miércoles, 22 de junio de 2011

CRECIENDO EN LA AMISTAD CON EL SEÑOR

CRECIENDO EN LA AMISTAD CON EL SEÑOR

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, durante la Jornada Arquidiocesana de la Juventud, en la Arquidiócesis de Tulancingo.

Muy queridas hermanas y hermanos:

Hoy, la Palabra de Dios nos lleva nuevamente a la gran fiesta del Domingo de Pentecostés, en la que la Iglesia hace memoria del día en que los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo junto con María, la Madre de Jesús, recibieron la plenitud del Espíritu Santo que descendió sobre cada uno de ellos en forma de lenguas de fuego.

La fiesta de Pentecostés, que ya se celebraba desde Antiguo para recordar la entrega de las tablas de la ley de Dios a Moisés en el Monte Sinaí, había congregado a los apóstoles en el Cenáculo, aún cuando, posiblemente, en aquella ocasión su ánimo se encontraba más bien experimentando una cierta emocionada nostalgia al hacer memoria de los años transcurridos con el Señor y de los extraordinarios eventos que se habían verificado en los últimos dos meses, y al meditar en el significado de la promesa del envío del “otro Paráclito”, que Jesús les había hecho.

Ellos habían sido elegidos uno a uno por el Señor para ser sus apóstoles. Habían vivido con Él. Les había enseñado a orar al Padre. Habían sido testigos de los milagros, de las curaciones y de la resurrección de Lázaro. Habían compartido muchas veces su mesa, y durante la Última Cena recibieron el mandamiento nuevo del amor y la Eucaristía.

Jesús les había anunciado su muerte en la Cruz, pero también su Resurrección al tercer día. Pero ¿en realidad le habían creído? Porque, en el calvario, con excepción de Juan, todos los demás habían huido, y luego, poco después de la Resurrección, es Tomás quien pone como condición a su fe el meter los dedos en las heridas de Jesús, mientras los discípulos de Emaús no lo reconocen cuando recorre el camino junto a ellos, sino hasta cuando, sentado a la mesa, partió el pan y se los dio.

Transcurrieron luego 40 días, durante los cuales Jesús resucitado, apareciéndoseles una y otra vez, comiendo con ellos, haciendo nuevos milagros, los confirma en su fe y les anuncia su próxima Ascensión al Padre, y el envío del Espíritu Santo.

Todo se había puntualmente realizado. Sólo faltaba que se llevara a cabo la promesa sobre el “otro” Paráclito. Y fue precisamente el día de Pentecostés cuando finalmente ésta se cumplió: Descendió el Espíritu Santo y los apóstoles experimentaron entonces, dentro de sí, la fuerza de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, y sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva.

Habían seguido a Jesús, y en medio de sus límites, habían acogido sus enseñanzas, aún cuando no siempre lograban aferrar del todo su sentido. Era necesario que llegara el Espíritu divino para que les hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles.

El día de Pentecostés todo eso pasó: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los renovó interiormente y los revistió de una fuerza que los hizo audaces y valientes, y comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De hombres timoratos se convirtieron en mensajeros indomables del Evangelio. Ni siquiera sus enemigos lograban entender cómo hombres “sin instrucción ni cultura” (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y soportar contrariedades, sufrimientos y persecuciones, con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban silenciarlos, les respondían: “Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde entonces no ha cesado de proclamar la Buena Nueva a todos los hombres y por todos “los confines de la tierra” (Hch 1, 8), guiada y sostenida por el Espíritu Paráclito.

Así ha quedado constatado, también, que la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, no fue un hecho aislado en la historia de hace dos mil años. Él, -como lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles y la historia de la Iglesia-, sigue con nosotros; está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos, como lo está también Jesús. Está en nosotros y con nosotros para que tengamos vida, y vida eterna; está para que podamos construir una sociedad más justa; está para que podamos reflexionar justamente sobre lo que es bueno y lo que es verdadero y para que podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor. Está para sostenernos en nuestro camino de conversión y en la realización de nuestra tarea y misión. En todo ello, Él es nuestra inspiración y nuestra fuerza.

El Espíritu Santo, -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- es el primero que con su gracia nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva. Es Él quien nos conduce al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres. Es Él quien despierta en nosotros la nostalgia de Dios, y quien provoca aquel movimiento necesario para creer y para abandonarnos incondicionalmente a su Voluntad. Es Él quien nos ayuda a escuchar a Cristo Señor, a comprenderlo, a seguirlo y a sentirlo como compañero único de nuestras vidas. Por y desde el bautismo, el Espíritu Santo nos ha convertido en templos suyos y nos conduce a la Verdad, de tal modo, que quien se abre a su presencia llega a un profundo conocimiento de Cristo y de su obra redentora, y del Padre y de su amor infinito, y adquiere una progresiva y verdadera concepción de la vida, de los hombres y del mundo.

Hoy, queridos amigos, vivimos en un mundo donde el cristianismo y la concepción del hombre, de la vida y de la sociedad es falsamente considerada por algunos como una opción entre otras; un mundo que frecuentemente nos obliga a vivir la fe en medio del acoso, de la persecución y de la mentira de quienes rechazan a Cristo.

Pero es precisamente en esta época en la que el deterioro del hombre va cobrando fuerza, que la Iglesia, sostenida por el Espíritu Santo, a través de sus hijos, hombres y mujeres de fe firme, tiene la oportunidad de mostrar al mundo su verdadero rostro y la potencia de la vida que corre por sus venas, ofreciendo el testimonio de la novedad de vida que nace del encuentro con Cristo y con el Espíritu Santo. Testimoniar “que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida (…). Que sólo Él, por tanto, es capaz de responder a la espera de nuestro corazón y de hacerlo feliz. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos” (Benedicto XVI, Homilía, Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela).

Y es, en efecto, desde esta convicción, que el verdadero discípulo, testigo y misionero de Cristo no se dobla ni se acobarda ante la actual situación de crisis; por el contrario, apoyándose en la fuerza del Espíritu, puede y debe mostrar al hombre de hoy la experiencia de que la fe hace la vida más humana, más intensa y más digna de ser vivida; que Dios no es enemigo del hombre y de su libertad, sino el único capaz de exaltar su dignidad y su libertad, salvándolo.

Muy queridos amigos y amigas. Con frecuencia -decía recientemente el Santo Padre a los jóvenes en Croacia-, los hombres nos damos cuenta de haber puesto la confianza en realidades que no apagan el deseo de felicidad profunda y verdadera, sino que por el contrario, revelan toda su precariedad. Es entonces cuando se experimenta la necesidad de algo que sea más grande, que dé sentido a la vida cotidiana.

“Su juventud –añadía el Papa-, es un tiempo que el Señor les da para poder descubrir el significado de la existencia. Es el tiempo de los grandes horizontes, de los sentimientos vividos con intensidad, y también de los miedos ante las opciones comprometidas y duraderas, de las dificultades en el estudio y en el trabajo, de los interrogantes sobre el misterio del dolor y del sufrimiento. Más aún, este tiempo estupendo de su vida comporta un anhelo profundo, que no anula todo lo demás, sino que lo eleva para darle plenitud”.

Estas palabras del Santo Padre Benedicto XVI, queridos amigos, están de alguna manera dirigidas también a ustedes, porque a semejanza de los Apóstoles, también a ustedes se les ha dado el Espíritu Santo, de modo que puedan ofrecer al mundo el testimonio del gozo de haber encontrado a Jesucristo: el salvador del hombre y de todos los hombres.

"Creciendo en la amistad con el Señor, a través de su Palabra, de la Eucaristía y de la pertenencia a la Iglesia, con la ayuda de sus sacerdotes, podrán testimoniar a todos la alegría de haber encontrado a Aquél que siempre les acompaña y les llama a vivir en la confianza y en la esperanza”.

Los invito, por tanto, queridos hermanos y hermanas, a que unidos al Santo Padre Benedicto XVI pidamos siempre la presencia del Paráclito. ¡Muestra, Señor, tu poder, y ven!, -decía en otra circunstancia el Papa -, ¡Muestra, Señor, tu poder, y ven!; hoy que “el mundo, con todas sus nuevas esperanzas está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo”. ¡Muestra, Señor, tu poder, y ven! porque “con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está dormida. Pidámosle, pues, -añadía el Santo Padre-, que nos despierte del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo”.

Unidos a María, nuestra Madre, invoquemos confiadamente al Espíritu Misericordioso, permitiendo que sus dones nos moldeen. Hagamos que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad, dones suyos, sean los signos de nuestra grandeza. Meditando asiduamente la palabra de Dios, dejemos que el Espíritu Santo nos ayude a descubrir el pensar de Dios; dejemos que Él nos conduzca a la contemplación del Dios verdadero, que nos enseñe a leer la historia con los ojos de Cristo, a gustar la alegría que nace de la verdad y a anunciar, con decisión, fidelidad y valentía, la Palabra del Señor a todas las gentes.