domingo, 31 de julio de 2011

EL SANTO CURA DE ARS


EL SANTO CURA DE ARS

Artículo del Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal, Encargado de la Comisión Diocesana para la Pastoral de la Comunicación Socia de la Diócesis de Campeche.

Durante la primera mitad del siglo XIX (1818-1859), Ars, un pequeño poblado de Francia fue el centro de la vida religiosa de todo el país; fue tal la fama que cobró esta pequeña villa que su nombre estuvo en los labios y en el corazón de miles de personas y la afluencia de peregrinos eran tan grande que la compañía de trenes abrió una oficina especial en la ciudad de Lyon para poder controlar el intenso movimiento de personas entre esta gran ciudad y el pequeño pueblo de Ars.

¿El causante de todo esto? Un sencillo y entregado sacerdote que en 1818 fue enviado a Ars, una aldea cercana a Lyon, y quien en el ejercicio de su ministerio sacerdotal en este remoto pueblo se hizo conocido en toda Francia y el mundo cristiano: Juan Bautista María Vianney, mejor conocido como el “santo Cura de Ars”.

Su principal labor fue la dirección espiritual de los fieles. No llevaba mucho tiempo en Ars, cuando la gente empezó a acudir a él desde otras parroquias, luego de lugares más distantes, más tarde de todas partes de Francia, y, finalmente, de otros países, para escuchar sus sabios consejos.

Murió el 4 de agosto de 1859 y su cuerpo se conserva incorrupto en la Basílica a él dedicada en Ars, el pequeño pueblo al que dedicó su vida como sacerdote y donde falleció.

Como en el pequeño pueblo de Ars, en cada parroquia hay un hombre que forma parte de la familia de todos y que acompaña a los fieles desde el nacimiento hasta la muerte: recibe al niño recién nacido y, con el Bautismo, lo hace empezar a pertenecer a la familia de los Hijos de Dios; acompaña al difunto con sus plegarias para ayudarle a presentarse con más confianza ante Dios; él bendice la cuna, las bodas, el lecho de muerte y el sepulcro.

Desde pequeños, los niños empiezan a estimar y tratar con gran respeto a este hombre; sienten tanto afecto por él, que los niños, y hasta los jóvenes y las personas adultas, lo llaman “Padre”.

Es un hombre ante quien acuden los pecadores a depositar los más íntimos secretos de su alma para ser perdonados, y a compartir sus lágrimas y pesares. Este hombre consuela las angustias de las personas, anima a quienes han perdido la esperanza. Este hombre es…. ¡el sacerdote!

El sacerdote lleva el Evangelio grabado en su inteligencia, pero también en su corazón, y lo va predicando con la palabra y el ejemplo. Su vida tiene que ser expresión del Evangelio.

El sacerdote dedica gran parte de su vida a orar por los demás; a enseñar a los niños y jóvenes para hacer de ellos buenos cristianos y honestos ciudadanos; a preparar a los novios para formar un buen hogar; a consolar el dolor de los enfermos; a hablar con Dios y a hacer el bien a los demás.

Con el pasar de los años, su cabello se vuelve blanco y sus manos empiezan a temblar al bendecir o al elevar el Cáliz y la Hostia; su quebrada y débil voz se vuelve ya casi ininteligible en el templo, pero su ejemplo predica más que sus palabras.

Entonces los fieles se van convenciendo cada día más de que Dios les ha regalado un santo y que allí lo tienen en medio de ellos; descubren que un buen párroco «es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina».

Por eso, amable lector, este jueves 4 de Agosto, día en que celebramos el 152º aniversario del “Dies natalis” de san Juan María Vianney, el santo Patrono de todos los párrocos del mundo, acude a la Hora Santa para «agradecer a Dios, Padre de todo Don, el don del sacerdocio que ha querido compartir con nosotros, frágiles, con nuestras limitaciones que cada uno conoce, pero que con una profunda entrega nos hemos comprometido a servir de mediadores entre Dios y los hombres».

Pide a nuestro buen Padre Dios que las manos de tu párroco, de tu sacerdote, «nunca se cansen de bendecir, de ungir, de consagrar, de santificar», de dar aliento.

Después, felicita a tu párroco, y, en él, a todos los sacerdotes que, en nuestra Diócesis, desempeñan con fidelidad, entusiasmo y entrega el hermoso y grave oficio de párroco, «por haber aceptado la invitación que el Señor les hizo» y dale «gracias por no haber tenido miedo, a pesar de su limitación. Gracias por haberle dicho al Señor Sí, a pesar de la incertidumbre del futuro, que pudo haber tenido en ese momento. Gracias por los años de ministerio que han vivido».

«El Cura de Ars –afirma el Papa Benedicto XVI– era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente». Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: «¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…».

Gracias queridos hermanos por todo el respeto y afecto, que le demuestran a sus sacerdotes en sus respectivas comunidades. Gracias también por la comprensión a sus limitaciones, gracias por ayudarles a ser fieles, cada día, a su vocación y entrega, con su plegaria, con su afecto, con su saludo, con su palabra de aliento, con su palabra de comprensión.