sábado, 5 de febrero de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO
6 de Febrero de 2011

Muy queridos hermanos y hermanas: El Evangelio es, casi por definición, radical. No es cristiana la tibieza, la penumbra. La decisión vital será pues preferir la luz o la oscuridad, el sabor o la desazón, el compromiso o la indiferencia. Así de exigente, si lo vemos con seriedad, aparece el pasaje de este domingo. Los discípulos de Cristo o somos sal, luz y testigos, o no somos realmente cristianos.

Del Evangelio según san Mateo 5, 13-16:

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente.

Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela, no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero, para que alumbre a todos los de la casa.

Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Inmediatamente después de proclamar las bienaventuranzas, después de contradecir los criterios del mundo y de indicar el camino de una felicidad duradera, Jesús indica a los suyos su misión.

Queda claro, pues, que la pobreza, el llanto, el sufrimiento, la persecución y los esfuerzos por la paz y la justicia no son para nada un llamado a la soledad negativa, a la actitud de aguafiestas, a la ascética triste y moralizante, sino al gozo en la fe, a la alegría que destelle y alumbre aunque sea por momentos, el pesimismo de nuestro mundo. Se contrapone, así, tremendamente, la sufrida condición de víctimas a la luminosa vocación de brillar y dar sabor.

Esta capacidad de ser luz para otros y condimentar la tierra no es algo que proceda de las propias potencialidades, sino precisamente porque la Luz inextinguible es el Señor, porque la Sal exquisita y necesaria es Él.

Qué bien entendió el Apóstol Pablo lo fundamental que es para el cristiano ser simplemente una vela encendida de la Luz, un grano que encierra el sabor de la Sal, como deja entrever en el pasaje de la primera carta a los cristianos de Corinto que escuchamos hoy, sin pretender iluminar por sí mismos, ni compartir un sabor que no tenemos. Pablo está resulto a anunciar el Evangelio desde el Jesucristo crucificado, y no desde la elocuencia de las palabras o la sabiduría del hombre.

Sin duda no le fue fácil asimilar el fracaso de Atenas, cuando luego de un discurso magistral, de una actuación perfecta, sus oyentes le dieron la espalda y se burlaron. Así se dio cuenta de que no es Pablo quien toca los corazones y los mueve a la conversión, sino el Señor. Por eso se comprenden sus palabras de hoy, donde deja constancia de presentarse débil y temblando de miedo, a fin de que la convicción de la fe dependiera sólo del poder de Dios.

Escuchemos entonces al Señor Jesús, que valiéndose de estos elementos tan comunes y corrientes como la luz y la sal, nos laza una exigente tarea de surtir el mismo efecto con nuestro testimonio: iluminar y salar el mundo.

1.- PARA DARLE SABOR

La sal es la primera imagen que utiliza Jesús para apuntar a sus discípulos su identidad. Entre los distintos usos va la conservación de alimentos, en especial las carnes, dar sabor los alimentos y hasta como un cauterizante y desinfectante natural.

Incluso en la cultura bíblica y judía, como señalan algunos exegetas, guarda estrecha relación con la noción de sabiduría, mostrando cómo sabor, saber y sabiduría mantienen una misma raíz semántica.

Algún otro estudioso de la Escritura sostiene que Jesús podría estar hablando de la sal de piedra, muy común en las orillas del Mar Muerto, cuyos bloques eran utilizados por los hebreos para levantar los fogones en sus casas.

Me valgo de todas las aportaciones posibles justamente para hacer notar la riqueza del mensaje del Señor y por tanto, las dimensiones de nuestra responsabilidad como cristianos. Al ser sal, tenemos la vocación ineludible de ser sabor, ser calor, ser sabiduría, ser medicina y bálsamo, ser pureza e incorruptibilidad.

Y si dejáramos de lado las notas teológicas, volviendo a lo habitual, podríamos igual descubrir la riqueza de la imagen. Todos podemos fácilmente distinguir entre una comida sabrosa y una insípida, ya que a pesar de la discreción de la sal en un platillo, su ausencia se devela con asombrosa obviedad.

Recapitulando todo lo anterior, cuando el Señor nos llama a ser sal de la tierra, hemos de entender lo ya dicho. El cristiano, que vive en el mundo sin ser del mundo porque su patria es el cielo, sin reflectores ni aspavientos, ha de darle un sabor distinto al que pretende dominar.

Los acerbos sabores que se perciben hoy, entre sexo y drogas, entre ambiciones y violencia, entre odios y muerte, el auténtico gusto de la sal le da a las realidades y circunstancias el sabor de la providencia, del amor de Dios, de la oportunidad y la bendición, el aroma exquisito de la fraternidad y el sabroso condimento de la fe.

Si le añadimos su utilidad, el cristiano debe mantenerse, por su conciencia de hijo de Dios, en la pureza, libre de la corrupción que acompaña al pecado, la conservación de la gracia que rompe los grilletes esclavizantes de los egoísmos y resentimientos. Además, el discípulo está convidado a curar heridas, a devolver lozanía donde el mal provocó lepras, a reordenar el caos que introdujo la muerte y el pecado en la creación entera, a cicatrizar las heridas abiertas entre los hombres, los pueblos y la gran herida de las creaturas con su Creador.

Aprendiendo la sabiduría de la cruz podremos permitirle al mundo degustar un sabor distinto y mejor. El grano de nuestro corazón frecuentemente necesita salarse de nuevo, a fin de evitar que se vuelva desabrido e inútil. No vaya a ser que medio salado, medio chirle, sea arrojado a la calle para ser pisoteado, que en últimos términos es la conclusión de un falso discipulado que no se compromete, que no da sabor: sirve de burla y de escándalo.

2.- QUE ALUMBRE A TODOS

No se trata de una posibilidad, sino de una verdad: son la luz del mundo. Mientras muchos hombres y mujeres caminan en la desesperación de la noche, cuando la angustia se vuelve tan espesa como la oscuridad, cuando a tientas se busca un sendero seguro pero dadas las sombras se arriesga la caída, Cristo nos repite: ustedes son la luz del mundo.

Como Pablo, como Zaqueo, como el ciego del camino, nosotros necesitamos encontrar una manera diferente de ver las cosas, para que podamos contemplar la salvación que nos llega, para que podamos distinguir a Jesús que está entre nosotros bajo diversos rostros, para que caigan las escamas de nuestro corazón y podamos ver la verdadera luz.

El cristiano es luz del mundo en la medida en que sus ojos no se encuentran cegados por la luces de este mundo que deslumbran, en la medida en que tiene claridad para diferenciar lo pasajero de lo valioso, en la medida en que es consciente de su vocación de fe. Por eso estamos puestos para alumbrar a todos los de la casa, que son nuestros hermanos, los que comparten las mismas creencias pero también los que con causa o sin ella, se han alejado de la Iglesia. Una luz que se oculta bajo una olla, es una luz mezquina, pobre y estéril que termina por consumirse en su egoísmo.

Pero una luz puesta en alto, por débil que sea su flama, ilumina. Es la luz de la fe, de la esperanza, del amor supremo testimoniado por el Maestro. Cuando una vela encendida comparte su fuego, contra la lógica de que el dar significa restar a lo propio, se multiplica y se hace más fuerte. A eso nos envía el Señor, a alumbrar a todos, no sólo a los míos, a los que me importan, a los que me simpatizan, a los afines, sino a todos. Y una llama, por endeble que sea, brilla más donde hay más oscuridad.

La imagen de la luz atraviesa todas las Escrituras, desde el momento en que es creada por Dios hasta el momento en que Jesús se presenta como la luz del mundo, en el Evangelio de san Juan, pasando por la columna de fuego, la anunciada por los profetas, la entonada por la sabiduría de los salmos.

Cristo, con luz propia, nos descubre el misterio de Dios y el misterio del mismo hombre; siendo Él mismo la luz, nos alumbra el camino que nos lleva al cielo. El hombre, creado en plena luz del día, no puede resistir a la búsqueda de la luz de la verdad. La fe en Jesús, muerto y resucitado, es la luz del cristiano.

Luego de todo este panorama, no nos queda más, queridísimos hermanos, que preguntarnos si en lo profundo de nuestro espíritu hemos preferido o no la luz a las tinieblas, la gracia al pecado. Cuestionarnos si somos para los demás, para el hermano de al lado, para nuestra familia, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestra comunidad un rayo de luz, un haz de esperanza o si por el contrario hemos admitido oscuridades y nos refugiamos entre las sombras.

3.- Y VIENDO SUS OBRAS…

…den gloria a Dios. Un cristiano nominal, no real, es una auténtica vela debajo de una olla, o un puño de sal sin sabor alguno. No es con la mera palabra, con el sermón prolongado, con el montón de libros y doctrinas como se ilumina y se da sabor. El Papa Juan Pablo II, próximo beato, decía que el mundo tiene hoy más que nunca necesidad de testigos más que de maestros.

Quizá por esto, en el discurso evangélico de Jesús no se limita a la sola invitación a ser luz y sal, sino que muestra además el camino para brillar con más intensidad y para adquirir un gusto más sabroso.

Lo hace con estas palabras: brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre. Los hombres y mujeres de la sociedad moderna son fieles seguidores de Tomás, quieren ver para creer. Son las obras lo que moverá pues los corazones de nuestros hermanos, es el modo como podrán dar gloria a Dios con convicción.

Hemos de evitar, así, dos graves peligros: el espejismo de una fe alienante que nos encierra en las iglesias y nos impone el yugo del legalismo y el estricto ritualismo, que raya más en fe farisaica que en la fe liberadora cristiana; y el otro peligro, la tentación del relumbrón, por llamarle de alguna manera. Es decir, la pretensión se usurpar el papel de protagonistas, querer iluminar con luz propia, acaparar las cámaras y proponernos como modelos de los demás.

El antídoto para estos posibles males está en la fe activa y efectiva, la fe obrada y la obra creyente, y en la humildad y el reconocimiento de que toda buena acción es efecto del Espíritu de Dios en nosotros.

La primera lectura de este domingo arroja una brillante luz a este propósito. En el capítulo 58 de Isaías, de frente nos echa a la cara el nauseabundo esfuerzo de satisfacer a Dios con el mero ejercicio ritual de alabanza, pero vacío de lo que embellece la oración que es la caridad. El profeta no busca agradar a nadie y por eso no se tienta la prudencia para gritarnos que el ayuno y el sacrificio grato a Dios consisten en la capacidad de compartir el pan, de abrir las puertas de nuestros hogares, de cubrir la desnudez del hermano y aliviar su hambre y su frío. Y de pronto, al obrar así, podemos maravillarnos de cómo nuestra escasa luz resplandece con fuerza, y de cómo a la vez, nuestra voz resuena más clara y se eleva ligera al corazón del Señor.

Esta es, en efecto, la otra cara de la moneda, o mejor dicho, de la pobreza. No basta la pobreza interior, la que se conquista con renuncias y arduo trabajo personal, sino la que remedia también los males ajenos, la que nos saca de nosotros mismos y nos lleva ante el hermano, la que no se conforma con estar desapegados a los bienes del mundo, sino que intenta que alcancen en justicia para todos.

Llegamos así a la feliz conclusión de que lo que nos alcanza la salvación y la bienaventuranza eterna, que lo que nos hace luz clara y sal en su punto, no es abstenernos de hacer cosas malas, sino hacer cosas buenas, de modo que por nuestras obras brillemos y los demás den gloria a Dios.

A MODO DE CONCLUSIÓN

No podemos desperdiciar este tiempo precioso que nos prepara a la pascua del Señor con el consejo de aquello que es menester perseguir y conquistar, ser ya desde ahora luz, reflejo de la Luz que nace de lo alto, y sal, como granos de aquella sangre que desde el madero sazonó esta tierra. Hermanos y hermanas, la Palabra de Dios no deja espacio a términos medios. Somos o no somos. Hago votos para que no seamos sordos a la exigencia que conlleva el discipulado, ustedes y yo somos sal y somos luz, y el Señor confía en que las obras que broten de esta conciencia servirán para que todos los hombres y mujeres den gloria a Dios. No tengan miedo, el que nos llama nos dará también lo necesario para iluminar y para darle un sabor mejor al mundo que vivimos, y se empieza desde donde cada uno está. No olvidemos nunca que somos sal para dar sabor, luz que alumbre a todos, y por nuestras obras, testigos creíbles de la salvación que nos trae Jesucristo el Señor. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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