sábado, 31 de julio de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO


DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
1o. de Agosto de 2010

Estimados Amigos y Hermanos:

Tenemos a disposición un excelente y bellísimo texto evangélico que nos invita a reflexionar y prevenir el cáncer que la codicia y avaricia pueden traer a nuestras vidas. A ejemplo de María, hermana de Marta, de quien nos habló el Evangelio del domingo pasado, sepamos también nosotros "escoger la mejor parte".

Del Evangelio según san Lucas 12,13-21

«En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”.

Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya donde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar allí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Este pasaje evangélico de San Lucas nos presenta a Jesús expresando su pensamiento respecto de las riquezas. Lo hace a través de un diálogo y una parábola. La ocasión para el diálogo la proporciona un altercado a propósito de una herencia, la cual, según determinados ordenamientos jurídicos de la antigüedad, correspondía en su integridad al primogénito varón. El hermano menor no está conforme con esa legislación y se dirige a Jesús, que por su autoridad moral es considerado doctor de la ley y, por consiguiente, juez. Jesús, tras responder que ése no es su oficio, va al fondo de la cuestión e imparte una profunda enseñanza: «guardaos de toda clase de codicia».

El que acude a Jesús es, probablemente, un codicioso apegado al dinero. Está encerrado en su mundo y no está decidido a salir. Pero Jesús rehúsa entrar en su mundo. No niega el derecho del hombre a reclamar lo que es suyo, pero su papel es centrar el asunto en lo esencial. Entrar en el debate significa dar por supuesto que la vida depende de la riqueza. Y esto no es verdad.

La parábola, por su parte, muestra que el rico -como las vírgenes necias, como los fariseos que juzgan por las apariencias o como los judíos que no saben discernir los signos de los tiempos- es especialmente insensato y que sus cálculos están equivocados: creía que la riqueza habría de darle seguridad y confianza; piensa y actúa como un pagano. La vida del hombre no se reduce a lo que posee, porque va más allá de la comida y los vestidos. En suma, el cristiano no se preocupa por las riquezas como el pagano. Sabe que su vida implica un tensión constante entre dos concepciones del mundo. De ahí la sentencia final: «El que amasa riquezas para sí no es rico para Dios». Delante de Dios, es rico quien se desprende de lo que tiene en favor de los necesitados. La preocupación del cristiano se centra en el reino de Dios, no en las riquezas.

1.- NECIO, ESTA NOCHE TE VAN A EXIGIR LA VIDA. LO QUE HAS ACUMULADO ¿DE QUIÉN SERÁ?

Es evidente que Jesús nos invita a no amasar dinero por puro placer, pero quiere sobre todo que no nos engañemos con la riqueza. La mayor riqueza que existe es la posesión del “don de Dios” por excelencia, es decir, de Jesucristo. Esto es lo que explica, por ejemplo, Pablo a los Filipenses. Nuestra vida debe inspirarse en los dos mandamientos del amor: amar a Dios con todo nuestro ser y amar al prójimo como lo amó Jesús. Éste es el valor esencial de nuestra vida: todo lo demás debe estar subordinado a la búsqueda del progreso en el amor. En todo debemos tener como fin principal el progreso del amor en nosotros y en torno a nosotros. En esto consisten el “buscad los bienes de allá arriba” y el no dejarnos obstaculizar por la búsqueda de las cosas de la tierra. Es verdad que, por amor, podemos intentar acumular bienes que después sean útiles para otras personas o para nosotros mismos. Sin embargo, es esencial tener esta orientación: no convertir la búsqueda de los bienes materiales en el fin de nuestra vida, porque ese fin no es digno del ser humano, no puede llenas su corazón. Si ponemos nuestro fin en la búsqueda de los bienes materiales, nos veremos necesariamente decepcionados, porque estos bienes no pueden llenar nuestro corazón. Habrá una parte de nuestro ser que quedará profundamente insatisfecha. En cambio, si buscamos el crecimiento del amor en nosotros y a nuestro alrededor, tendremos una alegría profunda, maravillosa, porque será una alegría divina. Jesús vino para revelarnos a Dios y su voluntad, y esto es fuente de alegría para nosotros. El mandamiento de Jesús: “… ámense los unos a los otros como yo los he amado”, es la fuente de la dignidad y de la verdadera alegría del hombre. La muerte puede llegar en el momento en que menos lo esperamos y resulta que aunque se tenga muchos “graneros” en realidad no se tiene nada…

2.- "EVITEN TODA CLASE DE AVARICIA, PORQUE LA VIDA DEL HOMBRE NO DEPENDE DE LA ABUNDANCIA DE LOS BIENES QUE POSEA"

Todos los bienes temporales son relativos, transitorios, no producen la felicidad a que puede aspirar el corazón humano. Las riquezas no salvan de un cáncer o de un infarto; siempre quedan más acá de la muerte. Además, traen con frecuencia desazones, ambiciones, falsas seguridades que nos atan a la tierra, que nos impiden ser nosotros mismos, que nos convierten en esclavos y nos dejan con las manos vacías a la hora de la verdad.

El afán de riquezas no queda limitado por el deseo de poseer bienes materiales; incluye también todo lo que no es definitivo o escatológico: la cultura, el prestigio personal, el bienestar, las diversiones... Todas estas realidades hemos de verlas en función de "los bienes de allá arriba, donde está Cristo". No pueden impedirnos responder a las llamadas de Dios. El desprestigio del afán de riquezas nace de la experiencia cotidiana, accesible a la mirada más simple: la colosal desproporción que existe entre el trabajo que ponen los hombres por poseer muchas cosas y el hecho de que esos bienes no sirven en absoluto más allá de esta vida. De esa forma, el hombre pasa casi toda su existencia acumulando unos bienes que, en definitiva, no le sirven para nada.

El terrateniente de la parábola evangélica es el símbolo del ser humano, seducido por cualquier forma de avaricia. Ahí entramos todos. La avaricia, con sus más diversas caretas, sigue siendo un vicio capital entre nosotros. A tenor de la imagen evangélica, consiste en llenar ante todo y a costa de todo los propios graneros sin tener en cuenta la situación de los demás. Ahora bien, tengamos la suficiente atención para entender bien a Jesús ¿Acaso es condenable la aspiración a disfrutar de los bienes de la tierra? “No es malo el deseo de vivir mejor. Pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumirla existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo” (Juan Pablo II). Está pues claro que el Evangelio invita a no amasar dinero por puro placer, pero quiere sobre todo que no nos engañemos con la riqueza. En realidad ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?, pregunta Pablo (Filipenses 4,1).

Veamos algo interesente a este respecto: Los japoneses cuando se sientan a la mesa a comer, no dicen: “Buen apetito”, sino “itadikamas” que significa “yo recibo”. Y, al servir cumplidamente a sus huéspedes, señalan: “no tenemos nada”. Ojalá pudiéramos importar esa idea desde el Japón y no solamente automóviles, computadoras y televisores.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Aspirar a los bienes superiores no permite desentenderse del mundo y del hombre; pues la resurrección de Cristo, de la que participa el cristiano por el bautismo de la fe, es un hecho de dimensión también cósmica. Por eso, “la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19). Es difícil este equilibrio cristiano entre el “ya” y el “todavía no”. En el entretanto necesitamos remitirnos continuamente a los valores evangélicos, para que, sopesando los bienes de aquí abajo, no perdamos los eternos, para entender que las personas y la vida son mucho más importantes que el tener, y que las cosas valen en cuanto son de verdad medios para vivir mejor todos los hijos de Dios. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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