martes, 4 de octubre de 2011

¿HA ABANDONADO DIOS A SU PUEBLO EN TIEMPOS DE DIFICULTAD?


¿HA ABANDONADO DIOS A SU PUEBLO
EN TIEMPOS DE DIFICULTAD?

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en su Visita Pastoral a la Diócesis de Campeche.

Excelentísimo Sr. Obispo.
Muy queridas hermanas y hermanos.

Me alegra encontrarme con todos ustedes, miembros de la Iglesia que peregrina en Campeche, para compartir juntos la luz que nos proporcionan las Escrituras, en particular, las palabras llenas de ternura, pero también de sentido juicio del profeta Isaías. Uno de los pasajes más bellos elaborados por el profeta con el propósito de ayudar al pueblo de Israel a comprender lo injusto que ha sido su comportamiento en contraste con el amor que su Dios le ha tenido en todo momento.

La pregunta que el dueño de la viña se hace, parece brotar de lo más íntimo de su alma con tonos desgarradores que, en el fondo, nos revelan e introducen hasta el corazón misericordioso de Dios: ¿Qué más podía hacer por mi viña que no lo haya hecho ya?, exclama. Y, en efecto, ¿ha Dios abandonado a su pueblo en tiempos de dificultad? ¿No es verdad que ha estado siempre cerca de él?

También el Evangelio retoma en una especie de alegoría el tema de la vid en la parábola conocida como de los viñadores homicidas, en la que Israel es también comparado a una viña escogida, provista de una cerca, de su lagar y de su torre de vigilancia, y para cuya belleza y cultivo su dueño nada ha escatimado. Se trata de una parábola que en cierto modo resume toda la historia de la salvación: los profetas, enviados por Dios, no siempre fueron escuchados. Más aún, a menudo fueron maltratados, golpeados, apedreados o asesinados. A pesar de todo, el Señor jamás desiste de sus intentos por recoger los justos frutos que se le deben y en mayor número envía a otros servidores que, sin embargo, no obtienen mejores resultados.

Y es entonces que parece escucharse nuevamente aquella queja del Dios enamorado de su viña: “¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? Si esperaba que diera uvas, ¿por qué dio frutos agrios?” (Is 5,4). Es la historia del Amor de Dios tan frecuentemente poco correspondido por el hombre; es la historia del Amor de Dios siempre fiel, que contrasta con la ingratitud y la infidelidad del Pueblo amado.

En la parábola, los culpables de la falta de frutos son los labradores que recibieron la viña en alquiler y que resultaron ser gente sin escrúpulos, gente que no estaba al servicio de la viña, sino que se servía de ella para su propio provecho. Su interés no estaba en ver cómo hacer crecer la viña y ofrecer al dueño el fruto que le correspondía, sino más bien en ver cómo podían arrebatarle la viña. En su corazón no había amor por la viña ni por el dueño de la viña, sino amor a sí mismos. En consecuencia, al ver venir a los enviados que van a recoger los frutos, se molestan, los golpean y matan. Porque cualquier cosa que se interponga a su bienestar y al mejor usufructo de la viña, debe ser eliminado.

Más aún, cuando ven venir al hijo, es decir, cuando tienen la oportunidad de respetar el derecho, aquellos hombres traman el crimen más cruel: suprimir al hijo. Forma en que precisamente trataron a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, a quien hicieron morir fuera de la ciudad de Jerusalén en una cruz. Las palabras finales de la parábola son dramáticas: el dueño de la viña acabará con aquellos arrendatarios y la dará a otros que sean capaces de producir frutos.

Muy queridas hermanas y hermanos. Es claro que ha sido el pueblo de Israel el primer destinatario del canto de Isaías y también de la parábola de Jesús. Pero, más allá, también hoy es Jesús quien con su palaba interpela a sus discípulos, a cada uno de nosotros.

Ambos textos, en efecto, ponen de relieve la importancia de producir frutos. En el primer caso es la viña que no ha originado lo que se esperaba de ella. En el segundo caso son los viñadores homicidas que no entregan los frutos debidos al dueño. El tema espiritual es importante: Dios ofrece al hombre múltiples dones: la vida, la fe, la vocación profesional, familiar, religiosa, sacerdotal; y el Señor, en correspondencia, espera frutos, espera que el hombre se transforme interiormente y que dé frutos de santidad, también para el bien de sus hermanos.

Si leemos atentamente el canto de la viña, si oímos seriamente la parábola, descubriremos que tratan de nosotros mismos, de nuestra propia historia. De nosotros que hemos recibido la vida y en ella tantos dones. Que hemos sido cuidados amorosamente por Dios que nos ha dado talentos y posibilidades, y que lógicamente espera que demos frutos abundantes.

Sin embargo, tristemente debemos constatar que tal vez una de las mayores preocupaciones de la sociedad actual, es aquella de tratar de volver a matar al Hijo; de borrar de la faz de la tierra la imagen de Dios; de convencer al hombre que él es el único y verdadero dios, dueño de su destino y hacedor autónomo de su propia vida.

Sí. Uno de los mayores empeños de nuestro mundo parecería ser aquel de desterrar a Dios de la existencia del ser humano para en su lugar poner al hombre cuya soberbia le hace concebirse como el todopoderoso; para en el lugar de Dios poner el poder como realidad apetecible y perseguida; para colocar en el lugar del Dios verdadero, al dios dinero, ese dios cruel que exige y que lamentablemente encuentra numerosos e incondicionales devotos dispuestos a inmolar diariamente la justicia, la solidaridad, el respeto, la dignidad, la caridad y la fraternidad humana. Para poner en el lugar de Dios el placer absoluto, al que hay que abrazar conforme a las reglas del individualismo, y caiga quien caiga.

Nuestras sociedades intentan con perseverancia matar nuevamente al Hijo que viene a recoger los frutos de vida que en justicia le corresponden. Pero ¿qué es lo que en realidad ha provocado este proyecto? La verdad es que hoy nos encontramos con miles de hombres y mujeres aniquilados por la droga y la violencia, detrás de lo cual está el dinero, la corrupción, el poder y la indiferencia ante el dolor y la muerte de los seres humanos. Nos encontramos con la explotación de las personas en sus diversas formas, con la masa de propuestas pseudo religiosas “al gusto” y “a la carta”, y con una gran variedad de supersticiones, a cuyos supuestos expertos acude la gente que, dejándose engañar, permite que Dios sea expulsado de su vida.

Queridos hermanos: la herencia que está recogiendo el mundo que se afana en matar al Hijo, es lamentable. Y, ante ello, es más necesario que la Iglesia y cada uno de los discípulos de Jesús recordemos que nuestra vocación no es vivir en la indiferencia, sino en el amor; trabajar para que la verdad y el amor sean difundidos y comunicados, y siendo portadores de esperanza para todos, no obstante la oposición y resistencia que el mundo promueve para que los valores cristianos no sean aceptados.

A la luz de la Palabra sería conveniente preguntarnos: ¿Qué actitud asumimos y qué estamos haciendo frente a las propuestas del mundo actual, de la cultura secularizada y de sus renovados intentos por echar fuera al Hijo del Señor de la viña, de quitar a Dios y la religión del quehacer humano? Nosotros, miembros y agentes pastorales de la Iglesia, ¿en nuestras vidas y servicio experimentamos el santo temor de que también se nos pueda quitar viña si no correspondemos al amor de Dios y a lo que Él espera de nosotros?

La Palabra del Señor nos invita, pues, a reflexionar seriamente sobre el tiempo, la vocación y los dones que Dios nos ha concedido. Ese tiempo de nuestra vida que fácilmente advertimos va pasando con demasiada rapidez y ante el cual, cuando queremos ver lo que hemos hecho de verdaderamente bueno para el bien del mundo, de la Iglesia y de las almas, nos encontramos con resultados muy exiguos. ¿Acaso hemos vivido como una viña distraída sin darse cuenta que su misión era producir uvas dulces? ¿O como los viñadores, que pensaron más en sí mismos que en el amor del dueño de la viña? El tiempo sigue pasando, pero mientras hay vida, hay esperanza de conversión, de transformación.

Para nosotros, la palabra de Dios es una exhortación a la fidelidad a Cristo y a no caer en el delito del antiguo pueblo infiel y de los hombres ingratos de la parábola. Al igual que los viñadores del Evangelio, también a nosotros llegan muchas inspiraciones del Espíritu Santo, consejos, estudios, lecturas, homilías y reflexiones. Pero, sobre todo, el Padre nos ha enviado a su único Hijo, a Jesús que es camino, verdad y vida; que no solo nos enseña mediante la Palabra y nos une a sí, en su cuerpo, sino también se nos da todo Él, en la Eucaristía y a través de los demás sacramentos.

También a nosotros el Señor nos ha querido liberar de la esclavitud del pecado, de las cadenas del egoísmo, y plantarnos en una tierra nueva que es su Reino, un reino de amor, de justicia y de paz; la paz verdadera a la que se refiere san Pablo en la segunda  lectura, cuya realización depende de nuestra apertura al amor infinito de Dios mediante la puesta en práctica de todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable (Filip 4,8).  

En el Salmo Responsorial, recordando las maravillas obradas por Dios, el pueblo en el exilio habló al corazón de su Señor que lo liberó de Egipto con el poder de su brazo. Y entonces, desde la experiencia del desamparo brota de ese pueblo un grito manifestando a su Señor la voluntad de retornar a Él, y su súplica humilde al Dios de la misericordia. Y Dios no se mostró indiferente, sino que respondió favorablemente formando del resto de Israel un nuevo pueblo.

Este nuevo pueblo es el pueblo de Jesús, el pueblo de los apóstoles, el pueblo de María: nuestra Iglesia católica. Pueblo nuevo en el que  hay que aprender a reconocer y a retomar constantemente los proyectos de Dios a favor del hombre y de la entera humanidad.

Impulsados y renovados por la Palabra, esforcémonos, queridos hermanos y hermanas, por hacer vida la voluntad de Dios en todo momento y en toda circunstancia; en producir frutos abundantes que contribuyan a conseguir la perfección personal y lograr una convivencia social más humana, y a construir la “civilización del amor”, para, así, edificar el Reino de Dios en nuestro mundo y en esta nuestra tierra.

Por intercesión de la Purísima Virgen María, Madre nuestra y Madre de la Iglesia, pidamos con humildad, fe y confianza que a todos y cada uno el Señor Jesús nos colme de sus gracias y dones; que bendiga a cada una de nuestras familias; que nos ayude a saber acoger la semilla del Espíritu y a trabajar generosamente para hacer que germine, crezca y produzca abundantes frutos de santidad, y seamos, así, decididos constructores de su Reino de Paz, de Justicia y de Amor.