Presentamos las dos primeras partes de la Exhortación Pastoral de la Comisión de Pastoral Profética de la Conferencia del Episcopado Mexicano:
LLAMADOS A LA MISIÓN
Reflexión en torno al relativismo de la Fe
“No podemos dejar de proclamar
lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 2)
Cristo, el único Salvador.
Cristo es el único Salvador del mundo. La salvación que él nos ofrece es universal, porque es para todos los hombres y todas las mujeres de todos los tiempos; e integral, porque concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente[1]. Esta convicción la ha proclamado siempre la Iglesia en unión con el apóstol Pedro: “Nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra” (Hch 4, 12)[2].
Los Obispos que integramos la Comisión para la Pastoral Profética de la Conferencia Episcopal Mexicana, queremos proclamar una vez más, llenos de gozo, junto con todos los católicos de nuestra Patria, esta fe que ha dado sentido pleno a nuestras vidas y que constituye la herencia más gloriosa que hemos recibido de nuestros antepasados, por gracia de Dios.
Desde que llegó el Evangelio a México, Jesús ha sido para nosotros, como él mismo lo señaló: “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), y sabemos que “la vida eterna consiste en esto: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo, tu enviado” (Jn 17, 3). La Santísima Virgen María de Guadalupe, nuestra primera evangelizadora, en plena consonancia con el Evangelio se refirió a él como “el verdadero Dios por quien se vive”[3].
Hoy que nuestra sociedad está atravesando por una etapa especialmente crítica en diversos campos: político, económico y en la convivencia social herida por la delincuencia, no podemos menos de pensar que una de las causas de tal crisis es el debilitamiento de la fe cristiana en muchos de nuestros hermanos y, por consiguiente, la pérdida de aquellos grandes valores que tradicionalmente han sido la base de nuestra vida social, familiar e individual. Por eso queremos invitar a los católicos mexicanos a renovar nuestra fe en Jesucristo, nuestra identidad de bautizados y nuestro compromiso misionero de compartir la Buena Nueva de la Salvación con aquellos que se han alejado del Señor y con los que nunca han tenido la dicha de conocerlo.
La misión no es una tarea opcional para los seguidores de Cristo. El mismo Señor resucitado le dio a su Iglesia esta gran encomienda, solemne e ineludible: “Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra. Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado” (Mt 28, 18-20). Gracias a que los apóstoles, los sucesores de los apóstoles y los fieles en general a través de los siglos han tomado en serio esa orden del Señor, es que nosotros hoy podemos tener fe y nos sentimos alentados por la firmísima esperanza de alcanzar la vida eterna.
La doble convicción que ha tenido siempre la Iglesia de que Jesucristo es el único Salvador del mundo y de que ella tiene el deber y el derecho de anunciarlo a todos los hombres, a todas las mujeres y a todo el ser humano, se enfrenta hoy con dos actitudes de oposición que nos preocupan grandemente. Una viene del interior de la Iglesia y la otra de fuera.
Una visión relativista de la fe
Contra la convicción de que la salvación realizada por Jesucristo es para todos los hombres, hay teólogos y pastores que defienden hoy una visión relativista que minimiza la universalidad de la salvación y la persona misma de Jesucristo[4]. Estos planteamientos doctrinales y estas actitudes pastorales no conformes a la fe de la Iglesia han entrado en algunos ambientes católicos, incluso en agentes de pastoral, dejando a muchos fieles sencillos en el desconcierto.
Enumeramos sólo algunos:
En nombre del pluralismo religioso, que es una realidad que debemos reconocer y respetar en el marco de una auténtica libertad religiosa, llegan a la equivocada conclusión de renunciar a aquello que es irrenunciable: el anuncio de Jesucristo para que otros también lo conozcan y se salven por medio de él.
Se dice que todas las religiones son iguales y complementarias a la Revelación cristiana. Por tanto, el dogma y los sacramentos no tienen valor de necesidad absoluta. La misión ya no sería necesaria, pues cada uno se puede salvar con lo que tiene. Todas las religiones, y aún ninguna, son caminos igualmente válidos para llegar a Dios. Pretender que las “revelaciones” de otras religiones son equivalentes o complementarias a la revelación de Jesucristo, significa negar la verdad misma de la Encarnación y de la Salvación operada por él.
Se habla de diálogo, pero entendiéndolo de manera distinta a como lo entendió el Concilio Vaticano II. El diálogo se ve como un poner en el mismo plano la propia decisión o la propia fe y las convicciones de los demás. Todo se reduce a un intercambio de posiciones relativas entre sí. El diálogo ya no sería el camino para descubrir la verdad ni camino de conversión. Además, quienes así piensan, silencian el anuncio explícito de Jesucristo como Salvador y hasta presionan a otros para que hagan lo mismo. Se tacha, por lo tanto, de fundamentalistas, intolerantes y antimodernos a quienes confiesan que Jesucristo es el único y universal Salvador de todos los hombres.
"Hoy en día, tener una fe clara basada en el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo –nos decía el Cardenal Ratzinger en su homilía durante el funeral del Papa Juan Pablo II-. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse 'llevar de aquí para allá, llevado por todo viento de doctrina' parece la única actitud que puede hacer frente a los tiempos modernos. Estamos construyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo, y cuyo objetivo final consiste únicamente en el propio ego y sus deseos".
Vivimos tiempos en que la tolerancia, el respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, son cada vez más justamente apreciados. Pero con frecuencia se habla de tolerancia manipulando su contenido. Se dice que todos los contenidos de las religiones son iguales; que no hay verdad objetiva y universal y, lo más grave, que Dios, el único Absoluto, se revela bajo diferentes nombres, todos ellos igualmente verdaderos e igualmente insuficientes. Ya no se pregunta por la verdad. Incluso se afirma que decir que se tiene la verdad es arrogancia, pues “nadie tiene la verdad; todos la andamos buscando”. Hasta, se dice, que es mejor dejar a las gentes como están y que no hay que imponerles la “carga del Evangelio”[5].
Claramente se ve que en estos planteamientos se diluye la noción de Dios, de Cristo y de la Iglesia y, por tanto, la Misión. Ésta ya no tiene sentido, más aún, se convierte, para los que así piensan, en una actividad injusta y arbitraria que pretende quitar a los pueblos sus propias religiones, convicciones y culturas. A este respecto, hay que recordar que el Evangelio no arrebata nada de lo legítimo que pueda tener un pueblo o una cultura, sino que lo enriquece y lo eleva. Cualesquiera que hayan sido las fallas en el pasado (que no siempre fueron tales, como se generaliza hoy día), al cristianizar a pueblos enteros con el apoyo del poder militar y político, no debemos ignorar la vida sacrificada de tantos misioneros que durante cinco siglos han recorrido nuestra geografía física y humana con el único fin de compartir con otros, principalmente con los más pobres y marginados, la dicha de creer en Dios y en su Hijo Jesucristo. Muchos de ellos llegaron hasta el martirio en tal empeño.
Hoy no podemos dejar de anunciar el Evangelio con el pretexto de que la fe no se “impone” a nadie. En efecto, no se impone, pero sí se puede y se debe proponer para que quien recibe el anuncio decida libremente si la acepta o no. Anunciar el Evangelio no es un atropello a la dignidad humana; más bien el no anunciarlo es una injusticia para con todos aquellos que tienen derecho de escucharlo. (Continúa)
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