lunes, 13 de septiembre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
12 de Septiembre de 2010

Estimados Amigos y Hermanos: Tenemos delante el capítulo quince del evangelio de Lucas con estas tres bellísimas parábolas: la oveja perdida, el dracma perdido y el hijo perdido. Constituye el corazón mismo de este Evangelio. El mensaje de las tres parábolas es extraordinario: la Gratuidad ilógica y gozosamente desconcertante de la misericordia de Dios en favor de los marginados y despreciados de aquella sociedad. Es también la condena de nuestro fariseísmo dividido en dos campos: El de los justos o buenos y el de los pecadores o males. Que esta quintaesencia del Evangelio nos purifique de la contaminación del amor y la misericordia que está atacando fuertemente al ser humano del siglo XXI. ¡Ánimo!

Del Evangelio según san Lucas 15, 1-32:

«En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”.

Entonces Jesús les dijo esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.

También les dijo está parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la herencia’. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.

Pero el padre le dijo a sus criados: ‘¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.

Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.

El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’”». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

En evangelio de Lucas se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo.

En las tres se trata de algo que se ha perdido y que es reencontrado con alegría: la oveja perdida y encontrada, la moneda de plata perdida y encontrada, el hijo perdido y encontrado. En los tres casos la alegría pide ser compartida y hacerse solidaria (con amigos y vecinos; con los ángeles); aquello hallado después de afanosa búsqueda representa al pecador reconciliado con Dios, perdonado por Dios. Y en esta alegría las cuentas de Dios nos desconciertan: “habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse”. Una oveja reencontrada parece valer más que las otras 99, una moneda de plata más que diez. Las 99 ovejas y las nueve monedas de plata representan en las parábolas a quienes presumen, se sienten seguros de sí, y se anteponen a los pecadores (San Agustín). Dios misericordioso es un Padre que se alegra y hace fiesta por el hijo muerto que ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido encontrado.

También en la tercera parábola la alegría pide ser compartida, aunque no lo comprendió así el hijo mayor.

Jesús, rodeado de publicanos y pecadores, escandaliza a la gente honorable de su tiempo. Ellos, los nobles y los sacerdotes, no podían admitir que quien pretendía ser el Mesías, el Rey liberador de Israel, alternara con aquella chusma. Por eso le criticaban y murmuraban entre ellos. El Señor, como siempre, sabe lo que está ocurriendo y pronuncia entonces las más bellas y entrañables parábolas que salieron de sus labios, la de la oveja perdida y la del hijo pródigo.

1.- “…ESTE HERMANO TUYO ESTABA MUERTO Y HA VUELTO A LA VIDA”

El Padre misericordioso miró directamente el corazón de su hijo pródigo, antes que a sus obras, y vio que su corazón era bueno. Miró el corazón de su hijo con los ojos misericordiosos de su corazón de padre y, por eso, le perdonó. Si hubiera mirado a su hijo pródigo sólo con los ojos de la ley no le hubiera recibido en su casa. El hermano mayor tenía legalmente toda la razón, porque hablaba desde una justicia estrictamente humana, no desde una justicia misericordiosa. La justicia legal es, muchas veces, injusta, porque no llega a ver el corazón de las personas, las verdaderas causas de sus actos. La mayor parte de nosotros hubiéramos juzgado y actuado como juzgó y actuó el hijo mayor, según la justicia legal, no según una justicia misericordiosa.

Entendemos, desde el corazón, la justicia misericordiosa del padre, pero nos resulta muy difícil, desde la razón, practicarla. También entendemos la alegría del buen pastor que encuentra la oveja perdida, aun cuando la oveja se hubiera descarriado por su propia culpa, porque sabemos que el buen pastor ama siempre a todas sus ovejas. A las noventa y nueve que no se perdieron el pastor también las ama, pero sabe que no necesitan que les demuestre tanto su cariño como a la oveja perdida, porque estas no han tenido nunca motivos para dudar del cariño del buen pastor.

2.- AMOR DE DIOS POR LOS PECADORES

Gracias a Dios que Jesús recibía a los pecadores y se sentaba con ellos, porque si no puede ser que ni Ud. ni yo estuviéramos aquí, celebrando juntos nuestra fe en el Dios de la misericordia. Algo así viene a decir Pablo en la segunda lectura de hoy: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero”. Y es que la experiencia del amor de Dios nace fundamentalmente de no sentirse juzgado ni condenado, sino al contrario, comprendido, acogido, perdonado, en definitiva, amado por un Dios que sabe de que “pasta” estamos hechos. San Pablo da gracias porque Dios, a pesar de sus limitaciones, se ha fiado de él, le ha hecho capaz y le ha confiado una gran responsabilidad. “El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús”.

Es la experiencia personal de encuentro con Jesús, de sentirse amado a pesar de los fallos, de descubrir la misericordia y experimentarla en uno mismo. “Si comprendieran lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’…”. Dice San Pablo: “por eso se compadeció de mi: para que en mí, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna”. Esa es la experiencia que el pueblo de Israel va descubriendo con el paso del tiempo: que a pesar de sus muchas infidelidades, Dios se mantiene fiel a su promesa y sigue y seguirá siendo “su Dios”. Es la experiencia del que se siente “perdido” y al que Dios no deja nunca de buscar. Es la experiencia del que “vuelve a casa” arrepentido y recibe un abrazo acogedor.

En los evangelios, Jesús no juzga a quien se ha juzgado a sí mismo y ha descubierto su pecado y se ha arrepentido, pero si lo hace y desenmascara a quienes no lo han hecho. La misericordia de Dios no es una “niñería” en la que nos podemos esconder y encubrir todas nuestras acciones, porque Dios mira el corazón y ve la rectitud de lo que hacemos. ¡Qué bendición tener un Dios que sabe de nuestras fragilidades y limitaciones porque nos ha creado y porque también compartió nuestra propia condición humana! Cuando nos acercamos al sacramento de la Reconciliación contamos con la garantía del perdón y de la misericordia de Dios, que ve el arrepentimiento sincero en nuestro corazón: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Es preciso que nos preguntemos ¿A quién me parezco yo? ¿Cuándo pienso en Dios me siento pecador y poca cosa, o lo hago con orgullo, seguro de que la vida que llevo exigirá que Él me premie? Ambientados en esta escena podemos juzgar la actuación de Moisés ante Dios en el episodio que nos cuenta la primera lectura.

No le habla de lo que él es, ni de lo que hizo. Le recuerda al Señor su bondad para con sus antepasados. Pablo también habla de sí mismo, no engriéndose, sino recordando su vida de pecado y reconociendo la bondad de Dios que le ha enriquecido.

Son dos testimonios personales históricos, que nos deben conducir a la misma pregunta anterior. Ante Dios no interesa presentar títulos académicos, ni fortunas heredadas o adquiridas. Lo que vale es la actitud interior. Claro que es mucho más fácil hacer inventario de los objetos que uno tiene o de las lenguas en que sabe expresarse. Examinar la interioridad es más difícil y enojoso, pero es un ejercicio necesario. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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