas tú después de tu permanencia en la tierra? En ocasiones tratamos nuestra alma como la parienta pobre de nuestra realidad. La encerramos en un espacio reducido y apenas le hacemos caso. ¿Cuánto tiempo reservas para tu espíritu? ¿Qué inversiones haces para mantener viva y fuerte tu fe? Y sin embargo, sin ella estamos condenados a la más terrible de las convicciones: estamos inexorablemente avocados a la muerte. Hoy Jesús en el Evangelio afirma algo de trascendental importancia al respecto, no lo vayas a echar en saco roto. ¡Ánimo!

Del Evangelio según san Lucas 20, 27-38:

«En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: “Maestro Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”

Jesús les dijo: “En esta vida hombres y mujeres se casan; pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues Él los habrá resucitado. Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

El martirio de los siete hermanos macabeos nos sirve de marco dramático para introducirnos en el tema central de hoy: “Cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vita eterna” . La liturgia nos invita en su recta final del tiempo ordinario, a reflexionar sobre las últimas realidades del hombre; a alegrarnos con este artículo del Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida eterna”.

El texto evangélico forma parte de un capítulo en que el clima está cargado de tensión, sospechas e incertidumbre, Jesús ve ya próxima la muerte y, a pesar del riesgo, enseña sin miedo y con autoridad. Sus adversarios le someten a una serie de preguntas con trampa con el fin de “sorprenderle en alguna palabra y poder entregarlo al poder y la autoridad del procurador romano”. Una de ellas, de carácter político, fue sobre el tributo al césar. La cuestión de hoy, de orden estrictamente religioso, tenía enfrentados a dos de los grupos más influyentes de la sociedad judía.

Se trataba sobre la suerte final de los difuntos. Los fariseos admitían la resurrección de los muertos. Los saduceos, por el contrario, no admitían esa doctrina. Son ellos los que se acercan con mala intención a Jesús y le formulan la cuestión. La situación de Jesús no es nada fácil. Su respuesta comprende dos aspectos. Se refiere, por una parte, a la forma o circunstancias de la resurrección.

Y la segunda al fundamento de esa realidad. El fundamento es Dios mismo, el Dios de la vida. Es como si dijera a los saduceos: Si creen en Dios, no tienen más remedio que creer en la resurrección.

Precisamente el Santo Padre Benedicto XVI hace poco hablaba de la resurrección y decía que el cielo no será un lugar material. A partir de esta afirmación, una persona a quien tengo en gran estima, me notificaba su inquietud ante el dogma de la Asunción de la Virgen; que fue asunta en cuerpo y alma. ¿Entonces dónde está María? Intentaré responder a través de la siguiente reflexión.

1.- LA RESURRECCIÓN

Los pueblos de todos los tiempos han creído, con diversas modalidades, en una vida del más allá. La novedad del cristianismo consiste, entre otras cosas, en afirmar que la vida de más allá no es simplemente la de un cadáver reanimado. Es la plenitud de vida en cuerpo y alma y la realización total y definitiva de la persona humana. La resurrección de los muertos es el centro de la fe cristiana, la columna vertebral del evangelio y de todo el Nuevo Testamento. Creer en un Dios Padre que nos ama totalmente y pensar que este amor se limita a nuestro paso por la tierra, sería tener una lamentable imagen de Dios. Dios no puede amarnos sólo por un tiempo.

Si nos hace partícipes de su vida, si establece una alianza de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de la vida humana. Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño antes de nacer en el seno de su madre: ¿qué sabe de la vida que le espera?

Pero la vida que le espera es real, aunque él no pueda imaginarla. Una vida que ya vive, de alguna manera, en el seno materno. También nosotros, ahora, podemos vivir ya la vida de Dios; una vida que se construye paso a paso, día a día: en nuestro modo de amar, de luchar por la libertad y la justicia... Una vida que llegará a una plenitud que ahora no podemos ni imaginar (1Cor 2,9).

2.- NATURALEZA DEL CIELO

Sobre la naturaleza real del cielo hay mucho que desmitificar. Ante todo no es un lugar material suya colocación podamos afirmar en este o aquel sitio concreto del cosmos visible y material. El cielo no es solamente una recompensa a nuestras buenas obras, un premio, una corona, una gratificación de parte de Dios a nuestra conducta terrena vivida de acuerdo con su Ley. El cielo no es tampoco un palacio o una casa en un sentido físico y material. ¿Dónde está el cielo, entonces?

El cielo, más que un lugar determinado, como tal vez algunos han creído hasta ahora, es un estado especial, una nueva manera de estar con Dios y los hermanos. Tenemos el ejemplo de Cristo que nos ha precedido: después de su muerte y resurrección fue glorificado por el Padre y comenzó una nueva existencia gloriosa de la que dio pruebas a los apóstoles en sus apariciones; éstos le reconocen como al mismo de antes, pero distinto, transformado.

Cómo será esa nueva existencia, no lo sabemos exactamente, porque Dios no nos lo ha revelado con términos precisos; en cambio la existencia, sí. Por eso San Pablo concluye: “Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente lo que Dios ha preparado para los que le aman”.

3.- EL VERDADERO CIELO

Jesús muchas veces habla del cielo y lo promete, pero nunca de una realidad existente por sí misma, independiente de Dios. Habla del “reino de los cielos”, de la recompensa en el cielo, del tesoro que cada cual ha de hacerse en el cielo. Y habla, sobre todo, del “Padre que está en los cielos”. En estas dos palabras “Padre-cielos”, se encuentra la esencia del mensaje de Jesús sobre el verdadero cielo de Dios.

Se trata del cielo de la esperanza cristiana. Somos un pueblo peregrino, itinerante, en marcha siempre hacia una meta final: “Nuestra ciudad está en el cielo, de donde esperamos ardientemente como salvador a nuestro Señor Jesucristo, que retornará el cuerpo de nuestras vileza conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas” (Flp 3,20 ss).

En estas palabras de San Pablo están todos los elementos del verdadero cielo que esperamos los cristianos:

– Una comunidad, una ciudad, una nueva Jerusalén hecha para nosotros. - Exenta de dolor: en ella no existen “muerte, llantos, gritos, penas” (Ap 21,4).

– Donde todo será transformado: el cuerpo animal se volverá espiritual; donde la fe se convertirá en visión; la esperanza en gozo; la tristeza en alegría; el destierro en patria; el camino en ciudad permanente; la lucha en victoria definitiva; el trabajo y la fatiga en descanso eterno; lo mortal en inmortal.

– Donde todo será nuevo: “nuevos cielos y nueva tierra”.

– Donde todo será para nosotros plenitud: “ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo parcialmente, pero entonces conoceré como soy conocido” (1Cor 13,12). Plenitud en nuestro ser de hijos, porque “esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn1,3). Plenitud de vida, de luz, de verdad, de gozo, de amor.

– Donde estaremos para siempre con el Señor: en realidad esto es lo más importante del cielo. El cielo no lo sería para nosotros si no fuera está comunión con Dios, fuente de todo bien.

A MODO DE CONCLUSIÓN

El cielo, en el que hemos meditado, que el mártir Esteban contempló abierto sobre su cabeza, comienza ya para los cristianos aquí en la celebración eucarística: aquí estamos ya con el Señor, personalmente. Con el Señor resucitado y glorioso. Aquí aparece, es verdad, bajo signo, velado, oculto: pero está aquí, lo mismo que está en el cielo. En cada celebración eucarística Jesús nos da una garantía de que un día estaremos con Él, transformados, incluso en nuestro mismo cuerpo. Aquí parece como pan de vida, que alimenta en nosotros la vida divina, la robustece y planifica, y como garantía de vida eterna: “el que come de este pan vivirá eternamente” (Jn 6,15).
 
Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
_____________________________________________________________________