martes, 17 de agosto de 2010

EL RELATIVISMO DE LA SCJN

Editorial escrito por el Dr. Alberto Patiño, publicado en el sitio web del Centro Católico Multimedial.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación: el triunfo del relativismo al equiparar las uniones de personas del mismo sexo con la institución jurídica del matrimonio.


El pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, resolvió la Acción de inconstitucionalidad promovida por el Procurador General de la República ante ese Tribunal Constitucional, donde solicitaba se declarara contrario a la Constitución General de la República, el Decreto publicado en la Gaceta Oficial del Distrito Federal, el 29 de diciembre de 2009 que modifica el Código Civil para el Distrito Federal en materia matrimonial, para eliminar a los sujetos conyugales— varón y mujer— por voluntad de la mayoría de los integrantes de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Así, desde la entrada en vigor de la consabida reforma y una vez que la mayoría de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación avalaron su constitucionalidad, los consortes serán las personas del mismo sexo, una vez que ante al Juez (sic) del Registro Civil formalicen su compromiso nupcial.

Así las cosas, el artículo 146 del Código Civil para el Distrito Federal, establece:

“Matrimonio es la unión libre de dos personas para realizar la comunidad de vida, en donde ambos se procuran respeto, igualdad y ayuda mutua. Debe celebrarse ante el Juez del Registro Civil y con las formalidades que estipule el presente código”.

El cambio legislativo verificado por los legisladores locales, es consecuente con una serie de propuestas contrarias al derecho a la vida, a la protección y promoción de la familia, iniciadas en abril de 2007, cuando la Asamblea Legislativa, controlada mayoritariamente por diputados del Partido de la Revolución Democrática, aprobó reformas al Código Penal para despenalizar el aborto, bajo el argumento que “antes de 12 semanas de gestación no hay vida”, por tanto, no hay delito que perseguir.

No es casualidad que en lugar de apoyar a las familias para que los padres puedan pasar más tiempo formando y educando a sus hijos, con alternativas ante la frágil economía familiar en estos tiempos de crisis; el gobierno local y su partido, destinen tiempo y dinero en equiparar a las uniones de parejas del mismo sexo con la institución matrimonial y la adopción de niños por parejas homosexuales, amén de legalizar el asesinato de niños en los hospitales de la Ciudad de México, así como el alquiler de úteros. Sin embargo, es preocupante la carencia de argumentos serios y jurídicos en los ministros que integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación quienes olvidan que de acuerdo al último censo de población y vivienda del año 2000 un 88% del total de la población mexicana se manifestó católica. Por tanto ¿serán conscientes del sentir religioso del país al cual sirven?

Los señores ministros, juristas todos, han perdido la razón. De lo contrario no se explica por qué olivaron la esencia de la institución matrimonial. Efectivamente, el matrimonio es una institución de derecho natural, es la más clara de las aportaciones de la civilización greco-latina-judeo-cristiana, para la perpetuación de la especie, la formación de una familia, la creación de comunidades, pueblos, naciones y por último para estructurar un Estado. Desde el derecho romano, se estudia la institución del matrimonio, de ahí lo retoma el derecho canónico, luego pasa al Código Civil de Napoleón de 1884 inspirador de nuestro Código Civil para el Distrito Federal. Ciertamente, el matrimonio como institución se predica única y exclusivamente entre un hombre y una mujer. Sin embargo, ante la embestida del relativismo moral y jurídico que impregna a la sociedad occidental, desde hace unos años, se promueve la ideología de la «identidad de género» y de la «discriminación basada en la orientación sexual». Ambas categorías, que en el Derecho Internacional no encuentran una definición clara, se han introducido como nuevas categorías para alegar exclusión y por ende se trata de aplicarlas al ejercicio de los derechos humanos.

Efectivamente, se trata de conceptos discutidos en el ámbito internacional, en cuanto a que implican la idea de que la identidad sexual es definida sólo por la cultura y, por tanto, sería susceptible de ser transformada, según el deseo individual o las influencias históricas y sociales. Por ejemplo, para estas posturas basta que una pareja de homosexuales quiera “procrear” un hijo a través de la maternidad subrogada o la adopción de un niño (el paradigma sería el cantante puertorriqueño Ricky Martín) para que los poderes públicos accedan a sus pretensiones, so pretexto de que se les discrimina si no se cumplen sus demandas o que también “tienen derechos” como los de las parejas heterosexuales. Aquí radica la trampa de esta postura relativista o de la ideología sustentada en el liberalismo (donde el sujeto es fundamentalmente el individuo, no la familia). Ciertamente, al aceptar estas categorías, ante todo se niega el arraigo biológico de la diferenciación sexual y sólo se le considera un límite, más que una fuente de significado, como es en realidad.

Por esta razón, los ministros de la Suprema Corte de Justicia, rehuyeron al debate serio, exhaustivo y fundamentado de una institución jurídica como la del matrimonio predicado entre hombre y mujer. Sobre la base que dicta la lógica: una cosa no puede ser y dejar de serlo al mismo tiempo. Prefirieron quedar bien con la postura relativista que antepone las categorías ya mencionadas, so pretexto de no discriminar a los homosexuales que ahora les ha dado por casarse, cuando la homosexualidad es tan antigua como la humanidad misma. ¿Por qué ahora después de 2000 años de civilización judeo-cristiana y de matrimonio heterosexual, les ha dado por “matrimoniarse”? ¿Qué razones tuvieron los ministros de la Suprema Corte para asentir la constitucionalidad de este tipo de uniones?

Las respuestas a estas interrogantes las encontramos en que los ministros de la Corte olvidaron su función de jurisprudentes garantes del Derecho positivo: racional y justo con una finalidad de garantizar el Bien Común y, se convirtieron en promotores de la ideología de la «identidad de género» y de la «orientación sexual» y a su vez, cómplices de los defensores de dichas categorías, para avalar la falsa convicción de que la identidad sexual es producto de opciones individuales, incontrovertibles y, sobre todo, dignas de reconocimiento público en toda circunstancia.

Desafortunadamente, la ideología antes mencionada, viene acompañada con las propuestas de reconocimiento de derechos de familia a las parejas homosexuales, incluida la equiparación de las uniones de personas del mismo sexo al matrimonio y, para las parejas homosexuales, la posibilidad de adoptar o procrear hijos a través de métodos contra natura. Desde este punto, es necesario que el legislador y el juez entiendan que al vulnerar una institución jurídica como el matrimonio, incluidas la aprobación de la adopción para estas parejas y favorecer la reproducción asistida (renta de úteros). En realidad están promoviendo la idea de que la polaridad heterosexual no es un elemento que funda la sociedad, sin un arbitrio que es preciso eliminar.

Acorde con esto, los ministros terminaron haciéndole la tarea a la ideología relativista defendiendo el argumento principal al que apelan los relativistas: la tolerancia. Ellos afirman que el decirle a alguien que su moralidad es incorrecta, es intolerancia, y el relativismo tolera todas las perspectivas. Más aún, no reconocen nada como definitivo y sólo dejan como medida última al propio yo y sus apetencias.

Quizá, habrá que recordarle a los señores ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación la premisa que dice: “El derecho positivo se basa en el derecho natural, de lo contrario la norma jurídica es arbitraria”. Luego entonces ¿qué hacer ante una norma arbitraria cuando el cauce legal para combatirla ni siquiera entró al análisis que requiere toda institución jurídica? Pues con el pretexto de asentir su constitucionalidad, se dijo: es la ola mundial a la que hay que subirnos para no quedarnos detrás de la equiparación de las uniones de personas del mismo sexo con el matrimonio heterosexual. La falacia no puede sostenerse por sí misma, solamente Argentina, Bélgica, Canadá, España, Estados Unidos (en 5 estados y en el Distrito de Columbia) Islandia, Holanda, Noruega, Portugal, Sudáfrica, Suecia y México (sólo en el Distrito Federal). ¿Dónde queda la “equiparación al matrimonio” de los más de doscientos países conformadores del globo terráqueo?

¿Qué opciones tenemos los católicos ante la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que considera constitucionalmente válidos a este tipo de uniones que se han equiparado al matrimonio, abriendo la posibilidad de que las otras entidades federativas puedan “equiparar” con el matrimonio a este tipo de uniones? Recurrir a los legisladores locales de cada estado de la República para formular leyes que reconozcan como el único matrimonio válido el constituido por un hombre y una mujer; instarlos a revisar las condiciones de la adopción para evitar la ausencia de referencia paterna o materna de los menores sujetos a esta institución del derecho familiar. Algo muy importante, crear conciencia de que el Magisterio de la Iglesia ha afirmado que la dignidad de las personas homosexuales «siempre debe ser respetada en las palabras, en las acciones y en las legislaciones» (Carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la atención pastoral a los homosexuales). Además, en relación con ellos, se deberá evitar «toda forma de injusta discriminación» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2358).
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