lunes, 24 de octubre de 2011

LA FE NACE DE LA PREDICACIÓN


LA FE NACE DE LA PREDICACIÓN


Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en Huamantla, Tlax., durante la bendición de una estatua de Juan Pablo II, el domngo 23 de octubre de 2011.

Muy queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

Hoy que la Iglesia Universal celebra el Domingo Mundial de las Misiones, nos encontramos reunidos también nosotros para dar gracias a Dios por el don de la fe; para implorar abundantes bendiciones y gracias a favor de los misioneros y misioneras que anuncian el Evangelio en todo el mundo; para pedir al Dueño de la mies que suscite más vocaciones misioneras; y para agradecer al Señor el habernos prestado a Juan Pablo II, dándonos en él, un gran Papa y un amado Beato.

Lo hacemos llenos de gozo porque hemos podido contemplar y recoger directamente, como de una fuente presente en esta misma nación, el testimonio de un hombre y sacerdote de nuestro tiempo que logró unir, en síntesis fecunda, la donación total a Cristo y a su Iglesia, con una misionera e incansable actividad cimentada en una existencia profundamente orante.

¡Sí! El Santo Padre Juan Pablo II, cuya estatua se bendice hoy aquí, en esta tierra, resplandece ante nosotros con una luz especial gracias a su coherencia de vida. Gracias a que supo vivir y también morir según las exigencias del Evangelio; gracias a que habló conforme a su fe y siguió fielmente al Maestro hasta el calvario, sin bajarse de la Cruz.

Gran hombre ha sido, en verdad, Juan Pablo II. El hombre de fe que al encontrar a Jesucristo Resucitado en su vida, supo estar con Él, aprender de Él y, por ello, anunciarlo con su palabra y con sus gestos, entregando a Él, a su Iglesia y al hombre, cada segundo de su misma vida. Sin su fe en Jesucristo, no hubiera sido posible su donación extrema, ni sería posible entender la atracción que logró provocar con su vida y con su muerte. Escuchar, queridos hermanos, su mensaje, meditarlo, meterlo en el corazón como motor de nuestro actuar cotidiano, será el mejor homenaje que podamos ofrecerle hoy y en el futuro.

No nos cansamos de dar gracias a Dios de todo corazón por el don del gran Pontífice, de su testimonio, de su pasión misionera. Cuántos, viendo su humanidad, lograron regocijarse con el optimismo de ser cristianos. En efecto, en él hemos podido reconocer al hombre que marcado por la fe, se hizo mensajero de la Buena Nueva de Jesucristo por el mundo entero, se hizo misionero con corazón verdaderamente universal. Ejemplo trasparente para todo discípulo y misionero de Jesús.

Ciertamente sabemos y reconocemos que el modelo único de todo misionero, es Jesús, de quien el mismo Beato Juan Pablo II siguió los pasos. Jesucristo, el Hijo de Dios, enviado del Padre, consagrado y ungido por el Espíritu Santo para llevar la Buena Noticia de salvación a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares.

Teniendo ante la mirada a Jesús, el misionero del Padre y a Juan Pablo, su elegido, la Palabra de Dios que acabamos de proclamar y escuchar, resulta particularmente luminosa y motivadora. Esa que Dios nos dirige a través del Profeta Zacarías que anuncia cómo “vendrán numerosos pueblos y naciones poderosas a orar ante el Señor Dios y a implorar su protección”, y también que “en aquellos días, diez hombres de cada lengua extranjera tomarán por el borde del manto a un judío y le dirán: queremos ir contigo, pues hemos oído decir que Dios está con ustedes”. Palabra de Dios que sin duda constituye para todos nosotros una llamada de reflexión y un reto a ser verdaderamente testigos de Dios encarnado, muerto y resucitado y para anunciarlo a todas las naciones de la tierra, con la esperanza y con la fe de la Iglesia Misionera: proclamar con firme convicción que Jesucristo es la luz del mundo y que quien lo sigue no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida (cfr. 8, 12)

Ser testigos de Cristo Resucitado en el mundo, es la alegría de los misioneros. Ellos saben, -como el profeta Zacarías y el Apóstol San Pablo-, ¡cuán hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias! (cfr. Rm 10,15). Son conscientes, -como recuerda el Papa Benedicto XVI en su Mensaje para la Jornada Misionera Mundial de este año-, que la Iglesia “existe para evangelizar. (Y que) en consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma (…). No podemos quedarnos tranquilos al pensar que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación” (Benedicto XVI, Mensaje DOMUND 2011, 6.01.2011). Por ello es bueno anhelar con el salmista: “que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora”.

Pero nosotros, queridas hermanas y hermanos. ¿Hemos sentido y oído ya el llamado del Señor para ser enviados? ¿Hemos logrado resonar en nuestras conciencias de creyentes el clamor de tantos hombres y mujeres que esperan impacientes, aun sin saberlo, que llegue a ellos el anuncio de la verdad del Evangelio, para encontrar sentido verdadero a su vida? Y, en todo caso, ¿cómo y cuál es nuestra disponibilidad y prontitud?

El Apóstol San Pablo afirma que “la fe nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo”. ¿En qué manera “predicamos” nosotros el Evangelio? Porque todos, de diversa manera, pero eficazmente, estamos llamados a ser misioneros desde nuestra propia realidad y estado de vida. Estamos llamados a llevar a Cristo Jesús y su mensaje a los demás, con la misma actitud de María que, presurosa, se encaminó a las montañas de Judá, llevando en su seno al que es fuente de todo gozo y plenitud: Jesús, su hijo e Hijo unigénito de Dios; y a semejanza sobre todo de Jesús, que con su vida confirmó al Padre: “Aquí estoy, yo vengo para hacer, Dios, tu voluntad” (Heb 10, 7. 9).

Hoy, -ha dicho el Papa Benedicto XVI-, “está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales” (…). “Es importante que tanto los bautizados de forma individual como las comunidades eclesiales se interesen no sólo de modo esporádico y ocasional en la misión, sino de modo constante, como forma de la vida cristiana” (Benedicto XVI, Mensaje DOMUND 2011).

¿No fue acaso esa actitud de total disponibilidad al mandato del Señor Jesús, la que admiramos tanto en el Papa Juan Pablo II y que tanto bien nos ha hecho? El mismo Juan Pablo II, -como ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI -, “reafirmó con fuerza la necesidad de renovar el compromiso de llevar a todos el anuncio del Evangelio «con el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos»”. Y éste, -añade el Santo Padre-, “es el servicio más valioso que la Iglesia puede prestar a la humanidad y a toda persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su existencia” (Benedicto XVI, Mensaje DOMUND 2011).

En bien cinco ocasiones México tuvo el don y la dicha inmensa de recibir a Juan Pablo II, el gran misionero; de verlo transitar por las calles de sus ciudades, de escuchar su palabra, de mirar con emoción y admiración su testimonio de vida, de fe y de amor. Entonces su presencia sacudió el alma de todos los mexicanos, y su humildad los cautivó profundamente.

Queridos discípulos-misioneros de Jesús que habitan en Huamantla y en toda la Diócesis de Tlaxcala. Si siguiendo el admirable ejemplo del Beato Juan Pablo II, estamos convencidos de que Jesucristo, el Evangelio de Dios, es el Salvador del hombre, Aquel que ilumina nuestro paso por la historia, el Señor de cielos y tierra; y si somos conscientes de la necesidad y urgencia de que la Buena Noticia sea conocida y vivida hasta los confines de la tierra, ¿qué estamos haciendo y qué vamos a hacer para proclamarla, para difundirla y para ponerla en práctica? “Predicar el Evangelio -decía San Pablo-, no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!” (1Cor 9, 16-17).

El documento de Aparecida que recoge la voz de los pastores de América Latina y el Caribe, exhorta a la conversión personal y pastoral, y a la renovación misionera de nuestras comunidades en torno a Jesucristo, Maestro y Pastor, asumiendo y propiciando actitudes de apertura, diálogo y disponibilidad, testimonio de comunión eclesial y santidad, inspirados en el mandamiento nuevo del amor (cfr. DA 368), siendo fieles e imitando al Maestro, “siempre cercano, accesible, disponible para todos, deseoso de comunicar vida en cada rincón de la tierra” (DA 372).

Esto es la Misión ad gentes, es decir, la misión universal. No caigamos en la trampa de la indiferencia, ni en la que nos hace encerrarnos en nosotros mismos. Por el contrario, hagamos todo lo que está a nuestro alcance por formarnos verdaderamente, sobre todo espiritualmente, como discípulos misioneros sin fronteras, dispuestos a ir “a la otra orilla” (cfr. DA 376). También así “a través de la participación corresponsable en la misión de la Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del plan salvífico de Dios para toda la humanidad” (Benedicto XVI, Mensaje DOMUND 2011).

Y oremos, hermanas y hermanos. Oremos confiadamente, como lo hacían los discípulos unidos a María, Reina de las Misiones. Oremos, junto a María, invocando la intercesión de Santa Teresita del Niño Jesús, la de San Francisco Javier, patrones universales de las misiones, y la de nuestro amado Juan Pablo II. Supliquémosles que nos ayuden a alcanzar del Señor la gracia de llevar una vida llena de fidelidad a Dios, de verdad y de amor, de coherencia y de irresistibles deseos de llevar a los demás la Buena Nueva del Evangelio, para que seamos discípulos-misioneros, aquí, ahora y más allá de las fronteras.