sábado, 16 de octubre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO
17 de Octubre de 2010

Muy queridos amigos y hermanos: Algunos la describen como la fortaleza del hombre y la debilidad de Dios, aunque –hay que reconocer–, lamentablemente es un súper poder que no hemos valorado del todo. Proponerla ahora hace bostezar a los más jóvenes y a rechazarla casi por sistema. Como pastor, puedo hacer mía la angustia y la preocupación que Jesús manifiesta en el Evangelio de este domingo para que sea amada, sentida y vivida como una verdadera necesidad. En efecto, me refiero a la oración, la verdadera oración que permanece siempre y no desfallece. ¡Ánimo!

Del Evangelio según san Lucas 18,1-8:

«En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad der orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola:

“En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: ‘Hazme justicia contra mi adversario’.

Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando’”.

Dicho esto, Jesús comentó: “Si así pensaba el juez injusto, ¿creen ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?”».Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Cuando el pueblo de Israel caminaba a través del desierto, llegaron los amalecitas y lo atacaron… así comienza la primera lectura de este domingo. Y es verdaderamente revelador su contenido, puesto que nos descubre la realidad de la naturaleza humana: ser peregrino y padecer dificultades. En el largo viaje de la vida, un viaje con punto de partida y punto de llegada, es inútil pretender esquivar las adversidades y sufrimientos. Son muchos los “amalecitas” que a diario nos enfrentan en la vida y buscan nuestra derrota.

Así pues, si Israel somos todos los que peregrinamos por el mundo en busca de la tierra de promisión, Moisés es la clave para salir vencedores en todos nuestros combates. Allá en la cumbre, donde se percibe más la cercanía con Dios, Moisés eleva las manos en el silencio de la intimidad y ora. Cuando las manos están en alto, Israel gana. Es claro, cuando nos tomamos de la mano de Dios, vencemos en la batalla.

Por su parte el Evangelio de hoy pone en el corazón de Jesús, el anhelo de enseñar a sus discípulos la necesidad de orar. Por necesidad, ordinariamente concebimos la carencia de algo importante para nuestro bienestar: así podemos hablar de necesidad de alimento, de vivienda digna, de trabajo estable, de paz y tranquilidad, de ser aceptados, de vivir en armonía en una comunidad, y en medio de un etcétera muy vasto, aparece la necesidad fundamental de Dios.

Ustedes y yo vivimos un tiempo que ha trocado la escala de necesidades, eliminado algunas e inventando otras, tales como la necesidad y dependencia del celular, el internet, la moda, la tecnología, la cosmética, el contacto con la energía personal y con las vibras del universo, ¡y hemos dejado en desuso el contacto con el Creador! Es sumamente interesante escudriñar la Palabra de Dios y su deseo de salvación para poder descubrir la oración como una necesidad. Y puesto que la Escritura es siempre útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, no esperemos más para beber el agua pura y eternamente nueva de la palabra divina, a fin de alcanzar la salvación y de gustar intensamente su presencia en la oración.

1. LA NECESIDAD DE ORAR

A lo largo y ancho de la vida y ministerio de Jesucristo podemos contemplarlo en continuos momentos de oración, detalle verdaderamente significativo si tomamos en cuenta que los Evangelios no describen minuto a minuto sus acciones, sino que sólo se narra algo de suma importancia. Tuvo que ser una actitud que impactara a los discípulos, tanto su frecuencia como su modo. Por enunciar algunos momentos, recordemos la noche antes de elegir a los Doce, o luego de una larga jornada, o en el monte de la Transfiguración, y por supuesto, en el huerto de los olivos. Jesús, Dios y hombre verdadero, ora porque necesita de su Padre.

¿Cómo podríamos asumir ahora esta empresa de enseñar a las nuevas generaciones la necesidad de orar? Es tarea ardua y difícil si tomamos en cuenta que la misma necesidad de Dios ha sido empañada por la tecnología, la ciencia y los avances en distintas ramas del saber.

Afortunadamente, la vida resulta ser quien nos hace despertar a la realidad cuando ciertos acontecimientos, generalmente dolorosos, nos salen al paso en el camino. Ante el dolor, las carencias, los sufrimientos, las situaciones límite, la pérdida de un ser querido nos recuerda una innegable verdad, que aunque la ciencia y la tecnología juegan a ser dioses, no han podido eliminar: somos creaturas.

Creo yo que es precisamente nuestra condición humana la que reclama el auxilio de alguien más grande y más fuerte que nosotros. Y cuando las cosas de este mundo, donde muchos hemos puesto la fe y la confianza, nos defraudan, no nos queda más que doblar las rodillas y levantar las manos al cielo. Estoy cierto de que la necesidad de orar no se inculca en los corazones a fuerza de palabras y de razones, sino llevados por el reconocimiento de la propia pequeñez y el descubrimiento de un poder que busca nuestro bien, y ese es Dios.

Muchas veces justificamos la escasez de nuestra oración alegando que no sabemos rezar. Pensando así, nos colocamos en la peligrosa trampa de creer que la oración es mérito personal, fruto de una habilidad desarrollada, o una obra que compete sólo a nuestra voluntad. La verdadera oración, mis amigos y hermanos, no la hacemos nosotros, no somos capaces; la auténtica oración la hace el Espíritu de Dios en ti y en mí, es por Él que podemos clamar Abbá, es Él quien ora dentro de nosotros con gemidos inefables (cfr. Rm 8). Todo nuestro mérito sería disponer el corazón al contacto con Dios y abandonarnos en sus manos como un bebé en los brazos de su madre.

Y para quienes perseveran en la fe, hemos de decir que no hay medio más eficaz para fortalecerla y hacerla fecunda que vivir en continua oración. No lo digo sólo yo, lo dice el testimonio de tantos y tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia y en todas las latitudes, que una vida de oración plenifica, ubica nuestro lugar ante Dios, nos estrecha con los hermanos y produce muchos frutos de santidad.

2. TODOS SOMOS LA VIUDA

Adentrados en la parábola de que se vale Jesús para su enseñanza aparece la figura de una viuda. Puede parecernos una especificación sin importancia e irnos de largo ante su significado. La verdad es esta, que todos somos la viuda. En el contexto de la Sagrada Escritura tanto el huérfano, como el forastero, como la viuda son el símbolo de la debilidad y de los auténticos pobres. A los ojos de la sociedad no tienen peso ni importancia, son pequeños, son un cero a la izquierda.

Válganos pensar que Jesús nos está señalando, con esta imagen, nuestra verdadera identidad. Y sucede que es cierto que las contrariedades de la vida nos hacen sentir de esa misma manera, ignorados, impotentes, débiles. La viuda era platillo de las aves de rapiña; como mujer sola estaba a merced del abuso, del fraude y del engaño de cualquiera. La viuda del Evangelio tiene un adversario, que por lo visto no deja de molestarla y le ha hecho ya algún perjuicio puesto que clama justicia.

¡Cuánto nos parecemos nosotros a esa mujer desamparada! La viuda somos todos en la medida en que nos descubrimos creaturas, en que reconocemos que la pequeñez invade nuestra naturaleza y que el enemigo, el adversario que nos lastima, que nos tiende seductoras trampas, que confunde y extravía, no se cansa de atacarnos. Es con el desánimo, con el dolor, con la enfermedad, con la frustración, con el pecado, como nos quiere conducir a la desesperación y a alejarnos del nuestro único protector. Como la viuda hemos de suplicar justicia, es decir, fortaleza para resistir, ánimo para continuar el combate, esperanza para seguir confiando y caridad para agradecer lo recibido.

3. INSISTIR A TIEMPO Y A DESTIEMPO

Ciertamente la intención de Cristo no es sólo que aprendan la necesidad de orar; le interesa más bien el modo de hacerlo, digamos la intensidad: siempre y sin desfallecer. Resulta que la misma debilidad de la que ya hablamos antes nos tienta a rendirnos cuando nos sentimos ignorados.

Es muy común el lamento de algunos fieles que reclaman no haber sido escuchadas sus oraciones, tan común como quienes piden a los sacerdotes que oren por sus necesidades puesto que están más cerca de Dios. Todo desemboca en el mismo punto, pareciera que Dios no los toma en cuenta y se ha ensordecido a sus plegarias.

Mis amigos y hermanos, nos queda claro y resulta conveniente eso de que el Señor bien conoce lo que necesitamos incluso antes de pedírselo, y eso otro que aparece hoy, que Dios que es bueno no hará esperar a sus elegidos que le gritan justicia; que nos quede claro también aquello de que insistir, buscar, tocar y pedir para recibir, y el consejo de san Pablo en la segunda lectura, tanto para evangelizar como para orar, hacerlo a tiempo y a destiempo.

Partamos de la más sencilla y rotunda verdad: Dios siempre escucha nuestros ruegos. Y continuemos con un humilde reconocimiento de encontrar la diferencia entre lo que pedimos y lo que necesitamos.

Este es un punto esencialmente importante. No podemos confundir el pedir con el orar. Pedir busca siempre la satisfacción personal, el cumplimiento de los propios caprichos, el reclamo de llenar las carencias y desaparecer las necesidades; pedir no deja de tener un sabor a egoísmo. En cambio orar es todo lo contrario: es salir de sí mismo para entregarse con confianza a las manos de Otro, es no suplicar lo que queremos sino lo que necesitamos, no lo que nos gusta sino lo que nos hace bien; orar es aprender a aceptar en el corazón lo que Dios quiere para nosotros, es decir, su salvación por el camino que le parezca mejor. La armonía perfecta entre pedir y orar es pedir en oración ninguna otra cosa que no sea cumplir Su voluntad.

Sin embargo, esto no quita la sensación de creer sin respuesta nuestra oración. Quizás por esta tendencia a lo inmediato y manipulable. Un gran error como creyentes es comparar a Dios con una máquina dispensadora de refrescos: pones la moneda y aparece la soda. Tenemos que dejar a Dios ser Dios. No se reza un Padre Nuestro y se realiza el milagro. No podemos pretender un chantaje alegando que si en verdad es bueno y nos escucha nos tiene que conceder lo que pedimos. Dios no entra en el juego ruin del ser humano. La auténtica oración no busca cambiar para su beneficio los acontecimientos, sino leer en ellos lo que Dios quiere.

Quizás resulte motivante para nuestra vida de oración aquello que leí en alguna parte. Decía que tres son las posibles respuestas de parte de Dios a nuestra oración:

1. Escucho tu oración y te concedo lo que me pides,
2. Escucho tu oración y te concederé lo que me pides pero a su tiempo, cuando hayas aprendido a confiar, cuando hayas robustecido tu fe, cuando hayas avivado tu caridad…
3. Escucho tu oración pero no puedo concederte lo que me pides, porque no te haría bien y porque tengo algo mejor para ti.

Sirva esto para confiar en que nuestra oración no cae al vacío y en que nuestro empeño debe ser orar siempre y sin desfallecer, incluso cuando más desanimados nos veamos, con mayor insistencia hay que orar.

Sirva para reconocer que no siempre sabemos pedir lo que nos conviene y creer que el Señor no nos dará nada que nos haga mal, sino al contrario, sólo lo que contribuya a nuestra salvación eterna. Sirva, en fin, para permitirle la oportunidad de colmarnos de gozos espirituales, para experimentar su segura y constante protección, para gustar la fidelidad y profundad de su amor por nosotros, para sentir el auxilio que viene de lo alto, como lo canta el salmo de hoy.

4. UN VERSÍCULO INCÓMODO

Brevemente, como breve es su irrupción en el texto del Evangelio, quiero tocar el último versículo, que puede resultar realmente incómodo: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra? ¿Es reclamo, o vaticinio, o tristeza? ¿qué pretende? Cierto que no está profetizando respecto a las iglesias que se quedan vacías cada vez más o a la extinción de personas piadosas.

Sólo remite al fundamento del olvido e indiferencia ante la oración: quien no tiene fe, no aceptará nunca la necesidad de orar, y por lo tanto, quien no ora cabría la grave cuestión de si tiene o no fe. Por lo que a cada uno de nosotros toca, ¿creen que Jesús encontrará fe en nuestro corazón, que nos encontrará en perpetua oración cuando el venga?

A MODO DE CONCLUSIÓN

Ojalá que la Palabra que cada vez meditamos nos convenza, nos reprenda si es necesario, nos exhorte con paciencia y sabiduría para responder con mayor generosidad y alegría al don de la fe y de la gracia que hemos recibido por Jesucristo.

Que nuestro esfuerzo consista en disponer nuestro interior con un corazón limpio a la acción del Espíritu de Dios en nosotros a fin de ser verdaderos hijos que clamen Abbá. De este modo, en permanente clima de oración, que debiera ser el ambiente ordinario del creyente, podamos hacer de la oración vida, obras, coherencia, y de la vida una verdadera y grata oración.

Muy a propósito de este mes del Santo Rosario, recuerdo aquel canto mariano que en alguna parte dice: después fui creciendo, fui creciendo y eché en el olvido mis oraciones…Que la Santísima Virgen María, madre de Dios y madre nuestra, nos ayude a recordar nuestras oraciones, nuestro espíritu inocente y confiado, nuestra profunda necesidad de Dios y que a través de sus ojos, contemplemos en oración los misterios que nos dieron vida y nos conduzca a Jesús.

Recuerden mis queridísimos amigos y hermanos mantener siempre, aunque nos cansemos, las manos en alto, y suplicar que el Señor nos conceda sólo aquello que sea para nuestra salvación. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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