domingo, 1 de mayo de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO II DE PASCUA



DOMINGO II DE PASCUA
DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA
1o. de Mayo de 2011

INTRODUCCIÓN

En esta fiesta grande de los cristianos, que se prolonga por cincuenta días como un domingo extendido, los fieles encontramos un manantial de aguas limpias donde brotan esperanzas, alegrías y ánimos nuevos. Del agua de la pascua bebemos suficiente para el resto del camino, para la sed en la fatiga.

En la antigüedad, a este domingo se le conocía como in albis, dado que los neófitos volvían a la iglesia revestidos de blanco como en la noche santa. Más cercano en el tiempo, se le conoce como Segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, en respuesta a aquella petición que el mismo Jesús hiciera en revelación privada a Santa Faustina Kowalska hace apenas 80 años. En el año 2000, por decisión del Papa Juan Pablo II, hoy Beato, se instituye esta fiesta.

Y como extra podríamos llamarle también, a raíz del mensaje del Evangelio, el domingo de la Paz, o de la Misión, o de la Fe. A este respecto, la segunda lectura, tomada de la primera carta de Pedro señala como fuente de nuestra esperanza la resurrección de Cristo, con tal firmeza que se asegura la herencia del cielo por la fe. Incluso en medio del dolor, hay motivos de alegría, porque las adversidades, como fuego que acrisola el oro, purifican también la fe, y a quien cree en Él sin verlo se colma de gozo hasta alcanzar la salvación.

Pero por supuesto que la fe de los cristianos no ha de ser una fe intimista, intro2vertida, satisfecha en lo personal de cada uno porque tendría el peligro de volverse egoísta y estéril. La fe auténtica es  la que se vive y se manifiesta, como aparece en el testimonio de la primitiva comunidad cristiana, que si bien realmente no pudo ser tan perfecta, siempre será el modelo y el ideal. ¡Cómo reta a la Iglesia de ahora la imagen de la Iglesia de ayer! Todos los bautizados se reúnen constantemente para escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la Eucaristía y en la oración. Todo en unidad, todo en común. Más aún, la gente los estimaba y crecía el número de los que habían de salvarse. Ese es el compromiso de todo bautizado, que por su testimonio, muchos  lleguen a la fe verdadera en Cristo el Señor, y por Él a la vida eterna.

1.- LA PAZ ESTÉ CON USTEDES

El saludo del Resucitado a los discípulos puede sonar tan desatinado como urgente. Desatinado puesto que es normal que los apóstoles se encuentren en un estado de miedo, si consideramos que es apenas el anochecer del domingo. Es como irónico hablar de paz cuando se muere de susto. No hace tanto fueron testigos del cruel martirio de su Maestro, y sin bien es cierto que se escuchan rumores del sepulcro vacío y las mujeres hablan de que le han visto, no tienen “pruebas”.

Por eso las puertas están cerradas, por miedo a los judíos, a las autoridades, por cualquier represalia que pudieran tomar contra los seguidores del que se decía Rey de los Judíos; pero también los tiene cautivos el remordimiento. No han tenido el tiempo suficiente para llorar su cobardía, no han podido aliviar la culpa por dejar sólo a su Señor, peor aún, a su Amigo; tienen las puertas de su entendimiento, de su serenidad, de su fe, cerradas a cal y canto. Hasta aquí, podemos decir que todos son como Tomás: han oído el testimonio de las mujeres pero siguen sin creer. Pero también era urgente escuchar un saludo así. Unas palabras que les devolviera la esperanza que se les había arrebatado, palabras que les quitaran las escamas de los ojos y pudieran ver con fe, palabras que eran al fin de cuentas una prueba de que todo era verdad. En medio de ellos está Jesús, y ya lo había dicho antes. Viene a devolver la paz perdida, la valentía extraviada. Por eso el saludo se vuelve deseo, cuando repite: La paz esté con ustedes.

Les ha mostrado las manos y el costado y se disipan así las dudas, porque sería imposible no reconocer aquel con quien habían compartido algunos años de la vida. Es el mismo, sólo que con las marcas del amor, las llagas de sus manos y el costado. Entonces caen en la cuenta de que el rumor era cierto: ¡el Señor ha resucitado! y se llenaron de alegría.

Pensando un poco más, las cosas no han cambiado demasiado. El saludo del Resucitado sonaría también hoy para nosotros desatinado y urgente. Desatinado porque no hay guerra declarada y son muchos los tratados de paz que se han firmado; porque se dice que hay paz relativa entre nuestros pueblos; porque tranquilamente nos encerramos en nuestros hogares y dejamos que el mundo ruede; porque tal vez en este momento no hay guerra en mi casa ni en mi corazón. Pero lo cierto es que la paz sigue siendo una urgencia, porque para el corazón del cristiano, Egipto, Libia, Japón están demasiado cerca para ignorarlos; porque México llora la violencia y la muerte que azota nuestras calles; porque nuestra ciudades no están exentas de crimen, corrupción y muerte; porque en muchas familias hay maltrato y guerra; porque nuestra misma conciencia nos exige la paz que el pecado nos ha quitado.

¡Cuánta falta nos hace la paz de Cristo! No la paz que el mundo da, que consiste simplemente en la ausencia de dificultades o carencias, sino la Paz verdadera, que en medio de las adversidades nos conserva la alegría. Nosotros sabemos que la paz no es un bonito ideal, ni un ingenuo deseo, si no que es una persona, como dice la carta a los Efesios: Cristo es nuestra paz, el que derribó el muro del odio que separa a los pueblos y las gentes (cfr. 2, 14). Si hoy todos reconocemos que a nuestra patria y a nuestra vida le falta paz, implícitamente estamos declarando que nos falta en verdad Cristo.

Los obispos de México hemos hecho propia y hemos recordado a los bautizados, la tarea de imitar a Jesús para de Él aprender la sublime lección de anunciar el Evangelio de la paz con la confianza puesta en la fuerza transformadora del Amor (Exhortación Pastoral “Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna”, n. 1). Reflexionemos, queridos hermanos, si acaso no estamos nosotros mismos atemorizados o encerrados por nuestra cobardía, nuestra falta de compromiso social, nuestra indiferencia por establecer la paz en lo más cercano como la conciencia o la familia. Si la Pascua que hemos celebrado cumplió su objetivo, no nos está permitido continuar el camino sin reconocerle, sin verle las llagas y el costado, sin llenarnos de alegría y sin urgirnos a vivir la paz. Hagamos nuestra esta breve oración por la paz que nos regala la misma Exhortación Pastoral: Señor Jesús, Tú eres nuestra paz, mira nuestra Patria dañada por la violencia y dispersa por el miedo y la inseguridad… Que como discípulos misioneros tuyos, ciudadanos responsables, sepamos ser promotores de justicia y de paz, para que en Ti, nuestro pueblo tenga vida digna. Amén.

2.- RECIBAN EL ESPIRITU SANTO

Una vez restituida la paz y la alegría en el corazón de los discípulos, no hay más tiempo que perder para continuar la obra de Jesús. El Enviado, envía y lo hace con poder. Con un rito casi sacramental del soplo sobre los discípulos y la fórmula: “Reciban el Espíritu Santo”, el Señor confiere misión y poder. Aún más, confiere renovación, nueva semejanza y relación con el hombre, si atendemos al gesto del Génesis, el soplo de vida sobre el primer hombre sacado de la arcilla (cfr. Gn 2, 7), Jesús está volviendo a crear, pero ahora no al hombre de barro, sino al hombre resucitado, al que vive del Espíritu.

En esta versión de San Juan, la principal misión de los apóstoles es perdonar los pecados y así se entiende que el bautismo, la evangelización, el seguimiento y el testimonio que delega en otros evangelios, confluyen en el mismo fin de liberar de la esclavitud del pecado y abonar la esperanza de la vida eterna.

Litúrgicamente la gran fiesta de la pascua nos conduce a la fiesta de Pentecostés con que concluye este tiempo pascual. Hemos ya desde ahora disponer los corazones, la mente y la voluntad para recibir este don venido de lo alto. Todos hemos de pedir el Espíritu a fin de vivir conforme a sus inspiraciones y fuertes para vencer el pecado en nosotros. Que el soplo de Cristo sobre nosotros, un soplo de vida y de Espíritu, sacuda el polvo de la indiferencia, de la falta de disponibilidad para el servicio y el compromiso con la liberación de los hermanos, que nos renueve nuestra nueva imagen de resucitados y podamos sentirnos enviados también nosotros, a proseguir la misión de Jesucristo.

Este episodio, al entender de algunos como el pentecostés joaneo, puede considerarse sí como un anticipo del gran pentecostés, que confirma la fe de los discípulos. Cierto que aquí no hay viento huracanado ni lenguas de fuego, pero la presencia del Resucitado basta para que en el interior de cada uno, el soplo suave y discreto de Jesús, se vuelva un tornado que les evapore las dudas y las tristezas y queden llenos de alegría, de fe y de la paz del Señor.

Pues recibamos todos el Espíritu Santo para que la gracia nos inunde y nos veamos colmados también de alegría, esperanza y paz.

3.- ACERCA TU DEDO, TRAE ACÁ TU MANO

No es conveniente juzgar a Tomás con ligereza por su reacción ante el testimonio de sus compañeros de haber visto a Jesús. Tal pareciera que ya desde entonces, como hoy, la palabra ha perdido crédito y confianza y por tanto, no resulta suficiente lo que dicen los discípulos; quiere ver y sentir las señales de los clavos y la huella de la lanza. En realidad no está pidiendo nada diferente a lo que los otros apóstoles ocuparon para creer, que al fin comprendieron todo cuando el Resucitado les mostró las manos y el costado.

Pero sin duda que el deseo de creer le llevó a permanecer con los demás, de modo que a los ocho días, estando reunidos todos y aún a puerta cerrada, Tomás está presente. Vuelve Jesús a presentarse entre ellos con aquel saludo que les había llenado de alegría y luego le dio la prueba a Tomás que tanto había pedido. Y entonces acontece el milagro de la fe y no me refiero a la certeza de ver a Jesús vivo, eso no sería un acto de fe porque sabemos que las pruebas y evidencias destruyen la posibilidad de creer, es decir, cuando algo se demuestra el entendimiento acepta las cosas como un conocimiento; en cambio, un acto de fe omite las pruebas y se mantiene en la firme certeza de así es. Por lo tanto, el milagro de fe que sucede en el encuentro de Tomás con el Resucitado, radica más bien en la profesión que hace: Señor y Dios mío. Y vaya qué milagro, mientras para los otros sólo era el Señor, o el Profeta, o el Mesías, incluso el Hijo de Dios, Tomás es el primero de todos en reconocerlo como Dios verdadero y personal.

De aquí se desprende la bendición, la bienaventuranza para todos los que a través de los siglos profesamos la misma fe, que sin verle, hemos creído.

Tradicionalmente hemos apodado a Tomás como el incrédulo, como el icono de la resistencia a creer, el que tienta al Señor con sus dudas. Ha servido como imagen del hombre tecnológico y moderno que exige ver para creer. Pero quizá pudiéramos intentar contemplarlo desde otro ángulo y coincidir con las palabas de San Gregorio Magno que dice que Tomás con su incredulidad nos ha sido más útil que todos los demás apóstoles, que han creído de inmediato. Y quizá tiene razón, porque Tomás se parece tanto a nosotros en la dureza y resistencia de nuestro corazón y además porque su actitud llevó a Jesús a revelarnos cosas hermosas de sí mismo.

Tomás es aquel quien en el pasaje de la resurrección de Lázaro, sabiendo que Jesús es perseguido en Judea, está dispuesto a morir  junto con Él, pues no espera más, no imagina siquiera el prodigio que se avecina. Luego en la última cena, cuando Jesús anuncia su partida, es Tomás nuevamente el que replica diciendo: “No sabemos a dónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?” y así le arranca a Cristo las palabras preciosas de que Él es el camino, la verdad y la vida. Y por último, el pasaje de hoy. Ese es Tomás –y muchos de nosotros-, que prefiere arriesgar la vida que correr el riesgo de la fe; que no lo detienen los respetos humanos sino que con franqueza manifiesta sus dudas; quien viendo al Señor Resucitado, sin necesidad de acercar su mano, humillado ha llegado a la fe.

Quién sabe qué habrá hecho que Tomás se resistiera, quizá el miedo, o el sufrimiento, o experimentaba la impotencia de creer a pesar de quererlo. Hay quien dice que sufrir por no creer es una forma de fe incompleta, pero sincera, y tiene mucho de verdad. La misma pregunta es para nosotros, ¿cuál es la causa de nuestra resistencia, de nuestra dureza?

Porque es cierto que hay muchos que queriendo creer no creen y muchos que “creyendo” no quieren creer. Jesús lo sabe, por eso no se ofende ante Tomás, pretende más bien acabar de una vez con sus vacilaciones y regalarle el don de la fe, que al fin de cuentas, es eso, un regalo y no un mérito. Cuántos hombres y mujeres viven tristes porque les falta la fe; que desgracia para el hombre que busca sin encontrar, como aquellas infelices palabras del hombre que subió al espacio y arrojando amargura confesó no haber visto a Dios. Pero existe un consuelo para los que desean ver a Dios, el mismo bálsamo que llegó al corazón de San Agustín y de Pascal y que el Papa Juan Pablo II recordaba en una de sus catequesis: “El hombre es el ser que busca a Dios. Y hasta después de haberlo encontrado, sigue buscándolo. Y si lo busca sinceramente, lo ha encontrado ya; como dice Jesús al hombre en un célebre paso de Pascal: «Consuélate, no me buscarías si no me hubieras encontrado»”. Así, desear, sin creer puede ser una fe más pura que creer sin desear.

Queridos hermanos y amigos, hay muchos Tomás en el mundo, muchos somos él, que recorremos el camino de la fe, buscando. Como Iglesia y Cuerpo Místico de Cristo hemos de permitir con nuestro testimonio, nuestra alegría, nuestra paz, que muchos también puedan tocar en nosotros la  llaga de Jesús, que muchos puedan meter la mano en el costado de caridad y al fin puedan creer. El hombre de hoy, refugiado en la ciencia y la tecnología también quiere creer, necesita hacerlo. Escondámonos nosotros dentro de sus llagas para poder conducir a los demás al huego donde late vigoroso el corazón del Señor Resucitado.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Al gozo de la resurrección que ya nos inunda, se une ahora el gozo de vernos amanecer con un nuevo beato, pero no uno ajeno y desconocido, distante y atemporal, sino uno tan cercano que aún lo conserva nuestra memoria: ¡Juan Pablo II es Beato! Y la vivencia profunda de su fe es para nosotros motivo de esperanza y de ánimo para responderle a Dios con generosidad y hasta el último momento.

Juan Pablo “el Grande”, ha hecho posible que muchos Tomás, en el cenáculo de la Iglesia y fuera de él, hayan podido tocar las heridas y el dolor de Cristo y hayan llegado así al gozo irrenunciable de la fe. Su incansable ministerio lo hizo verdaderamente un peregrino de la paz, de esta paz que Cristo da, descubriendo la grandeza y dignidad del ser humano, de la necesidad de velar por los débiles, de tomar conciencia de que todos somos hermanos. Un hombre, en fin, movido sin más por el Espíritu. Agradecemos a Dios este regalo pascual, de un Papa que nos animó con su ejemplo de vida, que nos instruyó con la predicación de su palabra y ahora, nos protege con su intercesión.

Ojalá que todos podamos acercarnos al corazón abierto del Señor, y tocando su amor en los sacramentos que nos ha dejado, no sigamos dudando, sino creamos de una vez. Dichosos ustedes, hermanos y amigos muy queridos, si creen sin haber visto.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
______________________________________________________________