lunes, 11 de julio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
10 de Julio de 2011

INTRODUCCIÓN

El ser humano ha evolucionado, y con él, ha evolucionado la manera de comunicarse. El lenguaje es un verdadero tesoro que permite al hombre salir de sí mismo y encontrarse con los demás. Con una gran variedad de sinónimos y antónimos, las palabras constituyen una riqueza inigualable por la que el hombre crea arte, recrea sus recuerdos y entabla relaciones. Las palabras son objeto de estudio para diversas ciencias y mucho se habla del lenguaje en distintas dimensiones.

Pero no podemos negar que también ha sufrido abusos. Muchas de las palabras más hermosas y profundas, han quedado medio huecas y desgastadas. En un afán superficial, se ha vaciado de su verdadero sentido nombres como: amor, gracias, cariño, admiración, etc. Las palabras las volvemos mentirosas y ocultan sinceridad, y no siempre corresponden con los sentimientos o con las acciones. Con palabras se han sellado tratados de paz y de solidaridad que se rompen tan fácilmente. Con palabras se prometen un amor que no dura para siempre. Las palabras, pues, han perdido mucho valor, ya no es el tiempo en que la palabra de una persona valía más que firmas y testigos. Sin embargo, entre el ir y venir de los tiempos y los lugares, hay una palabra que permanece inmutable, verdadera y eficaz: la PALABRA DE DIOS.

Si la Palabra de Dios no produce frutos en el corazón del hombre, si parece ineficaz porque –como decimos-, entra por un oído y sale por el otro, no es porque esta Palabra de Vida esté deteriorada, ni haya perdido fuerza, es sólo que no ha encontrado un corazón dispuesto a recibirla y hacerla germinar.

Este es el tema que la Liturgia de la Palabra nos regala hoy, y lo hace como un oráculo en el profeta Isaías, y lo hace en parábolas el mismo Jesús. Si bien no es un recurso exclusivo del Señor, el uso que Él hace es singular y magistral. Con historias sencillas Jesús explica verdades profundas y vitales. A veces lo único sencillo es la narración porque el contenido puede ser denso, porque es así como el Señor da conocer los secretos del Reino. Este capítulo 13 del Evangelio de Mateo está colmado de parábolas y hoy lo hemos comenzado a leer. Las parábolas encierran los proyectos de Dios para que el hombre se salve, pero permanecen ocultos a los oídos de sabios y entendidos, como escuchábamos la semana pasada. Esos proyectos son los que precisamente el apóstol Pablo asegura que aguardamos lleguen a su plenitud. Cristo ya los ha sembrado, ojalá que pronto den fruto.

1.- COMO LLUVIA Y SEMILLA

Con las imágenes de la lluvia, la nieve y la semilla, se representa a la Palabra de Dios. El profeta Isaías habla de su eficacia al hacer notar que la tierra nunca queda igual después de recibir la bendición del agua. La lluvia fecunda los campos y hace que broten los granos que sirven de alimento al hombre. De la misma manera, dice el Señor, la palabra de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin que haya hecho mi voluntad y cumplido su misión. Es cierto que la voz que escuchamos de Dios no siempre resulta grata o placentera; a veces son palabras incómodas que quisiéramos corregir o sugerir otras “mejores”, pero siempre serán verdaderas y útiles para nuestra salvación. Su sonido despierta nuestras conciencias, su fuerza restaura nuestra debilidad, su luz disipa las tinieblas del sendero: así es la Palabra de Dios. Desafortunadamente, también es cierto que ni su sonido se deja oír, ni su fuerza sentir, ni su luz brillar, donde hay resistencia a la gracia, donde no hay ni un poco de disposición para que obre el Señor. Así como hay superficies porosas que minan con facilidad los líquidos, también hay superficies impermeables que impiden ser traspasadas. ¿Como cuál de estas plataformas es nuestro corazón?

La Palabra de Dios también es como una semilla. Una semilla en la mano es poca cosa, no tiene belleza, quizá ni utilidad. Pareciera algo simple, algo inerte, algo muerto, y sin embargo, basta ser sepultada en lo bajo de la tierra para que manifieste su poder, su vigor, su vida. Un grano siempre es bueno y tiene todo lo necesario para ser fecundo; de aquello que pareciera poca cosa pueden brotar hojas, ramas, frutos y servir de mucho provecho al hombre. La Palabra es como una semilla, que solamente puesta en lo hondo del corazón, puede mostrar todo su poder, su fecundidad, su vida de salvación.

Todo esto sobre la Palabra de Dios, queridos hermanos y hermanas, llega a un punto alto y sublime cuando el Verbo se hace carne, en el campo virginal de María. La Palabra tiene ahora un nombre, es Jesús que como lluvia y semilla ha puesto en el mundo el germen del Reino de Dios. Él es el que empapa los corazones, el que penetra hasta lo profundo para descubrirnos el bien, el que se siembra a sí mismo, para darnos vida. El Verbo Encarnado, como la semilla puesta en la tierra, con su resurrección nos ha develado el poder de su palabra, su fecundidad y su vida. Ése es el fruto que dará en los corazones que le reciban bien dispuestos.

2.- UN SEMBRADOR “DISTRAIDO”

Dios aparece en la narración de la parábola como un sembrador, al decir de algunos, un sembrador por cierto distraído. Tal parece que este hombre que empieza su andanza de siembra sabe muy poco de agricultura, no se da tiempo para estudiar el terreno, no calcula con estricta regla el lugar propicio para poner el grano y no se detiene a corregir sus errores. Jesús cuenta que una vez que salió el sembrador, iba arrojando la semilla, de modo que unos granos cayeron a lo largo del camino, otros en terreno pedregoso, otros más entre espinas y abrojos y algunos, al fin, en tierra buena. Tiene toda la apariencia de no ser el dueño o de otra manera cuidaría los granos y estaría al pendiente de dónde caen.

Pero pensándolo bien, qué bueno que Dios es así, que no es calculador ni sórdido, de mejor manera no pudo dibujarlo de modo que dejara ver esa generosidad, ese amor de Padre y esa inquebrantable fe que tiene en el hombre. Este Sembrador hace como que no sabe de terrenos, hace como que no ve en donde caen las semillas, y todo para dar -una y otra vez-, la oportunidad de recibir su palabra como tierra más dispuesta, como surco más dócil para dejarla germinar.

El puño del Sembrador no permanece cerrado, porque una mano egoísta y cerrada es lo único que vuelve estéril a la semilla. Es hermoso pensar que este sembrador de la parábola no ha pasado sólo una vez por este lugar, sino que aquí comienza su jornada cada día, y cada día arroja la semilla, ¿acaso esta vez encontrará la tierra mejor dispuesta?

En efecto, el Sembrador es Dios que sembró a lo largo y ancho del Antiguo Testamento, a través de los profetas, de los patriarcas, de los mártires, de los hombres llenos de su Espíritu. El Sembrador es Jesús, la Palabra hecha carne, el que se acercó a cada hombre para dejar en el corazón su palabra de amor, de paz, de salvación. La semilla le pertenece, la Palabra es suya, salida de su boca, Cristo mismo es el Verbo. No es una Palabra que se dirija a unos cuantos privilegiados; no es una Palabra difícil de entender; no es una Palabra que se guarda por miedo a ser desperdiciada o a no ser recibida. Es la Palabra incesante que resuena para que todo hombre la escuche y se salve; que toca una y otra vez la puerta del corazón humano esperando encontrarla abierta; que cae como lluvia y semilla para hacer germinar la salvación en todos.

Éste es Dios, este es el campesino de la parábola, este es el amoroso agricultor que cree en el hombre, que cree en nosotros y que confía en que nuestro corazón no permanecerá duro para siempre, que no se cubrirá para no ser mojado, que no se resistirá a ser fecundado por su Palabra. Ojalá nos permitiéramos contemplar al esperanzado Sembrador que cada día y cada momento empieza con nosotros su labor, lo admiráramos arrojar su semilla, su Palabra, en nuestros corazones y en nuestra vida y aguardar con desbordante anhelo ver que el grano poco a poco se muere, germina, brota y crece hasta dar fruto. Hoy mismo está sembrado el Sembrador en nosotros, ¿dónde caerá su semilla?

3.- MAS CLARO NI EL AGUA

Sin duda que esta parábola que escuchamos en el Evangelio es sumamente importante, sobre todo porque es principio de salvación el hecho de recibir la Palabra; es de admirar que a diferencia de otras narraciones del mismo género, el mismo Señor la explica, y ante tal autoridad de tal Maestro, queda muy poco o nada por decir, más claro ni el agua. Pero permítanme poner lo mismo en palabras de más usanza o de más vivencia en nuestros días.

El significado de esta parábola, según su autor, es este: A todo hombre que oye la palabra y no la entiende, le llega el diablo y le arrebata lo sembrado... Estos son los granos que cayeron a lo largo del camino. Lo sembrado en terreno pedregoso significa al que oye la palabra y la acepta inmediatamente con alegría, pero como es inconstante, no la deja echar raíces y apenas le viene una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre espinos representa a quien oye la palabra, pero las preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas la sofocan y queda sin fruto.

Todo parece indicar que no es suficiente oír la Palabra, como un mero hecho de saber o conocer; este verbo nos da pie para pensar que no basta con verter agua, si no se empapa, ni poner la semilla si no es en la tierra. Todos hemos oído la palabra, pero podemos ser testimonio viviente de que oírla no será nunca suficiente. Se necesita también entenderla, y comprender esto en su sentido profundo. Entender aparece en la parábola como sinónimo de aceptación, de asimilación, de apropiación, de modo que quien oye la palabra pero no la entiende le llega el diablo y le arrebata lo sembrado en su corazón. Justamente lo mismo que sucede con las semillas que caen a lo largo del camino, en tierra demasiado compactada y endurecida que queda en la superficie, de modo que los pájaros se las comen.

Todos podemos ser tierra de sendero, resistente y petrificada, cuando no estamos dispuestos a que las enseñanzas del Evangelio penetren en nuestras conciencias y nos cuestionen; cuando nos parece demasiado exigente la voluntad de Dios y nos conformamos con oírlo pero negados a entender. Así, es fácil hasta que el mismo viento disperse las semillas. Oír no es suficiente, eso no nos hace discípulos de Cristo y verdaderos hijos de Dios, nos falta entender, nos falta vivir.

La semilla que cae en terreno pedregoso, es lógico que germine rápido porque no es profunda la tierra y por tanto, no son fuertes las raíces y las seca pronto el sol. Esto mismo es -dice Jesús- lo que sucede con las personas que aceptan la palabra con alegría y de inmediato pero no resisten las persecuciones ni tribulaciones; la causa es la inconstancia. No se puede evitar traer a la memoria los testimonios de algunas personas que luego de un retiro, de un encuentro, de una experiencia en algún movimiento eclesial -de esos que se inspiran para jóvenes, o adultos o matrimonio, incluso para consagrados-, salen encendidos y ardorosos, dispuestos a aplicarse en su conversión o en su santificación, pero que una vez que llega el veneno del tiempo se olvidan los propósitos, se desalientan los proyectos y se vuelve a donde antes.

Se les olvida que quien busca cambiar son ellos, que afuera todo sigue igual y no resisten las persecuciones, las críticas, los problemas por causa de su esfuerzo en ser mejores. Es triste ver grupos o movimientos que se atiborran por momentos y después están al punto de la extinción. ¿Dónde quedó el ardor, dónde las ilusiones, dónde las metas? La inconstancia es un cáncer que carcome los deseos más nobles de salvación, y la vida eterna no se conquista con "llamaradas de petate". Recordemos la bienaventuranza: "Dichosos cuando los persigan y calumnien por mí y por el Evangelio, porque de ustedes es el Reino de los Cielos".

Lo sembrado entre espinos que crecen a la par y terminan por sofocar la plantita representa a quienes están saturados de preocupaciones, actividades de la vida y se dejan seducir por las riquezas, de modo que al final quedan vacios y sin fruto. Para muchos el tema de la salvación o de la vivencia de la fe es uno entre tantos. Hay cosas incluso más importantes o urgentes, porque así se considera lo inmediato, al fin que la vida eterna es hasta después de la muerte y Dios es muy bueno, podrían pensar algunos. El nuestro es un mundo muy ajetreado, lleno de prisas y de actividades, colmado de preocupaciones que asustan a la tranquilidad y la paz. El estrés se ha vuelto enfermedad y la superficialidad su consecuencia.

El nuestro, también es un mundo seductor, muchas cosas brillan aunque pocas son de oro. Nos ha engañado la publicidad, la pseudo responsabilidad en el uso de la sexualidad, la libertad que raya en libertinaje y el compañero de siempre, la ambición. Entre tantas cosas, ¿quién puede detenerse a escuchar y entender la Palabra de Dios? ¿quién piensa ahora en esa Palabra incómoda? Nosotros mismo, ¿estamos sofocados o en realidad nos interesa la salvación?

Las semillas que caen en tierra buena y dan en producto del ciento por uno, el sesenta o el treinta, son aquellos que oyen la palabra, la entienden y dan fruto. No sólo una cosa o la otra, sino todo junto: OYEN, ENTIENDEN Y DAN FRUTO. Esta es la tierra buena, no importa la cantidad de la cosecha, al Sembrador no le interesa si algunos dan más u otros dan menos, sólo le importa que den fruto, esa es la tierra buena; y el proceso es este: Oír la palabra con el corazón, con las fuerzas, con la disposición; entenderla, asumiendo con ella las consecuencias que acarrea, con toda la fortaleza para cambiar nuestros planes por los planes de Dios, con la alegría de hacerla nuestra; y luego viene el fruto, que brota por sí mismo de aquella semilla vigorosa que fue bien recibida, fruto que se supone como obras de caridad, acciones en conformidad con la voluntad de Dios y con nuestra dignidad de sus hijos. También son muchos los cristianos, conocidos y anónimos, que son tierra buena, que producen sabrosos frutos, que siguen recordando que al final del día, es Dios mismo el Sembrador, y el que hace crecer y dar fruto abundante.

A MODO DE CONCLUSION

Con la belleza de esta parábola que nos regala el Maestro, nos queda claro que lo que varia no es la semilla, siempre noble, buena, eficaz, fructífera, sino el terreno que a veces se torna duro, pedregoso, lleno de abrojos y espinas o fértil. La semilla es su Palabra, su enseñanza, su Evangelio; el terreno es el mundo, y ese mundo más pequeño que es el corazón humano. No nos conformemos con saber la fertilidad de nuestro corazón, animémonos más bien al saber que un terreno, por difícil que sea, si se prepara puede dar mucho fruto.

Este esfuerzo se pone en evidencia en detalles simples. Preguntémonos si leemos la Escritura, si la escuchamos en la iglesia o más bien no nos importa llegar tarde con tal de acortar la duración de la misa; si tenemos hambre de la Palabra de Dios o estamos tan satisfechos de las cosas humanas ; si alimentamos la fe con el banquete de la Palabra y la Eucaristía o la dejamos marchitar.

Es ahora temporal de lluvias y podemos entender fácil el mensaje de la Palabra de hoy; ojalá que nos dejemos regar por esta lluvia tan saludable de la Palabra de Dios y que sea augurio de buen temporal también en nuestros corazones, para que pronto sea tiempo de cosechar frutos de salvación. Hoy ha salido el Sembrador a sembrar, el que tenga oídos para oír...que oiga.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche