LOS RECUERDOS QUE GUARDO DE MI PADRE
Editorial de Charles M. Blow, Editorialista del periódico The New Yor Times, y publicado el 17 de Junio de 2011 con el título Remembrances of My Father.
Ocasionalmente, sin advertencia y a altas horas de la noche, la ebriedad llevaba a mi padre hastas las puertas de nuestra casa, tartamudeando, riendo, exhudando alcohol.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! Golpeaba a la puerta, suplicándole a mi madre que abriera. "¡Los niños son tan míos como tuyos!"
Estaba en camino a su casa luego de beber, jugar, flirtear, o una combinación de todo, dilapidando dinero que podría servirnos y perdiendo tiempo que necesitamos con desesperación. Algunas veces vivía cerca de nuestro hogar en la zona rural del norte de Luisiana.
Era el final de los años 1970. Mis padres estaban separados. Mi madre se encargaba por sí sola de crecer a una manada de muchachos. Ella era una recién acuñada maestra. Él era un músico de tugurio convertido en obrero de la construcción.
Él solía hablar de las cosas que planeaba para nosotros, de lo que nos compraría, pero a la menor cosa que hiciéramos o dijéramos surgía la respuesta: "Lo acabas de echar a perder". De hecho, no tenía intenciones de cumplir nada. El único hombre que supuestamente estaba genéticamente programado para querernos, en realidad carecía del entendimiento de lo que verdaderamente significa amar a un niño, o dañarlo.
Para él este era un juego inofensivo que nos mantenía entretenidos suplicándole. Sin embargo, era un engaño cruel, corrosivo, con el que sutil e injustamente nos pasaba la carga de su falta de inversión emocional y financiera en nosotros.
Perdí la fe en sus palabras y en él. Dejé de creer. Dejé de mendigar. Dejé de esperar. Quise que me dejara de importar, pero no lo logré.
Quizá fue su propia relación compleja con su padre y con la familia de éste lo que lo volvió frío. Quizá fue el dolor y culpa asociado con una vida de mala suerte. Quién sabe. Lo que fuera, nos lo robó, y en particular a mí.
Mientras mis hermanos hablaban hasta la saciedad de romper y arreglar cosas, yo pasaba gran parte de la tarde leyendo. Mis libros favoritos eran un juego de enciclopedias -el mayor regalo de mi vida- que me dio mi tío. Los volúmenes estaban empastados en piel blanca con letras rojas. Me permitieron explorar el mundo más allá del mío, soñar sueños más grandes de los que mi vida habría permitido. Al azar tomaba un volumen -G- y de ahí iba: Ghana, Galileo y gravedad. Era fantástico.
Pero perderme en mi propia mente también significaba que estaba perdido por completo para mi padre. Él podía entender el enfoque táctil de mis hermanos hacia el mundo, pero no el cerebral mío. Entendía la muy real sensación de tocar cosas -el peso de una buena llave inglesa, la tensión de una cuerda de guitarra, los suaves cabellos de una cabaretera- más que la efímera magia de la literatura y el aprendizaje.
De modo que, al no entenderme, me ignoraba, no sólo en forma emocional, sino también físicamente. Nunca me abrazó, nunca me dio palmadas en la espalda, o me puso la mano sobre el hombro o me sacudió el cabello. Yo estaba forzado a verlo como una forma lejana en medio de densa niebla.
Mis mejores recuerdos de él son sus intentos episódicos por acercarse a nosotros. Una vez cada uno o dos meses pasaba por nosotros y nos llevaba a Trucker Paradise (Paraíso de Traileros), un paradero de camioneros con gasolinera, tienda de convenencia, un pequeño comedor y un cuarto de juegos al fondo. Tenía unos cuantos videojuegos, un par de máquinas de pinball y una mesa de billar. Perfecto.
Mi papá nos daba a cada uno un puñado de monedas, y jugábamos hasta que se acababan. Él se sentaba en el comedor, bebiendo café. Yo amaba esos momentos. El lugar era un auténtico paraíso. Las monedas y los juegos eran divertidos, pero se olvidaban fácilmente. Lo que más atesoraba era la presencia de mi padre. Sin embargo, estos viajes duraron poco. Mi padre pronto se hundía de vuelta en su cloaca de borracheras y mujeres.
Y así era siempre. De vez en cuando hacía un especie de intento, pero nunca duraba.
No fue sino hasta que ya era mucho mayor cuando encontraría algo de qué asirme como evidencia del amor de mi padre.
Cuando salió al mercado la computadora personal Commodore 64, me dije que tendría que tener una, aunque su precio estaba lejos del rango de mi madre. Así que decidí ganar dinero por mi mismo. Desyerbé todos los patios que hallé ese verano por unos cuantos dólares cada uno, pero aún no era suficiente. El pasto no crecía con suficiente rapidez. Así que mi padre se ofreció a ayudarme a conseguir el resto del dinero, llevándome en su camioneta a comprar melones a una granja al sur del pueblo, para luego llevarme a venderlos casa por casa.
Vino por mi antes del amanecer. Subí a la camioneta, que estaba llena de viejos vasos de café, papeles sucios y herramientas oxidadas. Olía a humo de cigarro y aceite de motor. En el camino hablamos de cosas intrascendentes, pero lo que importaba es que hablara conmigo. Llegamos a la granja, negociamos un precio y seleccionamos los que llevaríamos. Los cargamos y partimos.
Por entonces yo era un adolescente, pero era la primera vez que pasaba un rato a solas con él. Se sentía grandioso. Recorrimos toda la tarde un pueblo vecino vendiendo melones a sus amigos. Pude ver un pequeño trozo de su vida. Le gente sonreía cuando llegaba. Hacían bromas, algunas a sus costillas. Sonreía, se carcajeaba y repetidamente me presentaba como "mi muchacho", una frase que decía con palpable sentimiento de orgullo. Ya era tarde cuando volvimos a casa. Fue uno de los mejores días de mi vida. Pequeños gestos se magnifican con facilidad cuando no hay otra cosa para compararlos.
Aunque nunca me dijo que me quería, me aferraría a ese día como la mayor evidencia de eso.
Nunca pretendió hacerme mal. Simplemente no sabía cómo quererme. No fue un hombre malo. Nunca lo vi molesto. Nunca fue abusivo, ni físicamente ni de otra forma. Su crimen y su crueldad fue guardarse su afecto, no por malicia sino por indiferencia.
Así que tomo estos episodios al azar y me aferro a ellos como a lo más preciado, guardándolos para esos largos tramos de frialdad cuando un recuerdo cálido resulta lo más útil.
Sirven para mostrar que sin importar lo distanciado del padre, sin importar la profundidad del daño, sin importar lo despedazado de los lazos, todavía hay tiempo, hay espacio, hay una necesidad de tan siquiera el más pequeño trocito de evidencia del amor de padre.
"Mi muchacho".