Escrito por: Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal
Ayer sábado 28 de Agosto celebramos el día del abuelo, es decir, el día de los abuelitos y las abuelitas, como decimos en Campeche. Esta celebración brinda una preciosa oportunidad para recordar esa presencia extraordinaria de los abuelos —hombres y mujeres— y su silencioso y heroico testimonio, así como el mensaje de experiencia y sabiduría que tienen en este momento particular de su vida.
La familia, la sociedad y la Iglesia, deben mucho a los abuelitos; por ello aplaudimos que durante el año haya un día especialmente dedicado a festejarlos y valorarlos, sin olvidar que cada momento de nuestra vida debemos respetar y amar a nuestros seres queridos de la tercera edad, permaneciendo cerca de ellos.
Esta celebración es muy familiar. ¿Quién no recuerda a sus abuelitos? No es fácil olvidar su presencia y su testimonio en la familia. Pensemos en cuántos nietos llevan el nombre de su abuelito o de su abuelita; ¿por qué? Porque es signo de continuidad en la familia y de gratitud hacia ellos.
La celebración del día de los abuelitos y abuelitas se dirige también a los niños y jóvenes —y a la sociedad en su conjunto—, para ayudarnos a descubrir que los abuelitos representan una riqueza invaluable para toda familia, por lo cual hay que acogerlos, cuidarlos, respetarlos y amarlos. La presencia de los abuelos, en la familia, debe ser tenida en gran estima y aprecio. «Honra el rostro del anciano», es una invitación que Dios hace a toda la comunidad y que encontramos plasmada en el Libro del Levítico (Lv 19,32).
El siempre recordado Juan Pablo II, en su Carta de octubre de 1999 dirigida a los Ancianos, afirmaba que «es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes (De senectute, 8, 26)» (Carta a los ancianos, 12).
Niños, jóvenes, adultos: Permanezcamos siempre junto a nuestros abuelitos y abuelitas, con amor y generosidad, pues ellos pueden darnos mucho más de lo que podemos imaginar. Además, la presencia de los hijos y los nietos, junto a ellos, los ayuda a envejecer con dignidad y sin la preocupación de ser considerados personas que ya no cuentan para nada.
La Iglesia Católica tiene una especial solicitud hacia las personas mayores, porque la comunidad eclesial reconoce que puede recibir mucho de la serena presencia de las personas de edad avanzada. Son muchas las familias en las que los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe y aprenden de ellos y con ellos sus primeras oraciones.
La experiencia cotidiana manifiesta que la tercera edad parece favorecer una apertura especial a Dios. La práctica religiosa ocupa un lugar destacado en la vida de los abuelitos; esto lo confirma, por ejemplo, su participación, en gran número, en nuestras celebraciones Eucarísticas y en las horas santas, el cambio decisivo en muchos ancianos que se acercan de nuevo a la Iglesia después de años de alejamiento, y el espacio importante que se da a la oración, la cual representa una aportación invaluable a la Iglesia.
Por estas y muchas más razones, la Iglesia tiene una especial solicitud de anunciar a las personas de la tercera edad la buena noticia de Jesús, que se revela a ellos, como se reveló a los ancianos Simeón y Ana, los anima con su presencia y los hace gozar interiormente por el cumplimiento de las esperanzas y promesas que ellos han sabido mantener vivas en sus corazones (cf. Lc 2, 25-38). Además, la Iglesia tiene la misión de ofrecerles la posibilidad de encontrarse con Cristo, para que descubran el sentido de su propio presente y futuro.
La Iglesia se acerca a los abuelitos y abuelitas para ayudarlos a adquirir conciencia de la tarea que también ellos tienen de transmitir al mundo el Evangelio de Cristo, revelando a todos el misterio de su renovada presencia en la historia. El ejemplo de Joaquín y Ana, los ancianos padres de la Virgen María, de Zacarías e Isabel, los ancianos padres de Juan Bautista, de Simeón, de Ana, de Nicodemo, etc., nos recuerdan que sin importar la edad, Dios pide a cada uno la aportación de sus talentos.
«¡Queridos hermanos y hermanas, amigos de la Tercera edad! La Iglesia los mira con gran estima y confianza. ¡La Iglesia los necesita! ¡Pero también los necesita la sociedad civil! Ojalá sean capaces de ocupar generosamente el tiempo que tienen a su disposición y los talentos que Dios les ha dado para ser abiertos y ayudar a los demás. Ayuden a proclamar el Evangelio como catequistas, coordinadores de la liturgia, testigos de la vida cristiana. Dediquen su tiempo y su energía para orar, para leer la Palabra de Dios y reflexionar con ella» (Juan Pablo II).
¡Ánimo, abuelitos y abuelitas! Tienen una gran responsabilidad en nuestros días: ser factor de unidad y armonía en la familia; recordar a la gente más joven, que algún día llegarán a la tercera edad también ellos y hay que prepararse para vivirla plenamente; fortalecer a la comunidad eclesial con su oración constante, con sus consejos, fruto de la experiencia de vida, y con su testimonio evangélico que día a día nos ofrecen.
La familia, la sociedad y la Iglesia, deben mucho a los abuelitos; por ello aplaudimos que durante el año haya un día especialmente dedicado a festejarlos y valorarlos, sin olvidar que cada momento de nuestra vida debemos respetar y amar a nuestros seres queridos de la tercera edad, permaneciendo cerca de ellos.
Esta celebración es muy familiar. ¿Quién no recuerda a sus abuelitos? No es fácil olvidar su presencia y su testimonio en la familia. Pensemos en cuántos nietos llevan el nombre de su abuelito o de su abuelita; ¿por qué? Porque es signo de continuidad en la familia y de gratitud hacia ellos.
La celebración del día de los abuelitos y abuelitas se dirige también a los niños y jóvenes —y a la sociedad en su conjunto—, para ayudarnos a descubrir que los abuelitos representan una riqueza invaluable para toda familia, por lo cual hay que acogerlos, cuidarlos, respetarlos y amarlos. La presencia de los abuelos, en la familia, debe ser tenida en gran estima y aprecio. «Honra el rostro del anciano», es una invitación que Dios hace a toda la comunidad y que encontramos plasmada en el Libro del Levítico (Lv 19,32).
El siempre recordado Juan Pablo II, en su Carta de octubre de 1999 dirigida a los Ancianos, afirmaba que «es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes (De senectute, 8, 26)» (Carta a los ancianos, 12).
Niños, jóvenes, adultos: Permanezcamos siempre junto a nuestros abuelitos y abuelitas, con amor y generosidad, pues ellos pueden darnos mucho más de lo que podemos imaginar. Además, la presencia de los hijos y los nietos, junto a ellos, los ayuda a envejecer con dignidad y sin la preocupación de ser considerados personas que ya no cuentan para nada.
La Iglesia Católica tiene una especial solicitud hacia las personas mayores, porque la comunidad eclesial reconoce que puede recibir mucho de la serena presencia de las personas de edad avanzada. Son muchas las familias en las que los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe y aprenden de ellos y con ellos sus primeras oraciones.
La experiencia cotidiana manifiesta que la tercera edad parece favorecer una apertura especial a Dios. La práctica religiosa ocupa un lugar destacado en la vida de los abuelitos; esto lo confirma, por ejemplo, su participación, en gran número, en nuestras celebraciones Eucarísticas y en las horas santas, el cambio decisivo en muchos ancianos que se acercan de nuevo a la Iglesia después de años de alejamiento, y el espacio importante que se da a la oración, la cual representa una aportación invaluable a la Iglesia.
Por estas y muchas más razones, la Iglesia tiene una especial solicitud de anunciar a las personas de la tercera edad la buena noticia de Jesús, que se revela a ellos, como se reveló a los ancianos Simeón y Ana, los anima con su presencia y los hace gozar interiormente por el cumplimiento de las esperanzas y promesas que ellos han sabido mantener vivas en sus corazones (cf. Lc 2, 25-38). Además, la Iglesia tiene la misión de ofrecerles la posibilidad de encontrarse con Cristo, para que descubran el sentido de su propio presente y futuro.
La Iglesia se acerca a los abuelitos y abuelitas para ayudarlos a adquirir conciencia de la tarea que también ellos tienen de transmitir al mundo el Evangelio de Cristo, revelando a todos el misterio de su renovada presencia en la historia. El ejemplo de Joaquín y Ana, los ancianos padres de la Virgen María, de Zacarías e Isabel, los ancianos padres de Juan Bautista, de Simeón, de Ana, de Nicodemo, etc., nos recuerdan que sin importar la edad, Dios pide a cada uno la aportación de sus talentos.
«¡Queridos hermanos y hermanas, amigos de la Tercera edad! La Iglesia los mira con gran estima y confianza. ¡La Iglesia los necesita! ¡Pero también los necesita la sociedad civil! Ojalá sean capaces de ocupar generosamente el tiempo que tienen a su disposición y los talentos que Dios les ha dado para ser abiertos y ayudar a los demás. Ayuden a proclamar el Evangelio como catequistas, coordinadores de la liturgia, testigos de la vida cristiana. Dediquen su tiempo y su energía para orar, para leer la Palabra de Dios y reflexionar con ella» (Juan Pablo II).
¡Ánimo, abuelitos y abuelitas! Tienen una gran responsabilidad en nuestros días: ser factor de unidad y armonía en la familia; recordar a la gente más joven, que algún día llegarán a la tercera edad también ellos y hay que prepararse para vivirla plenamente; fortalecer a la comunidad eclesial con su oración constante, con sus consejos, fruto de la experiencia de vida, y con su testimonio evangélico que día a día nos ofrecen.
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