sábado, 19 de febrero de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO
20 de Febrero de 2011

Muy queridos hermanos en Cristo: Hablar del amor y del perdón sin límites, suena a los oídos del hombre moderno a una idea romántica y utópica, a palabrería desgastada e imposible. Cuando sutilmente hemos vuelto a la práctica de la ley del más fuerte y el más violento, más incomprensible se vuelve la invitación a amar a los enemigos. Por eso, bien podríamos intitular el mensaje de este domingo como la violencia de la no-violencia, porque la propuesta de Jesucristo sacude las conciencias y hace violencia a nuestros egoísmos y a nuestros corazones endurecidos. Sin embargo, no por preceptos si no por testimonios, conocemos que el Evangelio es posible y que esa es la vocación final a la que Dios nos llama: la perfección, la santidad.


Del Evangelio según san Mateo 5, 38-48:

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente; pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te quiera demandar en juicio para quitarte la túnica, cédele también el manto. Si alguno te obliga a caminar mil pasos en su servicio, camina con él dos mil. Al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda.

Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque, si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto"».Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Con este domingo concluimos el capítulo 5 de san Mateo, y quedan establecidos de una buena vez las condiciones del Reino y sus criterios. Son las bienaventuranzas su carta magna y son las antítesis del domingo pasado y de hoy, los criterios nuevos y llenos de vida para quien instaure en sus corazones el Reino de los cielos. Luego de las cuatro profundizaciones de la ley que reflexionábamos el domingo pasado, entramos de lleno con las que culminan y miden alto la estatura del mensaje de Cristo.

La radicalidad del Evangelio puede pegar fuerte a cualquier conciencia responsable y seria hasta cuestionar la posibilidad de la propuesta de Jesús. De frente a la sabiduría de este mundo, en términos del apóstol san Pablo, el perdón y el amor a los enemigos resulta una verdadera ingenuidad y un proyecto para soñadores. Era de esperarse que la invitación de Jesús llevara a librar al corazón de odios y malos sentimientos, incluso a perdonar las ofensas recibidas, pero eso de amar, procurar el bien a quien me ha hecho daño, eso sí es pensar en grande y exigir demasiado. Pero la sabiduría de este mundo es ignorancia ante Dios y es precisamente aquí donde se realiza la conversión más necesaria y a la vez más difícil, en cambiar los parámetros y esquemas de ver las cosas y de actuar, el cambio de mentalidad que se concretiza en hacerse ignorante para llegar a ser verdaderamente sabios, en palabras de la segunda lectura. En adelante, ya no se tasa ni se justifica nuestro obrar a partir de lo que el otro haga hacia mí, sino desde lo que Dios ha hecho conmigo.

1.- LA VENGANZA NUNCA ES BUENA

Así comienza un dicho popular y concluye diciendo porque mata el alma y la envenena. Puede parecer a nuestros ojos, esta ley del talión, una norma bárbara y salvaje. Su formulación se encontraba ya inscrita en los preceptos asirios, concretamente en el Código de Hammurabi, muchos siglos antes de Cristo. Pero hemos de decir, que su vivencia era ya un intento de propiciar la mesura y evitar los excesos, puesto que humanamente no nos satisface vengar la justa medida, sino un poco más, y así, no solo se cobraba un ojo sino de paso la nariz; no sólo era un diente sino también una muela.

Valorando su vigencia en su contexto, tenemos que reconocer que era una ley justa. Empero, no faltaron las motivaciones a dar un poco más, matizando el justo desquite e invitando al perdón, y como ejemplo tenemos las palabras del Levítico en la primera lectura, libro que integra el Pentateuco y que contiene las primeras leyes y consejos para Israel. Puesto que el ideal del pueblo que ha pactado una alianza con Dios es la santidad conviene no reservar odios ni buscar venganza. Así, desde el principio el ideal del hombre es llegar a amar a su prójimo.

El corazón del hombre no es el lugar adecuado para la venganza, puesto que mata el alma y la envenena. Esta ley nueva, como todo mandato de Dios no mira a la opresión de sus hijos, sino que se ofrece como un camino para experimentar la paz y la salvación.

A cambio de la venganza, el Señor Jesús pide generosidad que brota de un alma que no anida rencores y que sabe perdonar. Él mismo dice: no hagan resistencia al hombre malo. Podemos entender con esto que si pagamos con la misma moneda no habrá diferencia entre el hombre malo y nosotros; podemos entender que si hacemos lo mismo, estaremos perdiendo estatura hasta rebajarnos a ser como los que desconocen a Dios; podemos entender que si resistimos al hombre malo terminaremos por imitarle.

Por el contrario, el Señor espera que evangelicemos al hombre malo con un testimonio distinto, que rompamos el círculo vicioso del que la hace la paga y viceversa. No pide un testimonio sin cobardías, ni de pusilánimes, que alcancemos la bravura de pagar con bien el mal recibido y no dejarnos ganar en osadía: al que te golpee una mejilla, ofrece la otra; dar la túnica y el mando, caminar el doble, dar y prestar.

Esto es un verdadero desafío y sólo el que lo practica descubrirá la verdad que encierra. Aunque parezca debilidad y sometimiento, tarde o temprano mostrará la grandeza de un alma que no arrastra por la tierra; de un alma que "humillándose" es enaltecida; de un alma que es más fuerte que su rabia o su deseo de venganza. En fin, al hacer lo que Jesús nos pide, ponemos de manifiesto que no rehuimos las situaciones de la vida terrena, sino que luchamos por alcanzar la recompensa de la vida eterna.

¡Qué lejos estamos de vivir la nueva ley! ¡Qué olvidada tenemos la lección de perdón que Cristo nos dio desde la cruz! Con terror descubrimos que en el fondo, anhelamos la revancha; que si bien nos esforzamos por perdonar, no nos empeñamos igual en olvidar, y mucho menos, en procurarle el bien al ofensor. Quizá en lo profundo de nuestro corazón sigue vigente la ley del talión, porque nuestro perdón es siempre a medias. Sólo recordemos, queridos amigos, la condición que le fijamos constantemente a nuestro Padre del cielo: perdona nuestras ofensas, sólo en la misma medida en que nosotros perdonamos al que nos ofende.

2.- LA ALTURA DEL EVANGELIO

En la última antítesis de este sermón de Jesús, nuevo Moisés, se destapa con todo su esplendor y belleza, la excelencia de su mensaje y la altura de su doctrina. ¿Quién podría proponerle al hombre cosa semejante? ¿Cabe siquiera la posibilidad de amar a quien nos ha herido?

El precepto antiguo suena más acorde a la lógica humana: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Para ubicar la antigua ley, recordemos que el prójimo al que se refiere no es en el sentido amplio que le da Cristo y en el que cabe todo ser humano, sin más requisito. Este precepto del principio sí preveía límites, puesto que prójimo designaba sólo al pariente y un poco más, al compatriota judío. De esta manera quedan excluidos y tenidos como enemigos, aquellos que eran ajenos al pueblo de Israel.

Si bien es cierto que no aparece como mandato el odiar al enemigo, sí se deduce de la primera premisa. Así, al que no comparte tu fe, tu forma de pensar, tu cultura, tu sangre, tus gustos, no tienes por qué amarlo.

El paso gigantesco que da el Señor es apto sólo para gigantes. No conforme con mostrar a todo hombre como prójimo y aseverar el perdón sin medida, hasta setenta veces siete, ¡nos pide amar a los enemigos!

¡Qué locura! ¡Qué distracción de Dios! Se olvidó de nuestra inclinación, de la fragilidad de nuestra arcilla, de la dureza de nuestro corazón. Pero no podía ser más coherente, porque sólo el que ama es capaz de perdonar y de ver a los demás como hermanos, hijos de un mismo Padre. Jesucristo nos dice: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian. Y delante de estas palabras que nos hacen violencia, confundimos el poder y el querer, alegamos que no podemos hacer tal cosa, cuando en realidad no queremos hacerlo; nuestra conciencia y nuestras palabras están de acuerdo en la necesidad de perdonar y de amar, pero el corazón se resiste; en honor a la justicia no creemos que esto sea lo conveniente, pero el Señor no nos invita sólo a ser justos, sino a un grado más elevado que es el amor.

Mis queridísimos hermanos, no crean que sólo pretendo repetir fríamente las palabras del Evangelio. Por el contrario, conozco muy bien el precio de este desafío; en carne propia todos podemos experimentar que es más fácil decirlo que hacerlo; no ignoro la obstinación de nuestra humanidad que se opone a tal desprendimiento; no piensen siquiera que no soy capaz de comprender y que invite con ligereza a la osadía propia de los héroes y los santos.

Comparto con todos la humanidad que se acobarda y amedrenta. Pero también profeso hoy mi confianza y mi fe en las palabras del Señor; creo en su testimonio de cruz que respalda su enseñanza; creo en su último aliento que marcó el límite del amor por el otro; creo en la nueva ley que no esclaviza sino que da vida; creo que quien es capaz de amar a su adversario, vive en la novedad del Evangelio; creo que quien hace el bien a quien le odia ha comprendido la verdad del Reino; creo que quien reza por sus perseguidores y calumniadores su voz resuena más clara a los oídos de Dios y le concederá cuanto le pida; creo que todo esto vale la pena para alcanzar lo que promete el Señor, ser hijos del Padre celestial.

¿Dónde está lo extraordinario de nuestra vida si nos contentamos con amar a los que nos aman, y saludamos a nuestros hermanos? ¿Dónde queda la audacia de los hijos de Dios si nos limitamos a cumplir la ley? ¿Dónde se manifiesta nuestro irresistible deseo del cielo si no estamos dispuestos a luchar por conquistarlo?

Mis hermanos y amigos, el amor al enemigo no se realiza por decreto, no puede volverse una ley más, no puede institucionalizarse un precepto sobrehumano, no puede imponerse el amor, la simpatía. Esto es posible sólo como fruto de una decisión personal, y ayudados por la gracia de Dios que nos amó y nos perdonó hasta el extremo; sólo es posible aprendiendo del Padre que hace salir el sol sobre justos e injustos y del Hijo que ahogado por su sangre, nos perdona.

3.- PARA QUE SEAN HIJOS DE SU PADRE CELESTIAL

El llamado a la perfección a imagen de nuestro Padre del Cielo que es perfecto, es la conclusión a todas las antítesis precedentes. La invitación está orientada a esclarecer la imagen de Dios en nosotros, creados a imagen y semejanza suya. Es mediante esta perfección como podemos llamarnos auténticamente hijos de Dios. Para el cristiano no es suficiente la justicia retributiva de devolver en la medida exacta en que se recibió, ni le basta tampoco con saludar a los suyos y amar a quienes le aman. Eso lo hacen los publicanos y los que no tiene fe. Hace falta más.

Como telón de fondo, Jesús nos presenta un proyecto que revolucionará todo. No es una apuesta por la impunidad ni la injusticia; no es una invitación a la alienación y a la debilidad. Es un fuerte grito a nuestra conciencia y al compromiso de cambiar las cosas. Si todos nos sometemos a la nueva ley no habrá necesidad de presentar la otra mejilla, ni dar el manto, ni devolver con crecer lo que se solicite porque no habrá quien golpee al hermano, ni quien quiera aprovecharse del prójimo, ni quien pretenda extorsionar a un hijo de Dios.

Estamos hablando de la revolución que provoca en consecuencia la vivencia del amor, en esta medida que Cristo nos enseña. El amor al adversario y el perdón sin restricciones es la única violencia capaz de derrumbar los sistemas autoritarios y opresores; la única violencia que transforma las estructuras anquilosadas de corrupción e ilegalidad; la única violencia que devuelve la unidad a las familias y la armonía a las comunidades; la única violencia que nos engendra como verdaderos hijos de Dios.

Muchos, por este esfuerzo de ser perfectos bajo la norma de la caridad hacia los enemigos, se han convertido en hijos del Padre del cielo y en revolucionarios de su tiempo que logran cambiar la realidad de violencia y arbitrariedad, como Gandhi, como M.L. King, como Mons. Romero.

La posibilidad de amar al que nos hace daño nos ha dado a muchos santos y mártires que avalan y animan nuestros propios esfuerzos por hacer vida el mensaje del Evangelio.

El que tiene ojos de "hijo", no puede sino ver a los demás como hermanos, no puede ceder a la venganza que desdice su filiación, no puede alegar justicia cuando está llamado al amor, no puede dejarse arrastrar por la violencia para no desfigurar la semejanza que guarda con su Padre.

No nos engañemos, sólo esforzándonos cada día por vivir en la perfección, en la santidad de las cosas pequeñas con la actitud y el mismo espíritu del amor de Cristo, es como podemos llamarnos hijos de Dios y ser genuinos cristianos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Un mandamiento tan antiguo cobra novedad cuando atraviesa el corazón de Cristo y se colma de una profundidad que nos lanza a salir de los estrechos límites que pones a la hora de amar y obedecer a Dios y a la hora de servir y vivir la caridad con los hermanos.

La Palabra de Dios nos ha regalado tesoros de sabiduría que no podemos almacenar como quien no rendirá cuentas de su inversión. En el corto pasaje de este domingo contemplamos un texto sublime y exquisito de la literatura, de la reflexión, de la teología y de las verdades que salvan. Quien comprende el mensaje, ha entendido todo el Evangelio, que no es sino un anuncio, una experiencia y un llamado al amor.

Estas ideas de caridad y perfección no quedan en la sombra de lo abstracto. Se debe vivir dentro del hogar familiar, en las oficinas de trabajo, en las aulas de clase, dentro y fuera del los muros de las iglesias; frente a los que me son afines y ante quienes piensan distinto, que a fin de cuentas todos somos pertenencia de Dios y nuestra vocación es a llenarnos de su santidad.

No olvidemos, hermanos y hermanas, que somos de Cristo y Cristo es de Dios y en los que le pertenecemos no cabe la venganza que se disfraza de una justicia falsa. Estamos llamados a la excelencia y a la santidad, a fin de poder llamar con ojos limpios y conciencia serena como Padre a Dios. Este mal que nos aqueja, esta violencia que nos angustia, sólo puede vencerse a fuerza de bien. Seamos pues perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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