domingo, 5 de junio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
5 de Junio de 2011

INTRODUCCIÓN

A lo largo de los ciclos litúrgicos se reparten los episodios evangélicos que abordan el tema de la ascensión, Mateo, Marcos y Lucas que forma una sola obra junto con los Hechos de los Apóstoles. Cada uno con sus enfoques, con sus matices, y con sus notables diferencias, que sin embargo comunican la misma verdad: la glorificación de Jesucristo como Señor y Rey.  Cada uno aporta luz  sobre el mismo misterio y da lo propio a la vida de la Iglesia, como sucede con los Hechos de los Apóstoles que cuenta cuarenta días después de la resurrección y de las apariciones que testimoniaban que estaba vivo hasta la ascensión y que dio lugar a que la Iglesia celebrara por mucho tiempo, e incluso en muchos lugares en la actualidad, justamente a los cuarenta días, en jueves, esta  solemnidad.

Pareciera que el pasaje de la ascensión deja caer el telón final sobre la vida de Jesús, como si se mostrara el FIN para cerrar la película.

Empero, la historia se ha transformado de tal manera que el que bajó del cielo a la tierra, sin dejar la gloria de su Padre, no puede volver de la tierra al cielo olvidándose de sus hermanos. Visto por algunos, que designan al Antiguo Testamento como el tiempo del Padre, los Evangelios como el tiempo del Hijo, es ahora cuando comienza, con la ascensión y Pentecostés, el tiempo del Espíritu Santo y el tiempo de la Iglesia.

Esta solemnidad no puede tener por fin la sensación de orfandad, de olvido, de separación, de abandono a la suerte para el hombre; por el contrario, es un aliciente a la esperanza a veces tan quebradiza de nosotros, es un testimonio del futuro que nos aguarda, es la motivación para levantar la mirada y buscar unirnos como cuerpo a nuestra Cabeza que es Cristo.

Los hombres y mujeres de hoy necesitamos afianzar la confianza en la fuerza del poder de Dios, como escribe el apóstol Pablo a los Efesios en la segunda lectura, puesto que "con esta fuerza resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos".

Necesitamos sentirnos miembros vivos de Cristo, parte de su cuerpo para asegurar la futura unión con Él, nuestra Cabeza. A este propósito recuerdo la anécdota impresionante del filósofo matemático B. Pascal, que en su lecho de muerte, impedido físicamente para tomar la Hostia, suplicó a quienes le asistían le acercaran un pobre, puesto que decía: "si no puedo comulgar con la Cabeza, por lo menos quisiera comulgar con su Cuerpo". Ojalá podamos compartir la clara conciencia de que nosotros y cada hermano que nos rodea, formamos parte del cuerpo de Cristo y estamos invitados a compartir también, la gloria de nuestra Cabeza.

1.- EL EMMANUEL

Aquella profecía de Isaías jamás imaginó tener tales alcances. En efecto, el pueblo contemplaría al Dios-con-nosotros y si el modo sorprendió al encarnarse el mismo Hijo de Dios y hacerse uno de nosotros, no sorprende menos la promesa que aparece en el evangelio de hoy, en los últimos versículos de san Mateo: "Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo".

Jesucristo, el Verbo Encarnado, quiere seguir siendo el Emmanuel, ha empeñado su palabra en permanecer siempre con nosotros. Ciertamente de otra manera, invisible a nuestros ojos, pero no por eso menos real y verdadero. Es el Emmanuel en la Eucaristía, en la oración franca y piadosa, y en el Espíritu que le pertenece y que habita en nosotros como en templos vivos.

La belleza y la verdad de estas palabras debieran ser el antídoto a nuestra soledad, al vacío, a la pérdida del sentido de la vida. ¿Cómo entender, pues, la ola creciente de suicidios; el cáncer mortal de la depresión; la confusión y el sinsentido que padecen tantos hombres?

No cabe promesa más animosa, ni más feliz que saber que en adelante, nunca estaremos solos porque el Señor estará a nuestro lado. No es discurso, no es poesía que hermosea el episodio que celebramos, es realidad, una verdad que atestiguan hombres y mujeres a lo largo y ancho de la historia y del mundo.

¡Cuántas veces, nosotros mismos, hemos reclamado y lanzado el reproche a Dios por dejarnos solos! Ojalá que en los momentos de dificultad, de turbación, cuando vacila la fe y se resquebraja la esperanza, recordemos que Jesús es veraz y que no se aparta ni por un instante de nosotros, que por algo es el Emmanuel, que por algo salimos triunfantes; y a su vez, que podamos ser para  otros hermanos que sufren, la presencia y la caridad del mismo Cristo que se compadece y camina con nosotros.

2.- IGLESIA MISIONERA

Los relatos que contaban a los niños, en otros tiempos, terminaban diciendo: Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero este final no se aplica en la historia de salvación que ha llegado a su plenitud en Jesucristo. Esto que pareciera un final, la partida del Señor a la diestra de su Padre, significa en verdad el principio, porque la obra que ha iniciado Jesús, es preciso ser continuada para consolidar su Reino y para acercar a todos su salvación.

La buena noticia del mensaje del Señor, sus obras, sus milagros, su entrega y su triunfo sobre el pecado y la muerte no pertenece sólo a los Doce y a los discípulos, sino que es la gran herencia para la humanidad necesitada de redención. Por eso el Espíritu de Jesús es la fuerza que los lanza, llenos de fortaleza y de sabiduría, a ser  testigos no sólo ante el pueblo de Israel, sino hasta los últimos rincones de la tierra.

La Iglesia de Cristo, cimentada sobre los apóstoles, no está llamada a convertirse en una estructura anquilosada, en una institución milenaria indiferente y aletargada frente a la vorágine de los tiempos, sino que es una Iglesia llena de dinamismo, de valentía, de ardor, una Iglesia Misionera. La acción de la Iglesia no se realiza en nombre propio, como iniciativa de los hombres que se proponen extender su poderío, sino que todo cuanto dice y hace, sucede en respuesta a la vocación a la que fue llamada, en responsabilidad a la tarea que le fue encomendada en nombre de Aquel que ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra.

Es el Evangelio de Mateo quien describe la misión de los discípulos de Cristo: Vayan, dice Jesús, y por tanto no nos está permitido permanecer quietos y esperando a que los hombres se acerquen a nosotros, cuando el trabajo consiste en nosotros ir, buscar, atraer.

¿A dónde hay que ir? A donde se encuentre el último hombre o mujer que busca sinceramente a Dios, que aspira a una vida que no se acabe, que anhele justicia, paz, amor, y se esfuerza a su manera en construir un mundo donde reine todo esto. Este mandado nos llama a ponernos en pie, a destullirnos y salir; a descruzar los brazos y comenzar a actuar; a romper con toda clase de egoísmos y lanzarnos al encuentro del otro que sufre soledad, pobreza, violencia, miedo, pecado.

También dice el Señor: bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu, es decir, insertando a todo hombre en el misterio  de Dios donde se descubre a sí mismo y reconoce su dignidad; sumergiendo en la comunión familiar de la Trinidad a los hijos dispersos por el pecado; llenando a todos de la gracia de la filiación y ofertando la posibilidad de la salvación eterna.

Y aún más, enseñándolas a cumplir todo cuando Él nos ha mandado. Dos verbos que se implican y se exigen mutuamente: enseñar y cumplir.

Porque nunca será suficiente saber, si no se llega al vivir. Porque los conocimientos son estériles si no tocan la verdad de nuestras obras. El contenido más alto de la enseñanza es, pues, la vivencia del amor, en la justa medida en que Cristo nos amó primero.

¡Cuánta urgencia tiene el mundo y la Iglesia de testigos, de discípulos misioneros que hagan suyo el encargo del Señor!

Y de pronto nos topamos con una fe sin obras, con un bautismo sin compromiso en muchos de los que asisten y frecuentan la Iglesia.

Quizás no sean tantos ahora los que, como en el Evangelio, titubean en reconocer y aceptar a Jesús que está vivo, como los que vacilan en comprometer su vida en la misión que Cristo nos ha encomendado a todos. Por eso siempre habrá necesidad de orar con insistencia, no sólo para que crezca el número de los bautizados, sino para que no duden en convertirse en misioneros de la Buena Noticia de Jesucristo.

3.- TODO LO QUE SUBE TIENE QUE BAJAR

Esta simplificación de la ley de la gravitación universal, bien puede ser al misterio que celebramos hoy, el contenido de nuestra esperanza y un ánimo a nuestra manera de vivir. La ascensión del Señor a los cielos no relata el hecho físico, ni propone el primer vuelo del hombre al espacio, ni anticipa los poderes del súper héroe. Considerado así, corremos el riesgo de caer en la misma ingenuidad o en la incredulidad de Y. Gagarin, astronauta soviético, que luego de aquel primer viaje del hombre al espacio en 1961, sostenía que Dios no existía, porque anduvo los espacios y jamás le vio por ahí. Más bien completa el itinerario del Hijo de Dios que viene a la tierra, que desciende a los infiernos y gobierna desde el cielo. Los tres estratos tan constantes en la literatura antigua que describe el lugar de los hombres, de los muertos y de los dioses han sido conquistados por Jesús. Él ha venido a levantar la mirada que se había clavado en el suelo y le ha mostrado al hombre el cielo abierto para que viva por siempre. Ha venido a colmar las esperanzas de todos y a satisfacer las aspiraciones más profundas.  San Agustín afirma que nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo para que suba con Él nuestro corazón. ¡Hemos subido ya con Él, como un cuerpo sube con todos sus miembros unido a su cabeza!

Nuestra celebración es de fe y de esperanza. San Pablo animaba a los cristianos de Colosas, que así como resucitamos con Cristo, también viviremos con Él y exhortaba a buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha de Dios y a poner el corazón en las cosas del cielo y no en las de la tierra.

Tal vez esto es lo que tiene que decirnos también a nosotros la fiesta de hoy, tan encaprichados con conquistar las cosas de acá abajo que pasan desapercibidas las cosas valiosas de allá arriba.

Sin embargo, la actitud no es la de permanecer aguardando, como embobados, mirando al cielo. Es preciso atender a nuestras responsabilidades con los demás, con la sociedad, con el mundo, con la Iglesia, precisamente porque no se ha ido para siempre, sino que volverá a entablar un juicio sobre el mundo.

En efecto, en el Evangelio aparecen unos hombres que se dirigen a los discípulos para despertarlos, para lanzarlos al trabajo con el que se construye el Reino: ¿Qué hacen allí parados, mirando al cielo? La invitación del Apóstol consiste en poner el corazón en las cosas del  cielo, pero no los ojos. La mirada debe posarse sobre las miserias de  los hermanos, sobre los signos de los tiempos que imploran  intervención, sobre los pecados sociales que urgen de redención.

No se vale quedar inmóviles, parados con la vista perdida en el espacio, desentendidos de la realidad, enajenados de nuestras tareas cotidianas. No es este el mensaje, sino la esperanza de que luego de las tribulaciones nos  uniremos a nuestra cabeza; que el cielo es nuestra verdadera patria y nuestro destino final; que el Señor vendrá de nuevo y conviene estar siempre preparados; que el tiempo que media entre Su ascensión y Su retorno es un tiempo encomendado a nuestro trabajo para acercar la salvación a todos los hombres; que en verdad sólo se ha ocultado detrás de las nubes, pero sigue estando presente como compañero de camino.

Cuando el mismo Jesús que hoy celebramos ascendido al cielo vuelva a nuestro encuentro, ¿nos hallará parados y ensimismados mirando a las nubes, o nos sorprenderá allá, fuera de nuestros egoísmos, anunciando el amor del Padre, y del Hijo y del Espíritu, y enseñando con palabras y obras a vivir en el mandamiento grande de la caridad?

A MODO DE CONCLUSIÓN

Profesamos cada domingo "y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria." La celebración litúrgica de este misterio de nuestra fe se realiza hoy en la solemnidad de la Ascensión del Señor.

En esta fiesta celebramos su Ascensión y a la vez su permanencia con nosotros. Pareciera que la Palabra que escuchamos sugiriera un Jesús que se aleja, que se aparta de nosotros, cuando en realidad, se hace más cercano y más presente.

Miren hermanos y hermanas que no se corta el único vínculo que nos une al infinito; que no se troza el nudo entre la creatura y su Creador; que no quedamos nuevamente en la orfandad como al principio; que no se va, simplemente se oculta  a nuestros ojos.  Un gran predicador retrata este misterio con la figura de la Eucaristía. Expuesto en la custodia, nuestros sentidos lo contemplan, nuestros ojos penetran con fe el pan transformado en su cuerpo, pero cuando lo comulgamos desaparece de nuestra vista, no porque se haya alejado, sino porque se ha acercado más, tanto que está dentro de nosotros. Es verdad que está  siempre con nosotros hasta el fin del mundo.

Hermanos y hermanas, no podemos quedarnos como la primera lectura describe a los discípulos, con la mirada perdida en las alturas. No, es necesario que renovemos nuestro compromiso de ser para los demás testigos de Cristo, que hagamos sentir a los abandonados la presencia de Jesús; que descubramos para los que viven sin Dios, que Él sigue entre nosotros; que repitamos a los tristes su mensaje de alegría y esperanza; que imitemos con nuestras palabras y obras su mismo testimonio de caridad, compasión, perdón y servicio.

Que nuestra participación responsable en la misión de toda la Iglesia nos alcance un día, por el amor que vivimos y procuramos a todos en lo ordinario de cada día, vivir para siempre unidos a Cristo nuestra Cabeza, en el cielo, donde está sentado a la derecha de Dios y gobierna todo cuanto existe, resucitado y glorioso. Elevemos nuestra mirada, que ascienda nuestro corazón y que suba nuestra esperanza y nuestra fe con el ímpetu de la caridad.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche