miércoles, 12 de octubre de 2011

HOMILÍA DE MONS. CHRISTOPHE PIERRE, NUNCIO APOSTÓLICO EN MÉXICO, EN EL XXI ENCUENTRO NACIONAL DE PASTORAL DE LA COMUNICACIÓN


ME SEDUJISTE, SEÑOR, Y ME DEJÉ SEDUCIR

 

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en el XXI Encuentro Nacional de Responsables Diocesanos de la Pastoral para la Comunicación.



Las explícitas palabras del profeta Jeremías que hemos escuchado, queridas hermanas y hermanos, causan en nosotros asombro y al mismo tiempo respeto. Más cuando con una crudeza poco habitual en la Escritura van acompañadas de aquellas otras con las que el enviado de Dios desahoga su corazón ante su Señor.

El profeta ha sido azotado y arrojado al pozo lleno de fango; se siente cansado, agotado, decepcionado y abandonado en su tarea de ser portador del mensaje de Dios a un pueblo que no escucha. Y es entonces que reflexionando sobre su entrega a Dios y el abandono en que aparentemente le ha dejado el Señor, hace una confesión desgarradora y toma una decisión: renunciar a la misión que se le ha encomendado; no anunciar más la Palabra de Dios que le ha acarreado tan dolorosas consecuencias; no hablar más en nombre de Dios.

Es posible que una experiencia semejante haya sido de alguna manera vivida también por algunos de quienes son responsables de la Pastoral de la Comunicación Social en sus diócesis. Si así fuese, la intensidad del mensaje y de la actitud del profeta no podrá no resultarnos por demás oportuna.

Jeremías, el llamado y enviado por Dios para ser su comunicador en medio de su pueblo, analiza las consecuencias de su vocación, que ni tiene por capricho, ni porque la haya buscado. Ha sido Dios quien lo ha llamado a ser su mensajero. Y el mensaje del profeta no agrada a los que buscan dioses a su medida.

Los aduladores dicen a la gente lo que la gente quiere y gusta escuchar, aunque sea un engaño. El verdadero profeta, en cambio, dice lo que es justo, lo que es recto, lo que es inspiración de Dios, guste o no guste, agrade o incomode, se acepte o no se acepte. El verdadero profeta no puede adular a un pueblo que se ha apartado de Dios.

Jeremías ha vivido la experiencia de sentir que Dios calla. Pero, en realidad, es la misma Palabra de Dios la que se le manifiesta como un fuego que le quema los huesos, y que al mismo tiempo le hace experimentar la presencia del Señor como héroe poderoso que lo defiende de sus adversarios, quienes finalmente quedarán derrotados.

Así, cuando el profeta decide no hablar más en nombre del Dios, en su intimidad brota la palabra con toda su fuerza de salvación y consolación. Esa palabra que proclama Jeremías, que no puede contener, que le impele como un fuego abrasador, y que es la mediación para que el pueblo obtenga la salvación.

Jeremías es, así, un testimonio de lo que significa la misión profética que se lleva a cabo en el corazón de la historia, punto de referencia vivo y expresión de un momento particularmente difícil para el comunicador de Dios, frente a la sociedad y frente a su Señor.

El Evangelio de hoy, por su parte, nos presenta a Juan el Bautista que está en la cárcel. Hasta ahí le llegan noticias sobre Jesús que, a primera vista, poco coinciden con el tipo de Mesías que él estaba esperando. Juan había utilizado las imágenes del “hacha” colocada en la raíz del árbol calculando el golpe final, y del “labrador” que recoge el trigo y quema la paja. Es decir, esperaba, como lo había profetizado Isaías 40,10, un Mesías poderoso: “ahí viene Yahvé con poder, y su brazo lo sojuzga todo”. De ahí que Juan legítimamente llegue a preguntarse si Jesús era verdaderamente el Mesías prometido, o si no sería otro el que vendría luego para hacer el juicio.

A semejanza de Jeremías, también Juan experimenta la terrible tentación de haber corrido en vano. Y es entonces que con gran humildad, pero también con firme decisión manda a algunos de sus discípulos a preguntar al Señor: ¿Eres realmente Tú el que ha de venir?

La respuesta de Jesús a los discípulos de Juan no es explícita, sino que ella debe deducirse de aquello de lo cual a partir de ese momento se hacen testigos: lo que ven y oyen que, precisamente, alude al cumplimiento de las antiguas promesas: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo” (Is 35,5-6a). “Oirán aquel día los sordos palabras de un libro y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos las verán, los pobres volverán a alegrarse en Yavhé” (Is 29,19-20).

Las obras de Jesús son leídas desde la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios se cumple en las obras de Jesús. Los enviados de Juan pueden personalmente ver con sus propios ojos la realización de la esperanza. Enumerando sus obras, Jesús está diciendo que la promesa ha sido cumplida, y que allí, de manera palpable, se puede captar la intervención salvífica de Dios, el Señorío lleno de potencia y de gracia que ha llegado.

Ustedes, queridos hermanos, desean ser “sal y luz del mundo”, comunicando a los hombres al Dios que por amor ha redimido a la humanidad haciéndose como nosotros, uno de nosotros, el Emmanuel. De aquí que han sin duda bien comprendido que, para serlo, primer e indispensable paso requerido -como afirmaron los pastores de América Latina y el Caribe en Aparecida-, es el del encuentro personal con el Señor Jesús, el de la experiencia de profunda amistad con él, sin lo cual la vida cristiana sencillamente no existe. Es este el primer paso que, como personas de comunicación deben siempre asumir y al mismo tiempo impulsar, pues la conducta según el Evangelio y el subsiguiente anuncio, serán auténticos sólo si surgen del conocimiento real que se deriva de la relación viva y personal de apertura a Cristo que se nos ofrece como Salvador y Mesías.

No será la amenaza del hacha ni el fuego ardiente los instrumentos que Jesús utilice para evangelizar sino su humanidad y su misericordia con el dolor humano. Los signos mesiánicos están ahí: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y a los pobres se les anuncia la buena nueva. Y Juan lo entiende bien: ¡Jesús es el Mesías anunciado por los profetas del Antiguo Testamento y no hay que esperar a otro! ¡Es Él y, en consecuencia, vale bien la pena seguir dando testimonio hasta el final!

¡Qué hermoso es, en verdad, contemplar al precursor en el momento de la prueba, en el momento de la lucha y también en el momento de la victoria!

Muy queridos hermanos: Durante la existencia y a lo largo del desarrollo del ministerio que el Señor ha confiado a cada uno, la imagen de Jeremías y la de San Juan Bautista deben ser un modelo y un aliciente en la lucha por llevar al mundo la buena nueva de Jesucristo, el Señor.

La alegría y la coherencia, es decir, la valentía que brota de la profunda convicción de que en Cristo, el Señor, el pecado y la muerte han sido derrotados, es y debe ser distintivo del cristiano, pero debe serlo particularmente para todo comunicador, siempre y en toda circunstancia. De esta coherencia y alegría del corazón nace todo lo demás.

Coherencia, valentía. Porque el anuncio del Evangelio –como ha escrito el Santo Padre en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de este año -, no debe ceder ante las lógicas que contradicen el mensaje: “El valor de la verdad que deseamos compartir no se basa en la “popularidad” o la cantidad de atención que provoca. Debemos darla a conocer en su integridad, más que intentar hacerla aceptable, quizá desvirtuándola. Debe transformarse en alimento cotidiano y no en atracción de un momento. No puede ser objeto de consumo ni de disfrute superficial, sino un don que pide una respuesta libre”.

En este contexto, la exhortación de San Pablo al recordarnos que el culto que los cristianos debemos ofrecer a Dios somos nosotros mismos, es más que oportuna. En efecto, sin la coherencia y la valentía que necesariamente lleva a desarrollar positivamente, por medio del amor, las relaciones de los cristianos entre sí y de los cristianos con Dios, jamás podrá llevarse a cabo el justo culto al Dios verdadero.

El culto agradable a Dios, -escribió el Santo Padre Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis-, nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos, y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables" (Sacr. Car 83).

Hoy como ayer, un culto verdadero conlleva un encuentro más vivo con Cristo y, desde Él, también con los otros, condición indispensable para hacer posible la transformación de los hombres y mujeres que viven en este nuestro mundo.

A semejanza de Juan el Bautista, el cristiano es por vocación aquel que prepara el camino de Cristo en los hombres. Aquel que sabe participar en la vida y en la misión de la Iglesia. Aquel que es capaz de sentir la feliz responsabilidad de hacer el bien, de conducir a todos los hombres y mujeres a Cristo. Aquel que, como miembro de la Iglesia y actuando conforme al Evangelio, es consciente de su responsabilidad de anunciar el Evangelio y de que, evangelizando, está comunicando, y cuando comunica, es siempre para evangelizar, usando todos los medios modernos y a su alcance, pero comenzando, obviamente, con el testimonio de la propia vida.

Llamados a ser signos y testigos de Cristo muerto y resucitado, necesitamos, en consecuencia, -como leemos en el documento de Aparecida-, “que nos consuma el celo misionero para llevar al corazón de la cultura de nuestro tiempo aquel sentido unitario y completo de la vida humana, que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle” (D.A.41)

Muy queridos hermanos. A la pregunta de los enviados de Juan el Bautista, Jesús responde invitándolos a mirar las obras a la luz de las promesas y del anuncio. A partir de ahí, aquellos discípulos se convierten en testigos del Mesías.

Siguiendo los pasos de Juan el Bautista y sobre todo los del Maestro Jesús, el comunicador cristiano está llamado a llevar a cabo una específica tarea profética: clamar contra los falsos dioses e ídolos de nuestro tiempo -el materialismo, el hedonismo, el consumismo, el nacionalismo extremo y otros-, ofreciendo a todos la verdad; pues, como bien subraya el Magisterio de la Iglesia, los medios de comunicación deben servir a la dignidad humana, ayudando a la gente a vivir bien y a actuar como personas en comunidad.

Que Santa María de Guadalupe, “modelo de una evangelización perfectamente inculturada”, que ha querido hacerse totalmente inteligible al otro, a su cultura y a su ritmo, y cuyo mensaje no está hecho sólo de palabras, sino también de gesto, de forma, de imagen, de lenguaje, de idioma, sea modelo para cada uno de ustedes. Que Ella les alcance de su Hijo Jesucristo la audacia, la valentía y la fidelidad que les sean indispensables en la realización de la retadora tarea que el Señor y la Iglesia les han encomendado.

Ánimo y que el Espíritu Santo les acompañe y sostenga día a día en sus labores.