sábado, 8 de octubre de 2011

RECONOCER Y CELEBRAR EL MISTERIO Y EL DON DE LA EUCARISTÍA


RECONOCER Y CELEBRAR EL MISTERIO

Y EL DON DE LA EUCARISTÍA

 

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, al inicio del Quinto Congreso Eucarístico Nacional Tijuana 2011.


"La Eucaristía: Mesa Fraterna para la Reconciliación y la Paz"

A la luz de este tema, el V Congreso Eucarístico Nacional se ha fijado como objetivo principal "reconocer y celebrar el misterio y el don de la Eucaristía (...), fortalecer la fe y el testimonio de la Iglesia y (...), reflexionar, orar y encontrar caminos para una pastoral evangelizadora y misionera que tenga como fuente y cumbre la celebración Eucarística".

Reconocer y celebrar el misterio y el don de la Eucaristía, porque, como ha afirmado el Santo Padre Benedicto XVI, los Congresos Eucarísticos son siempre una fiesta de los fieles -es decir, de la Iglesia-, reunidos en torno a Cristo Eucarístico, el Cristo del sacrificio supremo por la humanidad, su Señor y su Dios.

A partir de ahí se quiere también reflexionar, orar y encontrar caminos para una pastoral evangelizadora y misionera que tenga como fuente y cumbre la celebración Eucarística, porque, en efecto, por su misma naturaleza cada Congreso lleva consigo una inspiración y un renovado impulso evangelizador, también en el sentido estrictamente misionero. La Eucaristía es el trámite fundamental de la continuidad misionera entre Dios Padre, el Hijo hecho hombre, y la Iglesia que camina en la historia guiada por el Espíritu Santo; y la Mesa eucarística, mesa del sacrificio y de la comunión, es el centro difusor del fermento del Evangelio, fuerza propulsora para la construcción de la sociedad humana y prenda del Reino que viene.

Jesús, -decía el Papa Benedicto XVI al clausurar el XXV Congreso Eucarístico Nacional de Italia (Ancona, 24.09.2011)-, “Palabra eterna, es el verdadero mana, es el pan de la vida (cfr Gv 6,32-35) y cumplir la obra de Dios es creer en Él (cfr Gv 6,28-29). En la Última Cena (…). Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque Él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos puedan beber, pero con este gesto Él dona la “nueva alianza en su sangre”, se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la Cruz”.

Así, al proclamar sacramentalmente la muerte del Señor y su resurrección, la Iglesia tiene la certeza de estar en presencia del mismo sacrificio redentor de la cruz, y de ofrecerlo y ofrecerse con Cristo al Padre para pasar de la muerte a la vida, del pecado a la gracia. “Con la Eucaristía -decía el Papa Benedicto XVI-, el cielo baja sobre la tierra, el mañana de Dios desciende en el presente y el tiempo queda como abrazado por la eternidad divina".

Por ello toda la fe cristiana y toda la misión global e integral de la Iglesia queda sintetizada en el sacramento de la Eucaristía, hacia la cual conducen y de la cual toman fuerza los demás sacramentos. La Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana (LG 11); y es fuente y cumbre de toda la tarea evangelizadora de la Iglesia (PO 5). Y en este sentido, todas las  actividades de la Iglesia están ordenadas al misterio de la Eucaristía (cfr. SC 10; LG 11; PO 5; Sacr. caritatis 17); y al mismo tiempo, en virtud de la Eucaristía "la Iglesia vive y crece continuamente" también hoy (cfr. LG 26).

En efecto, el memorial que de su pasión nos dejó Jesús en la última cena, nos pone ante todo en presencia de aquel sublime acto de amor -su misterio pascual de muerte y resurrección-, donde, por una parte, se nos ha revelado la medida del amor de Dios por nosotros y la medida del amor humano del Hijo hacia Dios, y por otra, donde se nos manifiesta la medida del amor humano de Cristo hacia nosotros: "dar la vida por los amigos" (Jn 15,13) y la medida del amor con que los hombres debemos amar a Dios y a los demás: "como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros" (Jn 13,34).

De esta manera, cada vez que celebramos la Eucaristía confesamos que no sólo recibimos los frutos del amor redentor de Cristo, sino que estamos en presencia del sacrificio mismo de nuestro Salvador que nos llama a participar de su entrega al Padre animados por la gracia del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, al acercarnos a comulgar quedamos obligados a identificarnos con Cristo Jesús, volviéndonos ofrenda y decidiéndonos a impregnar con su amor todos nuestros actos. Este es nuestro compromiso cotidiano "hasta que Él vuelva".

Lo recordaba el Santo Padre Benedicto XVI, cuando dirigiéndose a los jóvenes en Colonia, durante la XX Jornada mundial de la juventud, confirmaba que en la Eucaristía se vive la "transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida, la cual lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse; antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados".

La comunión eucarística, -decía el Santo Padre en Ancona-, “nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en este misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cfr 1 Cor 10,17, (…). La Eucaristía sostiene y transforma la entera vida cotidiana (…): “En la comunión eucarística está contenido el ser amados y el amar a su vez a los otros”, por esto “una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente practicado es en sí misma fragmentada” (Deus caritas est, 14)”.

Y es que –como a su vez afirmó el Cardenal Giovanni Battista Re al inaugurar el mismo Congreso Eucarístico en Ancona-, “la Eucaristía es luz también para el servicio al bien común y para la contribución que los cristianos deben hacer a la vida social y política, que hoy necesita más que nunca un giro redondo, que lleve a una renovación real en la honradez, en la rectitud moral, en la justicia y en la solidaridad”. “Para la sociedad de hoy, marcada por tanto egoísmo, por especulaciones desenfrenadas, tensiones, enfrentamientos y por violencias, la Eucaristía es una llamada a la apertura a los demás, a saber amar, a saber perdonar”.

La Eucaristía, es luz para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos y abre nuestro corazón para salir al encuentro de cada pobreza. Es el “gran motor de la vida cristiana: es aliento para rehacer el tejido cristiano de la sociedad y para educar a la 'vida buena del Evangelio'; es punto de partida para la augurada nueva evangelización, capaz de llenar de contenidos evangélicos el estilo de los comportamientos, la cultura que nos rodea y toda la vida” (Ib.).

Cuanto más miramos a nuestro alrededor, a los que están lejos y también a los que están cerca, más nos damos cuenta de que en el corazón humano se da un gran vacío de certezas y de valores. Un hambre espiritual frecuentemente no reconocida. Un hambre no solo de pan, sino sobre todo de verdad, de justicia, de libertad, de amor y de solidaridad, que sólo en Dios es posible saciar.

Así lo recordaba con particular convicción el Santo Padre en Ancona, relevando que cuando el hombre llega a pensar que sin Dios logrará ser verdaderamente libre, su ilusión “no tarda en volverse desilusión, generando inquietud y miedo y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: “Ojala hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto…” decían los hebreos en el desierto (Es 16,3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos” (Benedicto XVI, 24.09.2011).

Y entonces, nutriéndose de Cristo para entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la Cruz, “denles ustedes de comer”. Pues quien con adoración recibe su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, no puede no sentirse tocado por las situaciones inhumanas que abrazan al hombre, y no puede no inclinarse en primera persona ante el necesitado, para partir el pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir al que está desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado, y para gastarse en favor de la construcción de una sociedad más justa, fraterna y solidaria. Los santos son “signo elocuente de cómo propiamente de la comunión con el Señor, de la Eucaristía, nace una nueva e intensa asunción de responsabilidad a todos los niveles de la vida comunitaria, nace entonces un desarrollo social positivo, cuyo centro es la persona, especialmente aquella pobre, enferma o necesitada” (Ib.).

En este nuestro mundo es indispensable y urgente recordar al hombre que además del pan material para vivir, existe otro pan del que el corazón humano tiene necesidad; un pan que viene del cielo; un pan que es Cristo mismo y que se nos entrega.

Hay que recordarlo a los hombres y mujeres de hoy, particularmente a quienes recorren la existencia caminando a nuestro lado. Y hay que recordarlo también nosotros que, habituados a la práctica eucarística, con no poca frecuencia necesitamos dejarnos tocar por el asombro y caer repetidamente en la cuenta de la grandeza del don que recibimos.

Revisando nuestra propia práctica eucarística, sostenidos por una fe viva en la presencia de Jesús y en su amor, aspiremos a lo óptimo, es decir, a hacer del encuentro con la Eucaristía un encuentro cotidiano muy personal e íntimo con el Señor, tal, que esa presencia se vea reflejada en nuestra conducta diaria, revelándose y manteniéndose siempre a la altura de nuestra fe. Una espiritualidad eucarística, “es verdadero antídoto al individualismo y al egoísmo que tantas veces caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones (…). Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supea las divisiones y contraposiciones y valoriza la diversidad de los carismas y ministerios, poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión” (Ib.).

En el capítulo 21 del evangelio de San Juan, se nos ha narrado la invitación a una cena en la que Jesús resucitado recibe a los discípulos con pez salado (opsarion), sobre las brasas (Cfr. A.Smith, Geografia Histórica de la Tierra Santa, Edicep, Valencia, 1985, 245-24). Una comida de alianza, pero que en esta circunstancia, es ya comida en la Nueva Alianza que ha pasado por el fuego de la sabiduría de la cruz (Cfr. Mc 9, 49-50), misma que compromete a cada uno y a cada una a caminar desde Cristo en una profunda e íntima comunión de amor con Él como experiencia profunda del compartir y de identificación con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida afianzada por Él, tocada por su mano, conducida por su voz y sostenida por su gracia.

En cuanto discípulos de Cristo, no nos cansemos de trabajar por lograr renovar a la sociedad como el fermento en la masa. No dejemos lugar al desaliento ante las múltiples formas de negación estructural del amor y de la justicia. Por el contrario. Sigamos sembrando amor. El Sacramento de la Eucaristía, sacramento del amor por excelencia, nos da la fuerza y la inspiración. Sigamos manteniendo nuestras convicciones y alentando nuestra esperanza haciendo propia la opción paulina: “para mí la vida es Cristo”.

Queridos hermanos y hermanas: el mundo y el hombre de hoy tiene hambre de solidaridad, de reconciliación y de paz. Tiene hambre de Dios. Tiene hambre y sed de Cristo Jesús: ¡Denles ustedes de comer!