sábado, 2 de abril de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO IV DE CUARESMA


DOMINGO IV DE CUARESMA
3 de Abril de 2011

INTRODUCCIÓN

Este cuarto domingo de cuaresma es el conocido Domingo de Laetare, de Alegría, por la antífona de entrada de la liturgia de hoy. Ha sido en la tradición de la Iglesia como un breve remanso que atenúa la disciplina y sobriedad propia de este tiempo, con el fin de recordarnos que el camino de conversión ha de recorrerse con alegría, con el gozo pascual anticipado. Estamos precisamente a la mitad del trayecto; nos alegramos por lo andado y nos evaluamos a fin de llegar purificados a las fiestas pascuales que se avecinan. Hoy la Iglesia se regocija como quien ve a distancia el destino final de sus fatigas y acerca cada vez al gran acontecimiento.

El texto del Evangelio de hoy, el ciego de nacimiento, comparte la temática bautismal con el domingo anterior -de la samaritana-, recordando el fin pedagógico que la Iglesia le dio a estos domingos precedentes de la semana mayor, para la iniciación de los catecúmenos.

El Evangelista que leemos es San Juan, donde los elementos signo y discurso son fundamentales en su proclamación de la Buena Noticia de la salvación.

Si el domingo pasado Cristo aparecía como el Agua Viva, en éste se manifiesta como Luz del Mundo. El Papa nos regala en su mensaje las siguientes palabras:
El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».

De hecho, la liturgia de la palabra de este día destaca el binomio tinieblas-luz, con un fuerte significado de la luz que brota del bautismo y de la fe, y el rechazo a la lobreguez de la ignorancia. El mismo Pablo en la carta a los Efesios le recuerda a esta comunidad la antigua condición de oscuridad, y la nueva de pertenencia al Señor que nos hace luz.

Es interesante, a propósito del trasfondo bautismal del pasaje de hoy, el comentario que hace San Agustín. Dice el Obispo de Hipona que el ciego representa a la raza humana. Y si la ceguera es la infidelidad, la iluminación es la fe. Al lavar sus ojos el ciego en aquel estaque de Siloé, cuyo nombre significa "enviado", quiere decir en realidad que fue bautizado en Cristo, el Enviado del Padre. Así pues, reconocemos que es Él el que puede devolver la vista a quienes en el camino de la vida la hemos perdido; es Él quien puede abrir los ojos de la fe, a los que somos ciegos desde siempre.

Que no se nos olvide que el cristiano, hecho cuerpo de Cristo por el bautismo, es una persona llamada a la fe, iluminada por el bautismo y ungida para una misión en la Iglesia. Escuchar el relato de la unción de David en la primera lectura, será siempre un motivo de alegría recordando que Dios no juzga acorde a criterios del hombre, y que elige a quien quiere. Sintámonos elegidos, ungidos por Dios a ser sus hijos y a vivir como hijos de la luz.

1.- LA CEGUERA DEL PECADO

La trama del Evangelio de hoy se desata a partir de la pregunta de los discípulos, luego de haber visto al ciego de nacimiento. Para el pueblo de Israel, la enfermedad, la desgracia, las discapacidades eran tenidas como una señal de pecado, un castigo del Dios Justo. Por eso se entiende la curiosidad de los seguidores de Jesús por conocer al responsable del pecado que había traído como consecuencia la ceguera de aquel hombre. Luego de hacer notar Jesús que el Padre del cielo no es vengativo ni se complace en el sufrimiento de sus hijos, abre la posibilidad de llegar a comprender las vicisitudes de la vida, sus dificultades y dolores, en clave de misericordia. Existen los menesterosos y la fragilidad de nuestra condición precisamente para tener ocasión de contemplar el poder de Dios y su gloria. Son los pobres, los desvalidos, los marginados los que pueden percibir con mayor fuerza la mano providente de Dios si no se dejan llevar por la desesperación. Por nuestra parte, qué sería de nosotros sin estos hermanos más necesitados que nosotros mismos, que se vuelven oportunidad especialísima para practicar la caridad y asemejarnos por la misericordia a nuestro Padre celestial.

Aquel ciego de nacimiento fue el pretexto para que detrás de los signos mesiánicos, Jesús se revele como la Luz. Así inició con este hombre y con la comunidad su concreto itinerario hacia la fe.

Mientras los discursos que manifiestan a Jesús como Hijo de Dios en el evangelio de San Juan suelen ser extensos, sorprende que en breves versículos, en este pasaje, diga todo lo que tiene que decir.

"Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo", dice Jesús. A esta auto-revelación sucede el signo que avala y atestigua la verdad de las palabras. Bastó un poco de saliva, lodo, la unción y el lavado para que aquel que nunca había conocido la claridad, ni había podido distinguir los colores y las formas, recibiera la vista. Si bien no se le han abierto aún los ojos de la fe, es ya tener en sí la semilla al aceptar ser enlodado e incluso obedecer la indicación de lavarse en la piscina.

Nos queda claro que eso poco de fe, este poso de confianza es suficiente para ser conducidos a la plenitud y para proseguir el camino rumbo a una fe firme.

El que había sido ciego se convierte en un signo del poder de Jesús, y su respuesta a quienes se ven confundidos sobre su identidad responde "yo soy", quizá como un eco de aquel Yo Soy de Dios que da la verdadera identidad al que había sido ciego, pues en efecto, es imagen del Yo Soy, es creatura suya y está llamado a ser Su hijo. Así pues, aquel hombre comienza a reconocerse en su realidad profunda, porque así comienza la fe, de frente a Dios.

Con todo lo dicho, queda sumamente claro que la ceguera de nacimiento no es consecuencia de ningún pecado, sino un lugar propicio para que se manifiesten las obras de Dios. En el plano de la fe, quien ha nacido ciego no es culpable, no es su castigo estar sin esperanza y sin fe, y por el contrario, los que no han conocido a Cristo, los que nacieron lejos de nuestra fe, los que son ciegos desde el principio, reciben este llamado de Dios para que se salven por su Hijo, conozcan la fe verdadera y abran los ojos a la verdad.

2.- DE VERBOS A VERBOS

La fe no se impone irreflexivamente ni se le llega de la noche a la mañana. De manera sintética, en el pasaje de este domingo se realiza el proceso de fe mediante un juicio entablado con distintos interlocutores y testigos, pero al fin de cuentas, es un procedimiento contra Jesús. Aunque pareciera que el Señor sale del escenario, en realidad se mantiene presente, si vemos que las conversaciones y escenas siguientes no tienen otro tema ni objeto sino Él, su obra, su identidad. No es sólo una vez las ocasiones que cuestionan al que había sido ciego, para representar de alguna manera que el camino hacia la fe verdadera no es fácil, ni está exento de penalidades y persecuciones. Pero es así, muchas veces, con el dolor, la contrariedad, los ataques, como se fragua una fe firme, sólida, inamovible.

Lo más que conoce aquel hombre es que quien le curó se llama Jesús, pero en efecto, no sabe más de Él ni tiene idea de dónde se le puede encontrar. Sus primeros fiscales son sus vecinos, los que lo conocían desde siempre, los que lo veían pedir limosna a diario y sabían de su ceguera. Hasta pretenden desconocerle, lo cuestionan, lo confunden. De este primer juicio sale bien librado, pues el que había sido ciego sabe quién es él y cómo ha sido curado por Jesús.

El segundo litigio es frente a los fariseos, preocupados por nimiedades y escépticos ante lo que ellos mismos pueden contemplar.

Las distintas opiniones los confunden y dividen. Y el que había sido ciego, vuelve a salir bien librado, testimoniando incluso a favor de Jesús como profeta.

Ante la incredulidad, los fariseos llaman a los padres del hombre curado, y con amenazas y presión los interrogan. La prudencia y el temor a las represalias, hacen que los padres del que había sido ciego le impulsen al testimonio responsable, con esas palabras tan reveladoras y comprometedoras:

"Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo". El camino no ha sido en vano, la fe ha crecido lo suficiente para responder por sí mismo. Y aquí me inquieta, hermanos y hermanas, estas palabras. ¿Sabríamos nosotros responder con convicción si cuestionaran nuestra fe? Qué triste sería que después de tanto tiempo de haber sido curados también nosotros, no haya crecido la fe lo necesario para dar respuesta y razón de nuestra esperanza. Ojalá tengamos todos la edad y la fe suficientes para responder por nosotros mismos, y que no continuemos siendo permanentemente infantes.

En nueva sesión, otra vez es confrontado el que había sido ciego.

Ahora aparece con más valor, mayor convencimiento, con una conciencia más robusta. Ya no se deja cuestionar, sino que ahora es su turno de cuestionar a sus opositores, de echarles en cara su contradicción, su cerrazón para reconocer el origen de las obras de Jesús. Y sin más, avergonzados y delatados públicamente, no les queda otra opción sino atacar, insultar, despreciar; endurecer aún más su corazón y apelar a su orgullo y arrogancia: "Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?". Esta era la última batalla, era la última prueba a la fe del que había sido curado. y salió victorioso.

Ofendido y repudiado vuelve a encontrarse aquel hombre con Jesús. Al Señor le interesa conocer si se le han abierto también los ojos de la fe para creer en el Hijo del hombre. He aquí la grande diferencia de verbos: de ver a creer. Este hombre ha podido hacer el recorrido que no se limita a dar la vista sino a engendrar la fe; ha hecho podido cruzar el abismo dramático de las tinieblas a la luz, de la ignorancia a la salvación.

3.- EL PECADO DE LA CEGUERA

Ante la Palabra de Dios hecha carne no se puede permanecer indeciso. Para eso ha venido Jesucristo, para que se definan los campos: para que los ciegos vean y los que ven queden ciegos. No es lícito, pues, permanecer en penumbra, ni sienta bien el claroscuro. El Evangelio de hoy es una fuerte llamada de atención a quienes aún somos ciegos, a quienes nos resistimos a abrir los ojos, los que hacemos como que no vemos y los que creemos ver siendo mentira.

El pecado no reside en la ceguera de nacimiento, sino en la voluntaria necedad de no querer ver.

Cómo nos parecemos muchos de los cristianos de hoy, a los fariseos y a los vecinos incrédulos del evangelio.

Resulta hasta risible la dureza de los fariseos que les preocupa más el sábado que el prodigio. Están delante de un milagro y sólo consiguen ver que se violenta el precepto del descanso. No podemos sorprendernos del todo si somos lo suficientemente humildes para reconocer las ocasiones en que nos fijamos más en los detalles que lo importante; o cuando apegamos el corazón a las cosas pasajeras y descuidamos las eternas; o cuando nos aferramos a los preceptos e ignoramos la ley suprema de la caridad. Muchas veces nosotros mismos hemos preferido actuar conforme a derecho, que conforme al amor.

Podemos incluso pasar por encima de la dignidad y del respeto que merecen las personas, sólo resguardados bajo el nombre de la ley.

Y qué decir del desquite y la soberbia con que trataron al que había sido ciego sólo porque no soportaron escuchar la verdad. Y cuánto nos recuerda a nosotros mismos esta forma de reaccionar cuando nos echan en cara lo que somos, cuando nos descubren nuestros defectos, cuando levantan nuestra máscara de hipocresía.

Es sumamente triste que caigamos en este pecado que cierra las puertas a la salvación. "Si estuvieran ciegos, no tendían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado". Si estuviéramos ciegos, ciertamente tendríamos excusa y encontraríamos benevolencia, más aún, estaría a nuestra puerta la oferta de la fe, pero como decimos que vemos, decimos que tenemos ya la fe, presumimos de ser bien cristianos, nos arriesgamos a seguir en el pecado. No tenemos permitido llamarnos cristianos cuando no queremos dejar la oscuridad; no podemos jactarnos de una fe que se vuelve estéril porque no conoce las obras; no podemos engreírnos de ver cuando en realidad estamos ciegos porque no rehuimos el pecado, no convertimos el corazón, no tenemos misericordia, ni nos hemos abandonado con fe a las manos de Dios. Que el Señor nos perdone el pecado de la ceguera y nos cure.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Estamos a tiempo de volver a la claridad de la fe, de volver a iluminar nuestro bautismo, de hacer real nuestra pascua, nuestro paso de la noche al día, de la oscuridad a la luz. Sabemos del corazón blando y misericordioso de nuestro Dios y sabemos, por ende, que si reconocemos oportunamente nuestra ceguera, bien puede Él devolvernos la vista.

Que no nos amedrente el camino empinado de la cruz, que no nos atemoricen las persecuciones, los sufrimientos, los rechazos porque así se purifica la fe auténtica.

Es cierto que los hijos de las tinieblas han decretado echar fuera a quien reconozca a Jesús como el Mesías. Cada vez más, los discípulos de Cristo somos sometidos a este proceso para afianzar la fe, lo mismo los jóvenes con tantas ofertas atractivas, como los adultos que son cuestionados en sus principios y convicciones. Ojalá salgamos todos victoriosos de esta batalla que se entabla por la salvación.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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