domingo, 1 de mayo de 2011

BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

¡BEATO JUAN PABLO II,
RUEGA POR NOSOTROS!

Artículo del Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal, Encargado de la Comisión Diocesana para la Pastoral de la Comunicación Socia de la Diócesis de Campeche.


«Hubo un hombre enviado por Dios, se llamaba Juan». Estas palabras del Evangelio de san Juan, cargadas de esperanza profética, resonaron en la historia de la humanidad el 16 de octubre de 1978. Aquel día un nuevo Papa había sido elegido para tomar el timón de la Barca de la Iglesia.

Juan Pablo II, «que no era la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz», apareció en el balcón central de la Basílica de san Pedro para trazar los caminos de progreso espiritual, social y cultural de nuestro mundo.

Pastor por excelencia, que, con la alegría de las almas sencillas, supo conducir por más de 26 años el rebaño que le fue encomendado, diseminando amor donde hacía falta y dando consuelo donde se necesitaba. Apóstol fiel de Cristo que predicó la doctrina del Maestro de Galilea con el ejemplo.

Memorable e inolvidable aquella Homilía del hoy beato Juan Pablo II, papa, en el inicio de su pontificado el 22 de octubre de 1978: «El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos».

«¡Hermanos y hermanas! ¡Ayuden al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!», pidió con sencillez durante la homilía que proclamó con fuerte voz en la Plaza de san Pedro.

Como también memorable e inolvidable ha sido cada una de sus cinco visitas a nuestro país. Al conocer la decisión del Papa Benedicto XVI de beatificar a Juan Pablo II me invadió una gran alegría y vinieron los recuerdos de aquellos momentos en que tuve la gracia de estar cerca de él, verlo, escucharlo. Verdaderamente la vida y el ministerio de Juan Pablo II fue un gran regalo de Dios a su Iglesia.

Tuve la oportunidad de “encontrarme” por vez primera con el Papa venido de lejos en enero de 1979, concretamente, si la memoria no me falla, el 27 de enero de aquel año de gracia, en la Basílica de Guadalupe.

Siendo aún un niño de escasos 9 años, cuando el Papa vino a México la primera vez, tuve la oportunidad de estar en la ciudad de México, en compañía de mis padres, y ver y escuchar a Juan Pablo II en el atrio de este Santuario Mariano.

En su segunda visita, en mayo de 1990, siendo un joven integrante de la Pastoral Juvenil de la parroquia de san Román, bajo la guía espiritual del siempre recordado padre Pedro Aguilar Raygoza, pude asistir a la Misa con los jóvenes de México, realizada en la explanada del Fracionamiento El Rosario, en san Juan de los Lagos, Jalisco, el martes 8 de mayo de aquel año.

Era este encuentro con los jóvenes, con palabras del mismo Juan Pablo II, «uno de los momentos más esperados» de su viaje a México. Ante más de dos millones de jóvenes, expresó que «el Papa se siente cercano a los jóvenes y los tiene muy dentro del corazón porque percibe su afecto y cariño, pero sobre todo porque con sus ganas de vivir y luchar abren horizontes luminosos para la Iglesia de Cristo y para la sociedad actual».

Y nos recordó: Jóvenes «llevan en sus manos, como frágil tesoro, la esperanza del futuro. El Señor tiene su confianza en la savia nueva que late en cada joven, como promesa floreciente de vida. Por eso también deposita en ustedes una exigente responsabilidad en cuanto artífices de una nueva civilización, la civilización de la solidaridad y del amor entre los hombres».

En agosto de 1993, durante su tercera visita a México, que realizó a Yucatán para tener un encuentro con las etnias de América en Izamal y, por la noche, una Magna Celebración Eucarística en Xoclán, siendo ya seminarista, tuve la oportunidad de estar frente a Juan Pablo II; pude haberlo tocado, haberle pedido la bendición, pero al mirar su rostro, la profundidad de su mirada, al sentir el calor de su mano posada sobre la cabeza del joven enfermo que se encontraba delante de mí y al que se había detenido a saludar y bendecir, me quedé extasiado contemplando al Papa, pues en él pude sentir la presencia misma de Dios.

La misma sensación percibida aquella mañana del 3 de Diciembre del año Jubilar en la Basílica de san Pablo Extramuros, completamente abarrotada con los familiares y voluntarios que acompañaban a los 7.500 minusválidos, «en sillas de rueda, con muletas y con alegría», que ya llenaban la basílica.

Aquella mañana del primer domingo de Adviento, una joven de 16 años con hidrocefalia, le decía al papa Juan Pablo II que presidía la Misa: «Tu caminar cansado te hace también maestro de sufrimiento, pero de tu sufrimiento surge una sabiduría que, como la proa de un barco, surca las olas para trazar una estela que conduce al sentido de la vida y del sufrimiento».

Aquella mañana quedó grabada en mi mente y en mi corazón, pues gracias a que el diácono que asistía al Papa se “durmió” y no llevó a tiempo la jofaina con el agua para que realizara el rito de purificarse las manos, después de presentados los dones, el papa tuvo la oportunidad de levantar la mirada y recorrer los rostros de cada uno de los sacerdotes que estábamos al costado derecho del Altar sosteniendo el copón con las hostias, que unas vez consagradas distribuiríamos entre los fieles congregados en la Basílica.

Una mirada que fue un abrazo de ternura y de agradecimiento. Una mirada que nos hizo sentir la presencia y el gran amor de Dios.
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