martes, 28 de junio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
26 de Junio de 2011

INTRODUCCIÓN

No es un reto sencillo anunciar ahora un mensaje tan fuerte y penetrante como el Evangelio de hoy. Si nunca ha sido tarea fácil, en nuestros días y en esta época se torna aún más complejo. Y lo que pasa es que así de radical es la Palabra de Dios, así de exigente e importante es nuestra condición de bautizados, así de delicado es el asunto de nuestra salvación, que no podemos mutilar las partes incómodas del Evangelio.

Nuestra sociedad, sin pretender ser pesimista, se encuentra enferma, atacada por muchos males que la dañan, la trastornan y la corrompen. Son datos de la realidad que nos descubren a un ser humano que se ha cerrado sobre sí mismo, que ha caído esclavo de sus pasiones, que se ha arrodillado ante la avaricia, el egoísmo, la soberbia y la comodidad.

Recuerdo una narración leída en alguna parte. Un náufrago, al fin, había encontrado tierra firme en una pequeña isla desierta. Había pasado mucho tiempo de silencios y penurias, cuando cierto día las corrientes del mar trajeron hasta la arena de la playa una lámpara, de esas que tienen gente adentro, un genio. El aburrido hombre la frota entre sus manos y aparece el mago. En agradecimiento por liberarlo, el genio concedería al náufrago dos deseos. El sediento hombre, con un deseo guardado por tanto tiempo, pidió una botella de cerveza inagotable, irrompible y eterna. Y el deseo se cumplió. Daba gusto contemplar a aquel hombre que bebía con desesperación, saciando un ansia postergada. Luego de un largo sorbo, comprobó que la botella seguía llena y asaltado por la euforia, brincaba y derramaba el líquido alrededor suyo. Golpeó la botella contra una roca…y no se rompió. Y seguía llena. El genio preguntó ahora por el segundo deseo o si requería tiempo para reflexionarlo. El hombre pronto contestó: “No, ya sé qué quiero: Quiero otra botella igual”.

Esta historia arroja luz a nuestra reflexión si nos contemplamos a nosotros mismos y a nuestro mundo. Nos hemos vuelto insaciables en nuestros deseos, y tenaces guerreros en conseguir lo que queremos, por encima de cualquier cosa. Nota tras nota en los medios se habla de esos que tienen mucho y quieren más a costa de la muerte lenta de otras personas; se habla de los poderosos y magnates que buscan aparece en la lista de los más ricos; se habla de las parejas del espectáculo que se rinden y se divorcia porque ya están cansados; se habla del escandaloso número de ejecutados a causa del dominio de territorios y mercados; se habla de los “dimes y diretes” entre los personajes públicos sobre quién es mejor; se habla de los últimos gritos de la moda, de los usos para cada temporada y de los mejores destinos para vacacionar. Pobres de nosotros, tan encerrados en nuestros apetitos, tan ensimismados en nuestra avaricia, tan preocupados por gozar y tener…

¿Cómo robarle al hombre de nuestro siglo, unos minutos para hablarle de cruz, de sacrificio, de generosidad? ¿Cómo lanzarse a la osadía de nadar contra corriente y pretender descubrirle al hombre dónde se halla la verdadera felicidad? ¿Cómo hablarles de las cosas del cielo, si justo les alcanza el tiempo para las cosas de la tierra?

¡Sé que hay esperanza, porque a pesar de todo lo que la prensa informa, en silencio hay puertas que se abren, manos que se tienden hacia los más pobres, bolsillos que se vacían para socorro de otros, admirables cristianos que se abrazan con alegría a la cruz!

1.- DENSA LECCIÓN DE DISCIPULADO

Nos encontramos ante una preciosa síntesis del verdadero discipulado. Es cierto que parecieran unas exigencias crueles, inhumanas, que describen a un Dios egoísta y celoso si nos quedáramos sólo con las formas y no fuéramos capaces de llegar a su contenido. Hemos de leer entre líneas y con detenimiento para admirar la belleza de las sentencias del final del discurso misionero de San Mateo. “El que ama a su padre...a su madre…a su hijo…a su hija más que a mí, no es digno de mí”.

Ya lo ha dicho la Iglesia en más de una ocasión, no se comienza a ser discípulo por medio de las ideas ni de los conocimientos. En efecto, de aquí parte el verdadero discipulado: del amor. Y es que tal vez se sabe un poco de religión, un poco de Jesús, un poco de Iglesia, pero mientras no se tenga un encuentro amoroso y personal con Cristo, no se es aún discípulo suyo.

El seguimiento de Jesús es un itinerario para enamorados, para todo hombre y mujer que habiéndolo conocido, se ha quedado prendado de Él y busca seguir sus huellas. Por eso, quien antepone en el amor otras cosas o personas a Cristo, no es digno de Él. No se trata de despreciar, ni de romper los lazos familiares, ni destruir los vínculos de afecto con otras personas, pues se estaría contradiciendo cuando nos exhorta al amor al prójimo, o cuando estamos llamados a respetar el 4° de los mandamientos. Se trata más bien de aquellas situaciones en que los afectos, las cosas o las personas inclusive, vienen a ser un obstáculo en el seguimiento de Cristo.

Entendamos bien que Jesús no dice: El que ama a su padre no es digno de mí; sino que dice: el que ama a su padre MÁS que a mí. A su vez, el Señor nos rescata de un amor humano que en ocasiones se tiñe de egoísmo, o busca solamente la complacencia o se deforma con intereses y mezquindades; Él nos da la opción de amarnos con un amor superior, con el mismo amor divino que nos comparte, como un filtro que elimina las impurezas y hace que el amor que llega a nuestros hermanos sea sincero, puro, desinteresado.

Leemos inmediatamente después: “…y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Por lo visto, no es suficiente conocer a Jesús, encontrarse con Él, ni siguiera basta con amarlo, o decir que lo amamos. La señal inequívoca del discípulo y de la honestidad del amor, será siempre la capacidad del abrazo a la cruz diaria, pero sin que esto nos entumezca, nos paralice o nos mantenga quejándonos de nuestro pesado madero, sino que incluye el seguimiento. Tomar la cruz y seguirlo, es decir, asumir la voluntad de Dios y seguir caminando, moverse, avanzar. Porque sucede que nuestros procesos de conversión se detienen precisamente en un momento crucial. A veces nos encontramos con Dios en el camino de nuestra vida, nos toca el corazón, nos llega el arrepentimiento y el deseo de cambio y…fin, se acabó. No lo seguimos, no avanzamos.

2.- LA CRUZ, SINÓNIMO DEL AMOR

Lo que en un momento dado fue un acontecimiento, ha venido a ser un símbolo. La cruz no era más que un instrumento de ajusticiamiento, ideado así para exponer con oprobio al delincuente frente al pueblo. Era una forma de ejecutar que se usaba antes de Jesús y siguió usándose después de Él. Sin embargo, Cristo no sólo clavó su cuerpo a la cruz, sino que le grabó un nuevo y bellísimo significado.

Es, desde entonces, el signo más grande del amor de Dios por el hombre, que le entrega a su Único Hijo para su redención, pero también es el signo más elocuente de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre. Así, cruz es sinónimo de amor, aunque no lo marquen los diccionarios.

La cruz viene incrustada de por sí, a las espaldas de todo hijo de este mundo. La condición de debilidad, de enfermedad, de sufrimiento, de muerte ha entrado como consecuencia del pecado en toda vida humana. Jesús no vino con el objetivo de cargar la cruz, vino esencialmente para enseñarnos una nueva manera de llevarla, ha venido a decirnos que el amor, es un buen motivo para abrazar con serenidad y gozo, el peso de la cruz.

No es posibilidad humana apartar de la vida los momentos de dolor, con todo y los avances de la ciencia y la tecnología; nos ha quedado claro que cuando intentamos suprimir el sufrimiento saciándonos de placeres y satisfacciones, cuando pasa la anestesia el dolor es más intenso.

No se puede pues ignorar el dolor generado siempre por la libertad del hombre enfermo de pecado, que se lastima y lastima a los demás. Pero sí hay una manera de afrontar la situación del hombre frente al sufrimiento precisamente aprendiendo de la lección de la cruz de Cristo. Cuando se busca el placer para sofocar el dolor, se lucha en vano. El proceder de Jesús es al inverso, es capaz de asumir el dolor y es entonces cuando se produce el gozo.

He aquí el secreto de la felicidad tan buscado. No se trata de luchar contra el sufrimiento a base de placeres, sino de disfrutar los placeres que rinde como fruto el sufrimiento. No hablo aquí de masoquismo, ni de sufrir por sufrir, hablo únicamente de la alegría de abrazarse a la cruz; de la alegría que se experimenta en la entrega recíproca de los esposos; de la alegría que nace de superar junto con nuestros amigos las dificultades. No versamos aquí de buscar el sufrimiento, sino de aceptar con ánimo y fe el que ya existe en nuestra vida.

Podemos insertar aquí la paradoja del Evangelio, como paradójica fue la vida de Jesús y como debe ser la de sus discípulos. “El que salve su vida la pierde, y el que la pierde por mí, la salvará”, dice el Señor. Otras versiones lo aclaran más cuando dicen que el que la guarde para sí, el que quiera conservarla, el que se reserve su vida, pero al fin de cuentas es lo mismo. El que tiene miedo desgastar la vida por Cristo, el que no se arriesga a compartirla, el que la esconda para sí mismo, está condenado a quedarse sólo con esta vida y a perder la Vida que Jesús da.

Qué hermosa manera nos ha dejado el Señor para encontrar felicidad en la entrega de la propia vida, y qué milagro experimentar la verdad de que el sufrimiento puede traer gozo enorme. ¿No es acaso la experiencia de la mujer que da a luz entre dolores, pero que no se comparan a la alegría de un hijo entre sus brazos? ¿no es lo mismo que vive un estudiante que se desgasta, se desvela y sacrifica en el estudio pero luego viene la satisfacción de un éxito alcanzado? En fin, ¿no es la misma lección de Cristo que padeció tormentos y cruz, pero llegó luego la aurora de la resurrección?

3.- LLAMADOS A LA GENEROSIDAD

La Liturgia de la Palabra de este domingo, comienza y concluye con un llamado fuerte a la generosidad. Esta virtud sólo puede tener una causa que la haga eficaz y necesaria: el amor, que al mismo tiempo es el contenido esencial del Evangelio, más aún, es el único mensaje que subyace a lo largo y ancho de las Sagradas Escrituras.

El segundo libro de los Reyes nos relata el episodio del profeta Eliseo en la ciudad de Sunem, escena que protagoniza un matrimonio de buena clase. La distinguida mujer ha reconocido en aquel que los visita a un hombre de Dios, de modo que le preparan y le ofrecen un lugar para su descanso. La recompensa es humanamente grande por el significado de la descendencia en aquella cultura, y espiritualmente grande también porque el corazón generoso es siempre fecundo y da vida. Lo que en la primera lectura hemos escuchado no es sino el cumplimiento anticipado, un preliminar ejemplo de la generosidad a la que nos llama el Evangelio y que trae consigo recompensa.

En el pensamiento de Israel y de otros pueblos, el enviado es tan importante como el que envía, dado que va en su nombre y le representa. Jesús se identifica ahora con el discípulo, con el profeta, con el justo, es más, con el insignificante y pequeño de su pertenencia. Quien recibe a alguno de los suyos, a Él lo recibe, y ni el más mínimo detalle, como es un vaso de agua, quedará sin recompensa.

La invitación de Jesús al desprendimiento y al compartir se dirige a la mujer acomodada del libro de los Reyes, pero también a los hombres y mujeres con diferentes recursos. La generosidad y la capacidad para dar al que menos tiene es la elocuente manifestación de que el corazón no se ha quedado pegado a las cosas del mundo, es la expresión seria de quien ha encontrado un tesoro por el que vale la pena vender toda la herencia.

Los bautizados, poniendo nuestros ojos en las cosas del cielo, hemos de poseer los bienes con tal desapego que más bien sirvan para nuestra salvación, otra vez mirando el ejemplo del Maestro que no tiene más nada que entregar en el momento de la cruz que el último suspiro, pues despojado y desnudo abre las manos en el madero. Dios no pone cuota a la generosidad, y no obliga por la fuerza, si no por el amor. Quien pueda ofrecer una habitación para el profeta que lo haga; quién sólo tenga un vaso de agua fría para compartir, que lo haga. La virtud no está en la cantidad, sino en el obrar la caridad conforme a la conciencia.

Es triste contemplar cómo la ambición y la avaricia ha privado al hombre de la riqueza de compartir, de ser generoso y de alcanzar con las cosas de poco valor de este mundo, las otras de infinito valor en el cielo. Y triste también es ver que quien tiene el corazón más cicatero, es a la vez quien más atiende a lo que otros hacen o dejan de hacer.

Acabo de escuchar una anécdota de la Beata Madre Teresa de Calcuta. Cierto día le informaron de una pobre familia hindú que llevaba ya algunos días sin comer. La religiosa tomó un poco de arroz y corrió al encuentro de aquella familia. En efecto, era una mujer con seis hijos, sin nada en el estómago ni en la despensa. Cuando la mujer recibió el arroz, lo dividió en partes iguales y salió a toda prisa. Un rato después volvió aquella mujer y la Madre Teresa le preguntó qué había hecho, a dónde había ido. La pobre madre de familia, con un especial brillo en los ojos, le contestó que fue a llevar un poco a otra familia, tan numerosa como la suya, que también tenía días sin comer.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Para que una reflexión sea verdaderamente eficaz debe conducir al actuar, tiene que calar en el corazón de quien habla y escucha y disponerlo a la acción. Podemos comenzar por revisar nuestra conciencia, frente al decálogo, en el más ignorado quizá, de los mandamientos: el primero. Con este ejercicio podremos darnos cuenta en qué lugar de nuestra jerarquía se encuentra el amor a Dios, amor real y concreto que se hace vida; igual puede servir para detectar aquellas cosas o situaciones que entorpecen nuestro seguimiento, a fin de que nada ni nadie pueda apartarnos de lo principal, el amor y el discipulado.

Por otro lado, quienes nos protegemos desde el principio del día con el poder y el signo de la cruz, hemos de aprender también a llevarla, siguiendo los pasos de Jesús que va delante de nosotros. Pues nuestro futuro es el mismo que ha inaugurado el Señor, como nos dice Pablo en la segunda lectura: “Si hemos muerto con Cristo, estamos seguros que también viviremos con Él”. Hemos de tener cuidado de no ser nosotros para los demás, la cruz pesada que no puedan soportar, ni debemos cargar a otros, con quejas y lamentos inútiles, los sufrimientos que son necesarios para nuestra propia santificación. Un antiguo padre del desierto, decía: “Por cuanto grandes sean tus penas, tu victoria sobre ellas está en el silencio”. No dejemos pues, nuestra cruz sobre los hombros de los demás.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche