sábado, 22 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES 2011


DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES
23 de Octubre de 2011

INTRODUCCIÓN

Una vez más, la Iglesia celebra a lo largo y ancho del planeta, el DOMUND, una jornada para recordar, para reflexionar, para comprometernos y para solidarizarnos. La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, reunida en Aparecida en el 2007, puso de el acento y desempolvó la mejor definición del cristiano como “discípulo y misionero”.

En efecto, cuando hablamos de las misiones, hablamos de algo más que de una simple actividad de la Iglesia, hablamos más bien de identidad.

Recordar continuamente lo que somos y la tarea que hemos de cumplir, nos libera de muchas otras cosas secundarias que pugnan por ocupar lugares prioritarios, nos vuelve constantemente a los orígenes y nos refresca nuestra razón de ser bautizados, de ser Iglesia.

La misión de anunciar el Evangelio no ha surgido como iniciativa o proyecto planteado y programado por la Iglesia, como si se hubiera esforzado en elaborar un complejo plan de pastoral que distinguiera tiempos, metas, objetivos, recursos y responsables; no se trata mucho menos de una ambiciosa empresa que intenta llegar a todos los rincones del mundo, con un propósito meramente humano, de dominio, ni siquiera con una motivación altruista. En realidad, la misión de predicar la Buena Noticia se inserta en la profunda y esencial razón de ser de la comunidad eclesial, ya que es la Iglesia la continuadora de la misma faena que Jesús recibió del Padre y a la que se abrazó con tal pasión hasta la entrega total de su vida, con la fuerza del Espíritu de Dios. De modo que el día que la Iglesia renuncie a proseguir con esta misión, en ese preciso instante deja de ser verdadera Iglesia y pierde todo sentido e identidad. El afán es anunciar una buena nueva, es decir, un mensaje importante y positivo que salva y que necesita el hombre verdaderamente escuchar. El Papa Benedicto XVI, en su mensaje con motivo de esta Jornada apunta: Es el servicio más valioso que la Iglesia puede prestar a la humanidad y a toda persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su existencia.

Puede suceder que acostumbrados a un ambiente religioso impregnado de cristianismo, pensemos en dar casi por concluida la encomienda, cuando en verdad estamos aún lejos de hacer realidad el sueño de que toda creatura reciba la luz del Evangelio. Si hablamos un poco de estadísticas, diríamos que en el mundo existen actualmente 983 de los llamados "territorios de misión" y que en ellos trabajan casi 50 mil sacerdotes y 370 mil catequistas, casados o solteros, que trabajan a tiempo completo o parcial. Tendríamos que decir que todos estos misioneros, y sólo éstos, se han comprometido a anunciar el Evangelio a los 3,500 millones de hombres que todavía no lo conocen y que representan las dos terceras partes de la humanidad.

Además, no podemos ignorar que la predicación de la Buena Noticia no sólo redunda en bien de la humanidad, sino que la misma Iglesia se vivifica en su fervor y espíritu apostólico, como atestigua el Santo Padre. Quizá por eso aquellas palabras del ahora Beato Juan Pablo II se han convertido para nuestra conciencia, en convicciones y certezas: La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! (Cfr. RM 2).

1.- UN MANDATO QUE NO PODEMOS EVADIR

Confesamos que la Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica, pero no excluimos que forma parte de su naturaleza el ser Misionera también, entre otras notas. En este año, es el Evangelio de san Marcos el que nos refiere las últimas palabras del Señor Resucitado a sus discípulos en las que los insta a la misión de ir y predicar. Somos conscientes de que donde se proclama el Evangelio se realiza en efecto la misión, pero no nos libra del compromiso de ir más allá de fronteras y territorios; no nos está permitido encerrarnos en nosotros mismos y conformarnos con los grupos y movimientos que dan vida a la Iglesia aquí y ahora cuando sabemos que son muchos más los que no han recibido el mensaje que los salva.

La proclamación de la Buena Nueva suscita por sí misma la fe que se concretiza en la aceptación de Jesús como Señor mediante el Bautismo.

No es insignificante la tendencia preocupante de algunos que se justifican alegando que se es misionero desde la cómoda seguridad de los lugares donde ya la Iglesia está establecida. Y tienen razón cuando reconocemos que urge avivar la fe de nuestros pueblos con añeja tradición cristiana, amenazada con convertirse en una religiosidad anquilosada y descomprometida. Tan es así, que el Santo Padre ha hecho un llamado a una nueva evangelización, que en más de un caso, significa literalmente una reevangelización por la pérdida de muchos valores, principios y actitudes netamente cristianos que se han ido diluyendo en esta época difícil. Pero el mandato sigue resonando sin modificación alguna: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”.

Creo que nuestra amada Diócesis de Campeche tiene que crecer mucho más en la mentalidad misionera que se exige a nuestra condición de bautizados; tenemos que crecer en la generosidad para ser capaces de compartir desde nuestras carencias, con otros lugares mucho más necesitados que nosotros; tenemos que aceptar igualmente, que tener corazón misionero implica dar, pero también estar dispuestos humildemente a recibir ayuda.

Podremos estar comprometidos con tal o cual movimiento apostólico en nuestras parroquias, pero no podremos llamarnos realmente misioneros mientras tengamos un corazón sedentario, una voluntad instalada y una incapacidad para la renuncia y el desapego. Ser misionero es una actitud permanente de libertad para dar y recibir, para ir y para permanecer, para estar siempre dispuestos en acudir a donde el Señor nos llama a trabajar.

Nos cuestiona como pastores que se haya invertido el proceso que el trozo de Evangelio de hoy señala como itinerario de discipulado e incorporación en la Iglesia. Las palabras de Jesús anotan que de la fe, del creer, sigue el bautismo. Nos interroga el hecho de que ahora haya más bautizados que creyentes, o lo que es lo mismo, más que reciben el bautismo y menos que se comprometen. Ahora primero nos bautizamos y después, sólo después y en algunos casos, alcanzamos la fe traducida en la vida. Señalar estas realidades no nos impide admirar el trabajo arduo e incansable de muchos bautizados que se han convertido, que han creído y que se han comprometido con las exigencias de su fe. ¡Pero no podemos ignorar la multiplicación de libros de actas de bautismo y la disminución de fieles que testimonian lo que creen!

El Papa advierte la situación difícil en que nos encontramos, con estas palabras: “es cada vez mayor la multitud de aquellos que, aun habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, y no se reconocen ya en la Iglesia; y muchos ambientes, también en sociedades tradicionalmente cristianas, son hoy refractarios a abrirse a la palabra de la fe. Está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales”.

La celebración del DOMUND se presenta como la ocasión perfecta para que reconozcamos como cristianos, que la tarea no concluye con la recepción del bautismo, sino que es ahí donde apenas comienza. Incorporados a la comunidad eclesial, es nuestro también el deber de llegar a ser misioneros de la Buena Noticia, partícipes como somos de la misión de Cristo que nos ha consagrado. Si es verdad que la Iglesia para ser Iglesia debe ser misionera, igual de cierto es que nosotros cristianos, para ser cristianos debemos ser misioneros. Ésta no es una opción…estamos hablando de identidad.

2.- Y EL SEÑOR ACTUABA CON ELLOS

La narración del Evangelio de este domingo concluye que luego de hablarles, Jesús subió al cielo en donde está sentado a la derecha de Dios. Y mientras los ahora Apóstoles hacían precisamente lo que Él les había mandado, el Señor actuaba con ellos y confirmaba con signos su predicación.

Si bien la idea de ascender al cielo nos aconseja una distancia y lejanía; si sus últimas palabras y la subida al cielo suenan a testamento y despedida, la verdad es que Jesús sigue presente con sus discípulos. Se trata de una manera más discreta, misteriosa, escondida, pero igualmente eficaz y real. En efecto, el cristiano cuando cumple su misión de ser mensajero del Evangelio, y en su lucha por respaldar con el testimonio la veracidad de sus palabras, experimenta la presencia del Resucitado que anima, fortalece e impulsa a ir siempre más allá.

Porque es verdad que los mejores signos que pueden acompañar a nuestra predicación, son los de la propia conversión personal, los que brotan del esfuerzo diario por hacer vida cada palabra del Evangelio, por encarnar las actitudes, sentimientos, proyectos e ideales de Cristo. Los milagros que nuestros hermanos que reciben nuestro anuncio quieren ver es que arrojemos los demonios que rondan nuestra vida; que hablemos una nueva lengua que no conozca de murmuraciones, de críticas, de blasfemias y groserías, sino una lengua nueva que consuele, que aconseje, que guíe, que sane las heridas de los corazones; quieren ver el milagro de que seamos capaces de tomar serpientes en nuestras manos, es decir, que en los ambientes peligrosos y malvados no sucumbamos ni nos puedan hacer daño, que podamos someter el mal que incluso anida en nosotros mismos y vencerlo a fuerza de bien; quieren ver que el veneno mortal del odio, de los rencores, de las envidias, del pecado, no puede ni podrá arrebatarnos la vida de la gracia ni provoca los estragos que acostumbra hacer en los corazón de todos los hombres; quieren ver, en fin, que nuestras manos curan a los enfermos, que limpian las llagas, que cuidan del menesteroso y del aquejado por el dolor, manos que se unen para aliviar las necesidades de los hermanos y que sanan las dolencias del alma que sufre.

De esta manera quedará en evidencia que el Señor también actúa con nosotros transformando la propia vida y probando los frutos de la salvación que vienen del Evangelio. Pero los signos personales que exige la vivencia de la Buena Nueva han de tener también proyección organizada hacia afuera. La tarea de la evangelización es un llamado constante a ser solidarios con los de cerca y con los de lejos; con los que nos son familiares y con los que nos resultan desconocidos. En su mensaje para la celebración de hoy, S.S. Benedicto XVI nos explica: Se trata de sostener instituciones necesarias para establecer y consolidar a la Iglesia mediante los catequistas, los seminarios, los sacerdotes; y también de dar la propia contribución a la mejora de las condiciones de vida de las personas en países en los que son más graves los fenómenos de pobreza, malnutrición sobre todo infantil, enfermedades, carencia de servicios sanitarios y para la educación. También esto forma parte de la misión de la Iglesia. Al anunciar el Evangelio, la Iglesia se toma en serio la vida humana en sentido pleno. No es aceptable…que en la evangelización se descuiden los temas relacionados con la promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión... Desinteresarse de los problemas temporales de la humanidad significaría «ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor al prójimo que sufre o padece necesidad»; no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús

Así, quedaría a la vista de todos que el testimonio personal y el compromiso con una misión que le pertenece a toda la Iglesia, desde nuestras posibilidades, dan fe de que el Señor actúa con fuerza en medio de nosotros y nos hace comprender que el regalo del Mensaje de Salvación no es patrimonio exclusivo de los bautizados, sino un don para compartir y para comunicar a la humanidad entera.

3.- QUÉ HERMOSO ES VER SOBRE LOS MONTES AL MENSAJERO

El tema misionero, que nos compete a todos como Iglesia, no es solamente un asunto para reflexionar, para ilustrar y compartir; la jornada del DOMUND no pretende actualizar datos, refrescar teorías y sensibilizar con las necesidades de otros. El Papa dice que esta Jornada Mundial es una ocasión valiosa para cuestionar nuestra respuesta a la vocación misionera que compartimos y para revisar el modo en cómo respondemos. Se trata pues de hacernos conscientes de lo que lo importante no es que sepamos la urgencia de la misión, sino que lo que apremia es ver sobre los montes los pies de muchos mensajeros que anuncian el Evangelio, es decir, no basta con saber, hay que hacer.

La profecía de Zacarías de la primera lectura revela ya la universalidad de la salvación ofrecida por Dios, que no se ha quedado reducida a una raza ni a una estirpe, sino abierta a todas las ciudades, pueblos y naciones que reconozcan al Señor y quieran implorar su protección. Si el Profeta vaticinaba que diez hombres de cada lengua extranjera tomarán por el borde del manto a un judío para pedirle ir con él a adorar a Dios, podemos nosotros corroborar que hoy en día somos muchos los que hablando otra lengua, guardando distintas maneras de pensar, viviendo de formas diversas, portando en la piel  diferentes tonos, queremos contemplar al Señor. Sí, hermanos y hermanas, el hombre de nuestros días tiene necesidad de encontrase con Dios; son décadas de sequía que hacen a la tierra del corazón del hombre implorar el agua que da vida; pretendiendo liberarse de los compromisos con Dios, el ser humano se ha alejado de Él pero ha perdido juntamente el sentido, la orientación, el rumbo y la razón de sí mismo y de las cosas. A nuestro mundo le urge escuchar la Buena Noticia de Jesucristo.

Pero la pregunta que nos corresponde contestar no es si el hombre quiere o no oír de Dios, porque tal vez hay quién no quiere, pero sí lo necesita. La pregunta que nos interroga en primera persona es si somos nosotros capaces de conducir a otros al encuentro con el Señor; si nuestra vida hace atractivo para los demás el ideal de ser discípulo y misionero; si nuestro testimonio empuja a que muchos nos tomen del manto y nos supliquen les compartamos la alegría y la paz que brotan de la esperanza y la fe en Jesucristo. La cuestión es si nuestra manera de vivir atrae o  aleja aún más a los hermanos que no conocen en carne propia al Señor.

Por su parte, el Apóstol Pablo acierta a confirmarnos en la salvación que se ofrece al hombre que declara con su boca que Jesús es el Señor y que crea en su corazón que Dios le ha resucitado. No se trata de una salvación que se consigue por medio de un conocimiento, sino de una fe que se vuelve forma de vida.

Existe un planteamiento interesante en el fragmento de la Carta a los romanos que escuchamos hoy como respuesta a las palabras que aseguran que todo el que invoque al Señor como a su Dios se salvará: ¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en él? ¿Cómo van a creer en él, si no han oído hablar de él? ¿Y cómo van a oír hablar de él, si no hay nadie que se lo anuncie? ¿Y cómo va a haber quienes lo anuncien, si no son enviados?

En efecto, queridos hermanos, somos responsables de que todos conozcan al Señor puesto que nosotros ya le hemos conocido. Sería un cruel egoísmo cruzarnos de brazos y reservarnos el regalo del Evangelio sólo para nosotros, de alguna manera somos responsables de la salvación de todos los hombres. A veces nuestra oración se dirige a Dios suplicando que su nombre sea conocido por todos, pero es verdad que no lo invocarán si no creen en Él, si no saben de su amor y de su poder; y hay muchos que no creen en Él por la simple razón de que no han escuchado hablar de Él, y no estamos hablando sólo de miles. Y viene lo interesante: ¿Y cómo van a oír hablar de él, si no hay nadie que se lo anuncie? He aquí el punto que más nos debe doler. Si no han escuchado hablar de Él es porque nadie se los ha anunciado. Y “nadie” se refiere a que ni tú ni yo hemos llegado hasta ellos para comunicarles el don de la fe.

Creo que ahora sí, a nadie nos está permitido poder dormir tranquilos esta noche si no estamos haciendo algo que nos una en el compromiso que tenemos como Iglesia. Tres son las opciones que nos propone la campaña de este DOMUND: O vas, o envías o ayudas a enviar. Cualquiera es válida, cualquiera es urgente, cualquiera contribuye a la salvación de nuestros hermanos.

El mandato ya está dado, somos enviados… ¿cuál es tu forma de cumplir con tu misión?

A MODO DE CONCLUSIÓN

Es un vivo deseo que la Jornada Mundial de las Misiones dé abundantes frutos de que refuercen la vitalidad de nuestra Diócesis. Que la conciencia de nuestra verdadera identidad misionera vigorice nuestra respuesta y el claro compromiso que tenemos con la humanidad entera de ir, de enviar o de ayudar a que otros vayan a fin de que todos recibamos el mensaje que salva. La Iglesia solamente encuentra fuerza y razón de ser mientras trasmite con fidelidad la Palabra, celebra los sacramentos e invita constantemente a los fieles al testimonio de vida. La misión que lleva a cabo el mandato de Jesús, queridos hermanos y hermanas, no tiene dedicatoria exclusiva, no es sólo para algunos, es para todo el que haya aceptado a Cristo como su Señor y se haya incorporado a su Cuerpo Místico que es la Iglesia. Hago un llamado a la oración constante por esta intención y a la generosidad desde sus posibilidades, al socorro de esta tarea eclesial.


Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche