domingo, 7 de agosto de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
7 de Agosto de 2011
INTRODUCCIÓN

La vida del hombre y del mundo es tempestuosa. Vientos fuertes y adversidades nos tambalean con la violencia de la incertidumbre y de la poca fe.

En el largo capítulo 13 de San Mateo Jesús se dedica a acercar el misterio del Reino a los sencillos, pero ese Reino no es concepto ni noción abstracta, es una realidad que se concretiza y se instaura en los corazones y en los ambientes. Por eso, en semejanza a la perícopa del domingo pasado –de la multiplicación de los panes-, el texto de hoy tiene un tinte eclesiológico. La comunidad de creyentes, la Iglesia, es el signo visible del Reino de Dios entre nosotros. Con este fin, el Maestro se encuentra en medio de sus discípulos para cimentarlos con firmeza en la fe; para remendar las grietas de la incredulidad; para hundir profundamente las raíces de su esperanza.

En sintonía con el tema evangélico de hoy, encontramos el texto de la primera lectura, del primer Libro de los Reyes. Un drama de fatiga y de esperanza; una bellísima historia de los fantasmas del hombre y el poder real de Dios. Elías, Pedro, tú, yo… es la historia de todos, aturdidos por las tempestades que nos azotan. No todas las historias tienen un final feliz, como las que escuchamos hoy; quizá nuestra crónica se encuentra en el esplendor y no se vislumbra calma en nuestras olas; ni silencio entre los truenos.

La escena del Evangelio, esa mejor conocida por lo espectacular del relato porque Jesús camina sobre las aguas, se enmarca inmediatamente después de la primera multiplicación de los panes que narra Mateo. Jesús hace que sus discípulos suban a la barca, con esa insistencia con que algunas versiones traducen como “obligar”, como si el Señor empujara a sus amigos –con toda la intención-, a una experiencia de miedo y peligro. Mientras tanto, Jesús se retira a orar, a solas, a una montaña.

Así se pelea contra la soberbia, así se vence la vanagloria, así se libera de la presunción que amenaza con volver estéril todo mérito. Jesús no permite que le llamen y lo coronen como rey, no ha obrado los milagros para hacerse de fama o adquirir  prestigio. Tiene los pies bien puestos en la tierra, encarnados en su misión; no le mueve sino el hacer germinar su obra de modo que siga creciendo por sí sola; se trata de afianzar la fe de los suyos. Por eso, todo lo que cosecha con su poder, corre de inmediato a llevarlo a donde su Padre, en lo alto de la montaña donde se respira del mismo aliento de Dios, en la soledad evangélica que nuestro Padre habita, en la oración sincera y cordial que es el único idioma que Dios entiende.

Pero vayamos, atravesemos la noche para alcanzar a ver la barca agitada por las olas y admirar el milagro que suscita y fortalece la fe de aquellos pescadores y de estos –nosotros-, pecadores.

1.- EN LA CUEVA DE ELÍAS

El episodio del Primer Libro de los Reyes que escuchamos en la primera lectura esconde toda una historia que nos pone en contexto y nos atrapa con más fuerza. El profeta Elías se ha enfrentado a los sacerdotes de Baal y los ha dejado en ridículo, demostrando al pueblo que no hay más Dios que el Señor. El rey Ajab lo ha tomado como afrenta y corre a decírselo a Jezabel, quien promete vengar con la vida del profeta tal humillación. Por eso Elías huye y lo descubrimos errante por el desierto, con una súplica desgarradora y deprimente: “Señor, mejor quítame la vida”. Pero los planes de Dios son otros y le alimenta con pan y agua para un camino que no termina allí, ni se ve cerca su final. Las fuerzas de ese alimento le duraron por cuarenta días y noches, hasta que llegó al Horeb, la montaña de Dios.

En aquella fría cueva del Sinaí, le acongoja al profeta la suerte y la ingratitud de su pueblo, el que había sido favorecido por la Alianza, el que había experimentado el poder del Señor y ahora le había dejado sólo. Empero Dios no está lejos, Él no desatiende las necesidades de los suyos, no se ausenta cuando de por sí el alma se siente abandonada y abatida. Está ahí con Elías, pasa al lado suyo. Pero a Dios no se le descubre en el viento impetuoso y destructor, ni en el terremoto devastador, ni en el fuego devorador…sino en la brisa, y entonces Elías se cubrió el rostro ante la majestad del Señor. Esa brisa suave se parece mucho a la brisa del Génesis, la hora en que Dios visitaba al hombre en el Paraíso para estar con Él; la brisa que en la montaña en aquella noche, Jesús podía disfrutar luego de tanta fatiga.

El silencio de la suave brisa significa hermosamente la hora del silencio en la oración, cuando Jesús en nosotros sus hermanos, sigue subiendo a la altura de su Padre para estar con Él y ponerse y ponernos todos en Sus manos.

No siempre en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el espectáculo, ni en el fuego, sino en el silencio se encuentra a Dios, en la brisa de la intimidad del corazón está nuestro Padre. No podemos ignorar el llamado fuerte a salir de nuestra cueva para gozarnos en la presencia permanente de Dios a nuestro lado. No podemos pasar inadvertida la invitación a vivir orantes, en las labores diarias, como Elías y Jesús. No podemos evitar vernos reflejados en la experiencia del Profeta, perseguido, amenazado, condenado de antemano, rechazado por no moverse fuera de la verdad  y la justicia; Elías podemos ser cada uno de nosotros cuando nos escabullimos a alguna cueva porque las dificultades de la vida nos parecen demasiadas, cuando nos derrumba el rechazo de muchos porque nos esforzamos en vivir coherentemente la fe, cuando nuestra súplica se vuelve lamento porque las cosas no siempre resultan a nuestra conveniencia, cuando tenemos miedo al sufrimiento y al dolor. Cuando nos deslizamos hasta el rincón de la cueva de la tristeza, del desánimo,  de la indiferencia por miedo a los truenos, al temblor, al fuego, y al viento fuerte, el Señor sigue pasando por delante, nos sigue abrazando con su brisa, nos sigue dando fuerza para vivir nuestra vocación y nuestra misión particular.

Cuando nos tiente el demonio de la soberbia o el demonio de la aflicción, asomémonos un poco al umbral de la cueva, subamos un poco más por la montaña de Dios y démosle la oportunidad de que en la brisa y en la soledad de la noche, sintamos su presencia, lo sintamos a Él y cobremos el valor y el poder de enfrentarnos a Ajab o de caminar sobre las olas encrespadas.

2.- TEMPESTAD CONTRA FE

Allá está la barca de los discípulos, mar adentro, embestida por la violencia de las olas que le son contrarias. La oscuridad de la noche viene a acrecentar el miedo en la tripulación. Por horas tuvieron que lidiar con estas condiciones adversas hasta la madrugada. Después las cosas se vuelven peores porque alguien se acerca caminando sobre las aguas, con toda la apariencia de un fantasma para colmo de sus asustados ánimos.

Lo que no alcanzan a ver los discípulos es a su Maestro que domina la tempestad, el mismo que ha multiplicado los pocos panes y pescados apenas hace unos momentos. Pareciera que el viento se ha llevado también la fe de los apóstoles.
Por eso Jesús tranquiliza sus miedos con esas palabras que dan sosiego: No teman. Soy Yo. Y al instante los lleva a las páginas del Éxodo para volverse otros Moisés que atestiguan una manifestación de Dios. Si Jesús es Yo Soy, entonces no hay nada que temer.

Para la mentalidad veterotestamentaria, el mar representa las fuerzas del mal, significa lo que continuamente se enfrenta al hombre para hacerlo sucumbir, a veces tan misterioso, tan profundo, tan poderoso e inmenso. Y ese precisamente sobre esas olas furiosas que sacuden la barca, sobre las que Jesús camina.

Puestos frente a este pasaje, nos descubrimos alentados en nuestra propia vida. Es cierto que la lancha en el mar representa primeramente la barca de la Iglesia que navega las aguas del mundo y de los siglos y se encuentra con vientos contrarios que la quieren hacer sucumbir, pero que conducida por Cristo surca los mares y las tempestades hasta el puerto seguro fijado desde el principio.

Pero también es el buque de la existencia del hombre, que en su travesía se topa frecuentemente con estas sacudidas a la fe, con las vicisitudes que atentan contra la esperanza y los ánimos, con los problemas familiares, económicos, personales que tambalean la estabilidad de la vida. Pues a nosotros tripulantes, también nos dice el Señor que no tengamos miedo, porque Él es Dios, el que no se baja de la barca y huye sino se acerca para traer calma y paz a los angustiados corazones.

Es entonces cuando aparece Pedro, como retando al poder de Dios a fin de reconocerle. “Si eres tú, mándame ir a ti, caminando sobre las aguas”. Sería un intento de probar la experiencia increíble, sería en afán de lucirse a los ojos de sus amigos o sería con la intención de medir su fe. Lo cierto es que ahí va Pedro, ahí va todo el hombre motivado por la voz del Señor que le llama ir a Él por encima de los males y de los problemas del mundo, pero también ahí está Pedro y está todo el hombre hundiéndose vencido por el miedo. No cabe duda que a veces los vientos son más fuertes que nuestra fe, que los conflictos son más poderosos que nuestra confianza y que las olas más altas que nuestra esperanza.

En nuestra vida de fe, el Señor nos llama a ir a Él, a ser capaces de caminar sobre el mal que nos tienta y nos obstaculiza el paso, a vencer nuestros miedos y no naufragar en nuestro intento de vivir la coherencia de la fe con el testimonio cotidiano. Ánimo, si el Señor nos dice “Ven”, seguro que también tenderá su mano en nuestra ayuda cuando nos tiemble el paso, cuando las dificultades nos ahogan. Sólo hay que decir con fuerza y con insistencia: “Sálvame Señor que me ahogo”. Estemos atentos, para que las aguas no nos devoren, que sepamos pedir ayuda antes de que sea tarde. Lo grave no es dudar, lo grave es no buscar socorro cuando nuestras fuerzas no nos alcanzan. Permítanme recordar los versos del Poeta, Amado Nervo en su composición intitulada “El Milagro”, que canta a su manera este pasaje del Evangelio
:
... Dudé ¿por qué negarlo? y en las olas me hundía 
como Pedro, a medida que más hondo dudé.           
Pero tú me tendiste la diestra, y sonreía         
tu boca murmurando: ¡hombre de poca fe!           
¡Qué mengua! Desconfiaba de ti, como si fuese     
algo imposible al alma que espera en el Señor;     
como si quien demanda luz y amor, no pudiese       
recibirlos del Padre: fuente de luz y amor.

3.- EN VERDAD, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS

Jesús sostiene con fuerza la mano de Pedro que se hunde y en su boca un reclamo triste, amargo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. El tramo de la orilla a la barca se ha vuelto un verdadero camino que conduce a la fe. Subidos a la barca con tanta insistencia del Señor, han sido advertidos de las contrariedades que se avecinan a la hora de conducir la Iglesia y de vivir las enseñanzas del Maestro. Contemplarlo caminando sobre las aguas, hay podido distinguir su figura y su poder que supera todo mal. Sosteniendo a Pedro, les confirma en la certeza de que siempre estará ahí para sostenernos también a nosotros. Y subiendo a la barca, hace que todo se apacigüe e impere la paz. No hay dudas, Él es el Yo Soy del Antiguo Testamento, Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios.

Las cosas que suceden  en nuestra vida, lo bueno y lo malo, son situaciones que no podemos soslayar, pero también son ocasiones para que reconozcamos al Señor pasando a nuestro lado para reafirmarnos en la fe, para que lo confesemos como el Hijo de Dios.

El Dios de paz viene a nosotros no para sembrar tormentas, sino para instaurar la tranquilidad. Quién sabe si nuestra barca, sorteando los mares  y los vientos, ha podido encontrar quietud; quién sabe si nuestra vida ha tenido la oportunidad de invitar a Jesús a venir a bordo para que venza nuestros temores y disipe las tempestades que nos aterrorizan, nos sacuden, nos hacen naufragar.

¿Por qué dudamos? No hay nada que temer si el Señor sortea con nosotros la vida y sus sorpresas, si nuestra fe nos ha llevado a reconocerle como el Hijo de Dios.

A MODO DE CONCLUSION

Aprendemos de la Palabra que Dios nos dirige este domingo a vivir alertas, para que no pase de largo el Señor en nuestra vida; a buscarle en la hora de la brisa y en la intimidad de la oración; aprendemos a vencernos y a cobrar en su presencia el valor y el ánimo para continuar nuestra vida y nuestra misión. Nos vemos reflejados en Elías el profeta, y en Jesús orante, el Hijo de Dios.

Nos queda claro que las tempestades que nos azotan nunca serán más fuertes que el poder de aquel que se pasea por encima de las olas y las crespas de la maldad del mundo. Que si nuestras fuerzas son pocas, una mano se tiende en nuestro auxilio cuando nuestros pasos se encaminan a Él y el viento se torna aún más violento.

La escases de la fe encuentra en las circunstancias de la vida que nos superan, la ocasión para fortalecerse en el amor de Jesús que nos rescata, que sube complacido a nuestra barca para calmar la tormenta.

Cuando se desaten los vientos y la tempestad nos llene de miedo y de desalientos a la hora de vivir conforme a la voluntad de Dios, que no olvidemos la súplica de Pedro, esa que no podrá desoír el Señor: Sálvame que me ahogo.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche