martes, 3 de mayo de 2011

HOMILÍA DEL ARZOBISPO DE PUEBLA


DICHOSOS LOS QUE CREEN SIN HABER VISTO
(cfr. Jn 20,19-31)

Homilía de Mons. Víctor Sánchez Espinosa, Arzobispo de Puebla, con ocasión de la fiesta de la Divina Misericordia y la Beatificación del Siervo de Dios, Juan Pablo II.

El Domingo de la Divina Misericordia, en medio de la alegría de la Pascua, Dios nos concede, por ministerio de su Vicario en la tierra, la gracia de contar con un poderoso intercesor y un gran ejemplo de discípulo y misionero de Cristo: el beato Papa Juan Pablo II, justamente llamado “El Grande”, en quien contemplamos las maravillas que Cristo ha hecho con su resurrección al vencer para siempre al pecado, al mal y a la muerte, renovar todas las cosas y concedernos el poder de llegar a ser hijos de Dios, partícipes de su vida plena y eterna, que consiste en amar.

Por eso, unidos a María Santísima, al beato Juan Pablo II y a toda la Iglesia, proclamamos: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede corromperse ni mancharse y que Él nos tiene reservada como herencia en el Cielo!”. [1]

Sin embargo, quizá sintamos temor frente a un mundo hostil, como lo tuvieron los discípulos, quienes, pensando que amar es peligroso, decidieron encerrarse. Lo mismo puede sucedernos en esta época en la que parece que quien busca construir su familia y la sociedad basándose en la verdad, procurando ser fiel, honrado, comprensivo, justo, servicial y solidario, se arriesga a que la gente le rechace y le utilice hasta destrozarle el corazón. Pero ¿qué sentido tiene una vida encerrada en cárcel del miedo?

Por eso Dios, cuya misericordia es eterna [2], ha enviado a su Hijo Resucitado, quien nos comunica su paz al mostrarnos las heridas de los clavos, señal de su amor por nosotros, y que prueban que el amor triunfa por encima del mal, del pecado y de la muerte.

Así, curando “el corazón de los que dudaran” [3] –como escribe San Agustín–, nos enseña cómo alcanzar la victoria eterna: “Como el Padre me envió, así los envío yo” ¡Nos envía a amar como Él! Y para que pudiéramos hacerlo, nos entrega al Espíritu Santo, que es el Amor.

Aunque quizá como Tomás pidamos una experiencia “privada” para decidirnos a creer, Jesús no nos rechaza [4], sino que nos invita a encontrarlo en su Iglesia, presente en la Eucaristía dominical, como los primeros cristianos [5]. Ahí, descubriéndole misericordioso, podremos estrechar su mano salvadora mediante nuestra confianza, como lo ha pedido a través de Santa Faustina Kowalska: “El alma que confía en Mi misericordia es la más feliz porque Yo mismo tengo cuidado de ella” [6].

Juan Pablo II lo creyó. Por eso, cuando quedó solo al perder a su familia y padeció el horror de una guerra, optó por no desesperar sino confiar en Dios. Dijo “si” cuando recibió la llamada al sacerdocio y al episcopado. Y cuando el 16 octubre de 1978 los cardenales, reunidos en Cónclave, pidieron su consentimiento para ser Sumo Pontífice, recurrió a la misericordia divina, “para que a la pregunta: "¿Aceptas?", pudiera responder con confianza… acepto" [7].

Así, confiando en Dios, se hizo heraldo de la misericordia divina los casi 27 años de su pontificado, mediante sus 14 encíclicas, muchos documentos y 5 libros; a través de las celebraciones litúrgicas, de su intensa vida de oración, de sus 104 viajes pastorales, de sus esfuerzos por lograr la unidad de los cristianos y promover la cooperación entre las diferentes religiones; de su defensa y caridad hacia los más necesitados, y de su amplia labor en favor de la vida, la verdad, la justicia, la libertad, los derechos humanos y la paz.

Su confianza en Dios no disminuyó a pesar de haber “sufrido un largo e ininterrumpido martirio –como comenta su secretario, Cardenal Dziwisz–. Conoció el dolor cuando era niño. Perdió muy pronto a sus padres y a su hermano… Perdió a muchos amigos durante la guerra. Sufrió… bajo el nazismo y…. con toda la responsabilidad como obispo, bajo el régimen comunista... Después, como Papa, el atentado… soportaba con gran serenidad, paciencia y virilidad cristiana el dolor… mientras intentaba tenazmente seguir cumpliendo su misión. No hacía pesar sus males físicos a ningún otro… Así ha sido, incluso cuando la enfermedad (el mal de Parkinson) comenzó a devastarlo. Aun cuando él, que había recorrido los caminos del mundo, fue constreñido a una silla de ruedas. Aun cuando, después de haber proclamado el Evangelio a todos, su voz se hizo débil hasta no poder hablar. Aun cuando él, que con una mirada… te hacía sentir… que te dedicaba toda su atención, comenzó a ver su rostro cada día más inexpresivo” [8].

“…Como aconteció a Jesús, también a Juan Pablo II –comenta Benedicto XVI– al final, las palabras dejaron su lugar al sacrificio extremo, al don de sí mismo. Y la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo… Como atestiguan los que estuvieron cerca de él, sus últimas palabras fueron: Déjenme que vaya al Padre; así culminaba una vida totalmente orientada a conocer y contemplar el rostro del Señor…” [9].

“Como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo… apóstol de la Misericordia divina. El sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del segundo domingo de Pascua… coincidencia, que unía en sí la dimensión mariana —era el primer sábado del mes— y la de la Misericordia divina [10]. Demos gracias al Señor por haber hecho a la Iglesia el don de este fiel y valiente servidor suyo” [11].

¡Damos gracias a Dios por Juan Pablo II, quien ahora, desde la Casa del Padre nos ve y nos bendice [12]! Y al Señor resucitado le pedimos que nos de la fuerza para no tener miedo, como tantas veces nos pidió el nuevo beato, para que, como él, unidos a Cristo, transformemos el mundo venciendo al mal con el poder fascinante del amor [13], y podamos alcanzar la dicha eterna del Cielo. Que María Santísima, a quien Juan Pablo “el Grande” dedicó su lema: “Todo tuyo”, interceda por nosotros para que podamos hacerlo así, exclamando con todo nuestro ser: “Señor mío, y Dios mío; ¡Jesús, en Ti confío!” [14]

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[1] Cfr. 2ª Lectura: 1 Pe 1,3-9.
[2] Cfr. Sal 117.
[3] Cfr. SAN AGUSTÍN, ut supra.
[4] Cfr. SAN JUAN CRISÓSTOMO, in Ioannem, hom. 86: “Sin embargo, porque Tomás lo exigía, el Señor no le desoyó”.
[5] Cfr. 1ª Lectura: Hch 2,42-47.
[6] KOWALSKA Faustina, “Diario la Divina Misericordia en mi alma”, nn. 1273, 687, 30, 1273
[7] JUAN PABLO II, Homilía en su XXV Aniversario de Pontificado, 16 de octubre, 2003, n. 1.
[8] DZIWISZ Stanislao, “Una vita con Karol”, Ed. Rizzoli, Italia, 2007, pp. 215-217.
[9] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa en sufragio de Juan Pablo II en el III aniversario de su muerte, 2 de abril de 2008.
[10] BENEDICTO XVI, Regina caeli, Domingo de la Misericordia divina, 30 de marzo de 2008.
[11] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa en sufragio de Juan Pablo II en el III aniversario de su muerte, 2 de abril de 2008.
[12] RATZINGER Cardenal Joseph, Homilía en la Misa de Funeral del Papa Juan Pablo II, 8 de abril de 2005.
[13]JUAN PABLO II, discurso a los jóvenes en la Base Aérea de Cuatro Vientos, Madrid, Sábado 3 de mayo de 2003.
[14] Cfr. SAN AGUSTÍN, in Ioannem, tract., 121; KOWASKA Faustina, Diario, 327; JUAN PABLO II, Homilía en la Fiesta de la Divina Misericordia, Domingo 22 de abril de 2001.