REFERENCIA A CRISTO, CLAVE PARA
COMPRENDER REALIDADES SACERDOTALES
Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, con motivo de las Ordenaciones diaconales y presbiterales de los Misioneros Servidores de la Palabra.
Muy queridos ordenandos, hermanos y hermanas todos:
Es mucha la alegría que hoy, a ustedes y a nosotros, nos llena el corazón. Ante todo a ustedes que hoy recibirán el orden del diaconado o del presbiterado. A ustedes, que en primera persona han decidido dar su ¡Sí! a la llamada del Señor a estar con Él y a ser enviados, desde la Iglesia, al mundo.
Pero este evento llena de gozo también los corazones de todos los Misioneros Servidores de la Palabra, de los formadores y profesores que luego de algunos años de cuidadosa y paternal formación y acompañamiento en el itinerario vocacional de cada uno, ven con inmensa esperanza que sus hijos serán hoy consagrados a Aquel que es La Palabra del Padre.
Pero de esta alegría se llenan también sus familias, sus amigos y los miembros de las comunidades cristianas que les conocen y hoy les acompañan con su estima y oración. En fin, también todos los aquí presentes, que agradecidos con Dios nos alegramos y unimos de corazón a esta sugestiva y trascendente celebración.
Una celebración, un evento, en medio del cual es bueno que nuestros ordenandos experimenten un sano y santo conmoción al considerar que dentro de unos momentos serán consagrados e investidos de una misión que indudablemente los supera: Decir en nombre de Dios a los hermanos: ¡les traigo una Buena Noticia, alégrense! Decirlo, proclamarlo desde la pequeñez del propio ser, es, sí, algo que no puede no llenar de conmoción, y al mismo tiempo, de profundo gozo.
La conmoción que experimenta quien tiene que enseñar la Palabra que Otro pone en sus labios, pero también el gozo de saber que la palabra que se anuncia es La Palabra de Verdad. La conmoción de quien es consciente de haber recibido la tremenda encomienda de nutrir y acrecentar el bien y la gracia en los seres humanos, pero al mismo tiempo el gozo de saber que de la vocación a la santidad, él mismo es también sujeto. La conmoción de tener que guiar con entrañas de misericordia a “las ovejas”, que son todas del Señor, y a las comunidades cristianas, junto al gozo de saber que ese servicio pasa necesariamente por lo más grande: por el dar la vida, amando a los hermanos.
Sí, hermanos. Hoy asumen un compromiso que estremece pero que también colma de gozo, porque al asumirlo se hacen a ustedes presentes las palabras de Jesús que les reitera: “Vengan a mi todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio”. Palabras que muestran que Él no los deja ni los dejará solos ni extraviados en una sociedad en la cual podrían sentirse desorientados; que, por el contrario, Él estará todos los días con ustedes, porque los ama.
Sí, queridos hermanos. Dios, en Cristo Jesús me ama; ama a cada uno con un corazón pleno de amor infinito. Una verdad que debería llenar de profunda y gozosa esperanza a todos, pero particularmente a ustedes que hoy recibirán el orden del diaconado o del presbiterado; ustedes, a quienes Dios ha llamado para que estén con Él y para que, configurados e identificados a Cristo, compartan sus preocupaciones por los hombres de tal manera, que también ustedes, al igual que el Señor y en su nombre, puedan existencialmente decir: “vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados…, yo les daré alivio”.
Hermanas y hermanos: La liturgia de este día nos invita a dirigir nuestra mirada hasta dentro del Sagrado Corazón de Jesús que, en la cruz, traspasado por la lanza del soldado se nos muestra abierto, hablándonos del amor y de la misericordia de Dios, revelándonos así su sacerdocio arraigado en lo más íntimo de su ser humano-divino, e indicándonos el perenne fundamento y el criterio válido de todo ministerio sacerdotal que es, también el amor.
En efecto, es la vivencia del amor de Cristo lo que deberá llenar totalmente la vida de nuestros queridos ordenandos. Cristo, en el amor y por pura iniciativa suya los ha llamado. Todo en ustedes y en su vida es gratuidad, todo es fruto de la gracia. Ha llamado a cada uno por su nombre, con su propia historia y realidad, para hacerlos partícipes de su mismo ser Sacerdote, Altar y Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo; para que realicen en su nombre aquello que ningún ser humano podría hacer por sí mismo: “Ellos, Señor, renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu Pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu Palabra y lo fortalecen con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por Ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte así testimonio constante de fidelidad y amor” (Prefacio, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).
Sí, hermanos, el sacerdocio no es un simple «oficio», es un sacramento: Dios que se vale de un hombre para estar presente entre los hombres y para actuar en su favor. Esta es la grandeza del sacerdocio: la gracia que se oculta en la audacia de Dios que se abandona en las manos de un ser humano que, aun con sus debilidades, es por Él capacitado para actuar y para presentarse en nombre y persona suya.
Queridos hermanos, por su incorporación a Cristo en el Bautismo, todos los cristianos somos permanentemente invitados a alcanzar la plenitud de la vida cristiana en Cristo, mediante el don del Espíritu Santo, y quienes participamos del único sacerdocio ministerial de Cristo no necesariamente somos mejores que los demás, ni tenemos mayor dignidad que cualquier otro cristiano. Nuestra vocación a la santidad es la misma que la de todos los bautizados.
Pero hay algo que nos distingue. “Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del bautismo – al igual que todos los fieles de Cristo – recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección. (... Pero) los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano” (PO. 12).
Por la gracia de Dios, por el don del Espíritu Santo que recibimos en la ordenación, los sacerdotes debemos y podemos ser santos. Y ser santos no significa otra cosa que fiarse totalmente de Cristo, creer en Él, creerle a Él y a su Palabra, lo que a su vez implica, supone y reclama el querer y saber mantener la mirada fija en Él, pensar como Él, sentir como Él y amar como Él. “La referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales” (PDV 12).
Por ello, teniendo “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5,) procuren ustedes configurar sus corazones al corazón de Cristo: compasivo y misericordioso, manso y paciente; sensible y atento a las miserias humanas, esforzándose por conjugar, sin nunca separar, verdad y compasión, solidez en la doctrina, ardor en la piedad, celo en el apostolado.
La fuerza de la fidelidad y de la misión nace de la certeza de sentirse amados por Cristo; y cuando nos sentimos amados por Él, no podemos no corresponder sino amándolo y luchando para que los demás lo amen. Esta es su vocación: amar a Cristo y hacer amar a Cristo. Hacer que con la transparencia de sus vidas y el anuncio fiel y luminoso de la Palabra, todos le conozcan y le amen, y encuentren en Él el descanso de su alma. El camino es solo uno: el de la humildad y la sencillez: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25-30).
Los buenos pastores enseñan y guían con la doctrina, pero más con el ejemplo y la coherencia de sus vidas. Hagan, por ello, que el Evangelio escuchado, acogido, meditado y vivido sea su espejo cotidiano y agua fresca de cada día; que la oración incesante y la vida sacramental sea su oxígeno y alimento; que el amor a la Iglesia y el entusiasmo decidido por la comunión eclesial en todos sus ámbitos, se manifieste el mejor signo de autenticidad como ministros de Cristo. El mundo nos necesita aunque nos ignore y critique. Llevémosle pues a Cristo, y no permitamos que sus propuestas y antivalores se instalen en nuestra mentalidad.
Ustedes, queridos hermanos, que dentro de poco serán ordenados diáconos o presbíteros: sean de Dios, séanlo con coherencia, sinceridad y trasparencia; sean con los hermanos, y séanlo para la tarea que la Iglesia les confiará a través de sus superiores religiosos y eclesiásticos.
Sean de Dios por entero y en toda circunstancia. El Señor los mira; más aún, camina a su lado, de día y de noche, y no habrá fracción de tiempo que le será ajeno. Hagan, pues, que su corazón, su cuerpo, su afecto, su inteligencia y libertad, sea cada día ofrenda agradable a Aquel que se las ha concedido. Ámen incansable y totalmente a Quien se les entrega sin reserva y por entero. Oren incansablemente, acojan frecuentemente los sacramentos y sean oyentes atentos, y fieles proclamadores y servidores de la Palabra de Dios.
Séanlo con los hermanos que Dios les da. Los que forman parte de su Instituto, y con los miembros de los presbiterios de las iglesias particulares a donde la Providencia los lleve. Como diáconos, y de modo propio como presbíteros, estén siempre dispuestos a colaborar en la construcción de una fraternidad sacerdotal hecha de verdadera comunión, de respeto, de perdón, de complementariedad.
Dirigiendo nuestras miradas a la Madre de Cristo Sacerdote y Reina de los Apóstoles, pidámosle que nos ayude a nunca olvidar este día; que nos enseñe el secreto de la incondicional donación en el amor total y nos alcance el don inestimable de la fidelidad.
Abriéndose a la gracia, permitan que el Corazón de Cristo palpite siempre en el corazón de ustedes, y que, el de ustedes, se revista día a día de los sentimientos del Corazón de Jesús.
Que Él, amadas hermanas y hermanos, que ama a cada uno con amor infinito, colme a todos y cada uno de los presentes, a todos sus seres queridos, a la Iglesia y al mundo entero, de sus bendiciones y de sus dones.