lunes, 19 de septiembre de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO
18 de Septiembre de 2011

INTRODUCCIÓN

En este domingo nos encontramos ante un Evangelio que no cuadra para nada en los criterios y forma de vivir de nuestro mundo. Hasta a muchos de nosotros nos parece criticable, disparejo, o hasta un poco idealista, si pensamos en el mensaje de Dios desde nuestras circunstancias.

Pero precisamente aquí radica la grandeza de la Palabra de Dios, aquí se anida su riqueza y su sabiduría, no en profundizar y cultivar el pensamiento del hombre que puede revolcarse en su propio lodo, sino en abrirnos a una dimensión que supera nuestras medidas y nuestros razonamientos. Por fortuna, ni nuestra manera de pensar, ni nuestra forma de actuar son las de Dios; nuestros caminos, no son los Suyos.

Con mucho nos supera la sabiduría de Dios, a la ciencia del hombre. En tal anchura que al decir del profeta Isaías Sus caminos nos aventajan como aventajan los cielos a la tierra.; el hombre enraizado al polvo, y Dios en la libertad y majestad del infinito.

Escuchamos en el Evangelio de hoy el pasaje que narra la parábola de los trabajadores de la viña o del amo generoso, que además de ser una llamada para incorporarnos a la tarea y misión de la Iglesia, es la revelación de una medida más grande que la justicia: la magnanimidad de Dios.

Quiera Dios concedernos, -y queramos nosotros recibir-, un corazón así de generoso para alegrarnos con la salvación de los demás y para desgastar nuestra vida al servicio del Señor con el gozo de una recompensa que no puede ser mayor que la vida eterna en su Reino.

1.- UNA INVITACIÓN A TODA HORA

Si bien al decir de algunos exégetas, la parábola que escuchamos hace alusión a un repaso rápido por la historia de la salvación, desde la primera hora de la creación y sonando diferentes horas de la historia, en un esfuerzo por actualizar aún más el mensaje de hoy alcanzamos a escuchar una llamada más cercana, más universal.

El pueblo de Israel, con toda certeza podría sentirse aquellos obreros que son llamados desde el amanecer, con la gratuita elección que Dios hizo al establecer con él Su alianza, pactando un denario, o mejor dicho, el denario que bien podemos comprender como Su salvación; sin embargo, la voluntad salvadora de Dios quiere llegar a todos, porque todos hemos salido de Su mano. Por eso el Señor vuelve a salir a media mañana, al medio día, a media tarde e incluso al caer la tarde.

Qué bellísimo gesto de la bondad de Dios y de su amor por nosotros. El Gran Buscador, el Dueño Generoso que no se cansa de invitar a todos a venir a su viña para poder recompensar como sólo Él sabe.

De modo que esta parábola se convierte en la insistente invitación de Dios a unirnos a su viña, a su Iglesia que vive en el mundo, pero como trabajadores. Quizá sea una manera diferente de encomendarnos el mismo mandato misionero para que nos esforcemos porque aquellos que están aún de ociosos, alejados, o sin conocerle, se acerquen y descubran su generosidad salvadora.

Es un hecho que muchos aún andan vagando, muchos que siguen sin hacer nada en las plazas, muchos que están desempleados, muchos que les falta comprometer la vida para darle un sentido y dirección; pues de igual manera es un hecho que Dios sigue llamando a todos para que vayan a su viña, y por tanto precisa de nuestro buen testimonio del nombre cristiano para hacer atractiva la invitación.

Queridos hermanos y hermanas, tal vez resulte conveniente recordar que nosotros mismos hemos sido invitados, pero que el hecho del bautismo no nos pone como consecuencia en calidad de trabajadores, porque puede ser que muchos no hemos aceptado el trato; nos puede parecer mucho el sacrificio y la renuncia, y demasiado poco un denario; podemos encontrar otro oficio menos exigente y de momento más gratificante. O puede ser que sí hemos venido a la viña, pero de eso a trabajar hay un gran trecho. O quizá, está sonando para cada uno una hora distinta en su vida, de adolescencia, juventud, madurez, o la hora de la tarde, y no termina por decidirse.

Entendiendo así la Palabra de Dios, no podemos quedarnos cruzados de brazos atenidos a que ya estamos dentro, y desviar el mensaje sólo para aquellos que aún no escuchan ni atienden al llamado, porque también se dirige a nosotros para que comencemos a desgastar nuestra vida, nuestras energías y talentos, en hacer una ardua siembra, un intenso cultivo para lograr una próspera cosecha.

Ya el Beato Juan Pablo II, sobre todo en la Exhortación Apostólica Christifideles Laici, nos ha urgido a la hora de los laicos, la hora de tomar en serio su identidad y su misión en el mundo y en la Iglesia. ¿Hemos escuchado la invitación de Dios? ¿la hemos aceptado? ¿nos estamos desgastando en el trabajo de la viña o estamos defraudando el buen Señor? Sin importar la hora en que nos ha llamado, ¿le hemos respondido con generosidad? Dios no quiere acumular denarios, preferirá siempre tener obreros a quienes colmar de su salvación.

2.- Y LA ENVIDIA AGUARDA

Al atardecer el dueño en la parábola ordena a su administrador pagar su sueldo a los jornaleros, comenzando por los últimos en llegar. Tal vez la única intención de este mandato consista en hacer testigos y dar una lección de benevolencia, a aquellos llegados desde el principio del día.

Podemos imaginar de alguna manera la expectativa en crecida que albergaban aquellos primeros trabajador al contemplar que los que menos horas habían trabajado, recibían la buena paga de un denario. Y podemos hacer este ejercicio de imaginación por el hecho de que somos tan parecidos a esos trabajadores, que medimos la paga, la recompensa, no en intensidad sino en cantidad. Esta realidad y este modo de proceder de nuestros días, donde el trabajo del hombre se compra y se vende en proporción, pueden llegar hasta el campo de lo espiritual.

Sucedió ya con los fariseos y los escribas y amenazaba con tentar también a los discípulos de Jesús, de manera que se adelanta a esta enseñanza para prevenirnos. Empero, no faltará quién conciba la salvación como mero premio alcanzado, como sueldo conquistado, como mérito del esfuerzo, como no faltaron aquellos judíos que se sometían con rigidez al yugo de la Ley y que en verdad creían que sus buenas obras merecían de Dios favores y vida eterna. De igual forma, no faltarán muchos cristianos que le cobren la factura al Señor, alegando sus sacrificios, misas y oraciones; o que se ofendan y rebelen cuando toca el infortunio a las puertas de sus hogares, como si su vida piadosa no hubiera servido de nada.

Cuando nos confiamos en la suma de nuestras obras, cuando llevamos el registro de lo que le damos a Dios, cuando estamos en la viña más por interés que por amor, la reacción no puede ser otra ante la trama de la parábola. Los trabajadores molestos llevaban cuenta de las horas y del peso del día que habían soportado; les parece injusto ahora lo que al principio habían aceptado como justo, el precio pactado; les enoja su ambición frustrada, sus hambrientas expectativas. Queda claro que para ellos sólo era un trabajo que no disfrutaban, una labor que precisamente tenían que soportar; para ellos no hay más interés de por medio que su avaricia sin alegrarse un poco del beneficio que recibían sus compañeros y que seguramente serviría para el sustento de sus familias; se torna imposible para ellos seguir ocultado una envidia que los sobrepasa sin razón.

Puede resultarnos una escena conocida y familiar ésta, la de la envidia. Es muy probable el sentimiento cuando a personas que consideramos “más malas” que nosotros, les suceden cosas positivas; pasa cuando a los menos devotos y píos Dios se muestra prodigando bendiciones; pasa cuando algún novato arrebata puestos deseados; pasa incluso cuando a la Iglesia, a los grupos o movimientos, se acercan “pecadores de otros tiempo” y reciben alguna encomienda especial; pasa cuando al que lleva menos tiempo trabajando, recibe el mismo denario que yo. Sin embargo, no podrá sucedernos en la presencia de Dios, porque un sentimiento así nos quitaría la oportunidad de gozarnos en la salvación de los demás, y la envidia nos encadenaría al rechazo a la generosidad de Dios y por tanto, a la lejanía de su presencia eterna.

Por eso, quiero decirles a ustedes, amigos y hermanos, que trabajemos en la viña evitando todo interés mezquino, sin registro y sin factura, despreocupados por la cantidad y dedicados a la intensidad generosa; que sea nuestro el sentimiento del Apóstol Pablo que se regocija en su labor y su misión, que con gusto seguiría ejerciendo si significara frutos de salvación para sus hermanos.

3.- ALGO MÁS QUE JUSTICIA

La respuesta, simple e irrebatible del dueño de la viña, aplaca nuestra incomodidad: “Amigo, yo no te hago ninguna injusticia”, y si el reclamo se ve forzado a quedarse en la punta de la lengua porque es verdad. En absoluto, al pagar un denario le comente injusticia alguna, porque era lo acordado. De este modo, siendo justo el Señor, nos enseña que hay una altura mayor; Jesús nos está revelando el camino para ser buenos y misericordiosos, sin necesidad de lesionar la justicia para nada, sin connivencia ni complicidad, podemos ser también compasivos.

Al pensamiento del hombre, la justicia aparece ya como un tope sublime de rectitud y bondad, tope que al decir verdad, no hemos alcanzado aún, y eso nos coloca lejos de dar el paso a lo que nos invita el Señor.

La justicia, ideal para unos, virtud para otros, ha sido tema de reflexión desde antiguo, y sus definiciones van desde la condición que mantiene la unidad, el acuerdo y la armonía (Platón), la exigencia del respeto al bien ajeno (Aristóteles), hasta la tesis consagrada por santo Tomás, acogiendo la definición de Ulpiano, como la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde.

Dado que no es el punto lo que es o no justicia, bástenos saber que sí defiende lo que pertenece a cada uno, de dar conforme a su necesidad y a su esfuerzo. Pero lo que nos descubre el Evangelio de hoy es un punto que supera la justicia, sin destruirla. Nos puede venir a la mente las frases también bíblicas, de que al final, el Señor dará a cada uno según sus obras, y no contradecimos en nada esta justicia que también pertenece a Dios, es sólo que no podemos obligarlo a quedarse en esta estatura. Dios no nos dará lo que no merecemos, pero sí puede darnos más de lo que merecemos, en el sentido de que no le importan las obras, sino las personas; en contexto de que nuestro esfuerzo nunca será suficiente para el denario que Él quiere regalarnos.

El rostro que Jesús muestra de su Padre, pues, no es sólo el de justo, sino el de magnánimo.

La magnanimidad es el valor que convierte a un hombre bueno, en un espíritu grande, y hace del Dios bueno, el Padre amoroso de Jesucristo.

Esta actitud, es la que dispone a dar mucho más de lo que se considera normal y justo, es la disposición para entregarse a sí mismo hasta las últimas consecuencias, sin temores y sin intereses. La magnanimidad es el ánimo que no depende de las circunstancias o del merecimiento del hombre, sino de la nobleza del alma, de la grandeza de su espíritu, que no le basta con ser justo y generoso, sino que busca la donación y la sublimidad de la propia entrega.

Este es el Dios que no solo nos llena de bendiciones, sino que se nos da, en la prueba más grande de su Hijo, en la prueba más eterna de su salvación.

 A MODO DE CONCLUSIÓN

Estamos ante la hermosura de un Dios magnánimo, que no pretende para nada provocarnos rebeldía o molestia, mucho menos la insana envidia y el resentimiento, es cuestión de reconocer que también con nosotros es y ha sido así de misericordioso, que por encima de lo que hacemos y dejamos de hacer, Él está al pendiente y atento a nuestras necesidades porque le interesamos cada uno.

Qué bueno que el Señor quiere darnos lo mismo a los del principio que a los últimos, de otra forma no alcanzaríamos el salario eterno. Que no entretengamos más nuestra respuesta generosa a la invitación de Dios para dirigirnos a trabajar a su viña. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche