sábado, 5 de junio de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO



DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO



Del Evangelio según san Lucas 7,11-17:

«En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y la dijo: “No llores”. Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo Jesús: “Joven, yo te lo mando: Levántate”. Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”.

La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Entramos de lleno al tiempo ordinario de este ciclo “C”. Este período nos presenta la personalidad arrolladora de Jesús; nos lo presenta en los sucesos ordinarios de la vida -en la vida de cada día-, con sus actitudes y comportamientos ante la vida, la vida de los hombres. Siendo Él el prototipo de la Vida Nueva, aceptemos la invitación que nos hace a tomar sus mismas actitudes: fe en el hombre, respeto profundo, interiorización en la libertad, exquisita comprensión en el gozo y en el dolor del hombre. Jesús es siempre una respuesta de sí rotundo a la vida. Jesús está entre las gentes y con las gentes como un don maravilloso de comunicación. Nunca estuvo el cielo más cerca de nosotros. Y este cielo, posible y realizable, Jesús lo plasmó no sólo en doctrina, sino que fundamentalmente nos dejó unas formas y modos de acción. ¡Qué cosa más bonita y más sencilla esta expresión: Jesús estaba siempre cerca de la gente!

Debemos recuperar irremediablemente la densidad espiritual del humanismo cristiano. Hoy, con la resurrección del hijo de la viuda de Naím, aparecen bellas características de este evangelio: la atención de Jesús hacia las mujeres (marginadas por la sociedad de su tiempo), su cercanía misericordiosa a los que sufren, y, sobre todo, su mensaje de vida. La muerte es un hecho serio que nos interroga. Las dos mujeres de hoy, la de Sarepta y la de Naím, lloran su dolor: la de Sarepta protesta contra Dios y su profeta. Es todo un símbolo de nuestras actitudes ante la muerte. El Evangelio de Jesús no niega la muerte: pero le da su sentido y su respuesta desde el amor de Dios.

1.- EL ENCUENTRO DE LA MUERTE Y DE LA VIDA

Es el encuentro de dos cortejos. Uno de ellos está integrado por una mujer viuda que acompaña a su hijo muerto. Quizá el evangelista no pudo encontrar un cúmulo mayor de desgracias en una sola mujer, viuda y con su hijo muerto.

Con ella van sus amigos -no sabemos si muchos o pocos- que no pueden hacer otra cosa que llorar e intentar consolarla. Por lo demás, deben rendirse ante la evidencia asombrosa de esa realidad a la que el hombre no se acostumbra nunca: la muerte. El otro cortejo, que va al encuentro del primero, está integrado por Jesús y sus discípulos. Ambos cortejos se encuentran y tiene lugar el hecho sorprendente: Jesús se aproxima al muchacho y lo devuelve, lleno de vida, a su madre.

Con absoluta sencillez la muerte ha sido vencida; el llanto se ha convertido en alegría y el corazón lacerado, de aquella madre, rebosa de un gozo ilimitado. El evangelista explica la actuación de Jesús poniendo de relieve el origen de la misma: a Jesús le dio lástima aquella mujer que había perdido su mejor tesoro. El corazón de Cristo no soportó el dolor de aquella madre, comprendió aquel dolor, lo compartió y, como podía, lo remedió de la manera más plena. La escena de Lucas se repite todos los días en nuestro mundo. Hay grandes cortejos llenos de muertos, de muertos vivientes (y no se trata de una película de miedo), de muertos que andan y se mueven pero que no tienen vida:

– Es el gran cortejo del crimen organizado, de los narcotraficantes, cuyos ojos reflejan su ambición, sus crímenes, su pasado desintegrado, su odio.

– Es el gran cortejo de los drogadictos y de los alcohólicos, jóvenes y viejos, ausentes, incapacitados, metidos de lleno en un callejón sin fondo "por la ganancia ilimitada de algunos".

– Es el gran cortejo de los analfabetos y campesinos, marginados de tantas realidades hermosas que el mundo tiene para cultivar el espíritu de todos los hombres.

– Es el cortejo de los abortistas y de los promotores “legales” de la muerte.

– Es el cortejo de los enfermos y viejos a los que nadie visita, a los que se arrincona porque ya no son útiles en este mundo en el que todo se pesa y se mide.

– Es el gran cortejo de los minusválidos, y de los subnormales... ¡tan pesados!

– Es el gran cortejo de las mujeres que gritan el derecho a su cuerpo y a las que apenas se considera como un objeto del que puede usarse y prescindir de él momentos después.

– Es el gran cortejo de la muerte. Los vemos todos los días y quizá no nos damos cuenta de cuan cierto es que muchos de los hombres que pasan a nuestro lado son auténticos cadáveres vivientes.

Caminando hacia ese cortejo puede y debe ir otro cortejo de hombres llenos de vida. Es la de los hombres que acompañan a Cristo. Unos hombres comprometidos seriamente con el gran problema de responder a la muerte con la vida.

Y aquí viene una importante pregunta: ¿Qué respuesta damos los cristianos a cuantos caminan en la cortejo de la muerte? ¿Qué hace el cortejo de los cristianos cuando se cruza (y se cruza constantemente) con el cortejo de la muerte? ¿Esquivarla?, ¿ignorarla?, ¿juzgarla y condenarla?, ¿despreciarla?... ¿Acercarse a ella? ¿Sentir el dolor de cuantos lo integran, compartirlo y remediarlo? Si hacemos lo segundo, es que hemos empezado a entender a Cristo. Hay un lista clara para saber en qué cortejo estamos. La lista es ésta: si por encima de todo reina el Yo, repartiremos muerte. Esto es claro e indiscutible, porque "el otro" no nos importará o nos importará sólo en cuanto pueda servir a nuestros planes. Si por encima de todo (y con todos los fallos quizá inevitables) amamos a Dios y al "otro" por El, repartiremos vida, porque el "otro" será, ni más ni menos, nuestro hermano, y tanto más cuanto más necesitado se nos muestre.

2.- “NO LLORES, DICE A LA MUJER... Y SE LO ENTREGÓ A SU MADRE”

Ábranse a la esperanza, madres y padres amargados, que han pasado o están pasando por trances similares. Ábranse a la esperanza, espectadores -creyentes o increyentes- de mil funerales, que tratan de esquivar el triste pensamiento de que ustedes o sus hijos pueden ser los protagonistas de una próxima ceremonia fúnebre. ¡Dios ha visitado en Jesús a su pueblo, y se ha manifestado como único Señor! ¡Atentos a la Buena Noticia del Señorío absoluto de Jesús, porque les va en ello la vida! Pero hay más. Porque no sólo el poder de la muerte física destruye esperanzas de vida.

La historia nos va descubriendo día a día otros presuntos señoríos, capaces de aniquilar esperanzas: El poder de la desconfianza, del recelo, del odio, capaces de poner en crisis la pareja matrimonial; de descomponer la relación paterno-filial; de turbar la convivencia en el mismo claustro monacal; de romper proyectos de equipos sacerdotales; de enturbiar relaciones familiares, religiosas, deportivas, económicas, políticas. El poder de la debilidad humana: arrincona personas, creadas por Dios para tareas en el mundo y en la Iglesia, y las convierte en mudos y amargados espectadores de la vida, o en comentaristas escépticos de esperanzas ajenas. El poder del pecado, hecho pereza, orgullo, lujuria, alcohol o droga: derrota a jóvenes hijos de familia, y lleva a los padres a enlutar con tristeza su porvenir. El pecado juvenil lleva a muchos adultos a sentirse tan impotentes como ante la muerte: ¡No hay nada que hacer!

Dichosos los que lloran, nos grita hoy el evangelio. Y no porque sufren sino porque serán consolados. Levante el corazón la madre del chico que murió en la carretera. Vuelvan a la esperanza los padres del hijo derrotado por la abulia o por el vicio. Y que las deseadas lágrimas de la Madre-Iglesia por el sufrimiento humano, nunca la pongan contra el muro del ¡no hay nada que hacer! Porque sobre el féretro del cadáver joven, y sobre el infinito desfile de esperanzas e ilusiones que llevan camino de ser enterradas, hay una mirada compasiva de Dios que nos grita: "No llores; porque Yo soy el Señor".

3.-"LEVÁNTATE"

He ahí que ante todo hemos de reconocer y hemos de creer que Jesús ha pasado y pasa por nuestro camino -por el camino personal de cada uno de nosotros- para "resucitarnos". Es decir, para comunicarnos vida. Hay en cada uno de nosotros una semilla de vida y una semilla de muerte. Como hay en cada uno de nosotros obras de muerte -es lo que llamamos "pecado"- y obras de vida. Jesús nos libera de lo que hay de muerte en nosotros -de lo que hay de desamor, de egoísmo, de dureza, de injusticia, de mentira, etc.- y nos llama a seguirle por su camino de vida.

Jesús, una y otra vez, nos dice a cada uno de nosotros -como a aquel muchacho-: "Levántate". Levántate del egoísmo, y ábrete más a los demás; levántate de pensar tanto en ti y piensa más en los demás; levántate del pesimismo que te hace pensar que no vale la pena esforzarse, que todo seguirá igual, y cree de verdad en la fuerza del amor de Dios que a cada uno de nosotros -como a Pablo, lo hemos escuchado en la segunda lectura- puede cambiarnos.

Porque nosotros creemos que Jesús vive, que ha resucitado para siempre en una Vida total que se comunica. Nos resucitó Jesús como aquel muchacho. Jesús tiene ahora -esta es nuestra fe- una Vida total, la Vida de Dios. Y creemos que la tiene para comunicárnosla. Por eso creemos que él está vivo y presente en nuestro camino, y que lo comparte para vivificarlo. Para infundirnos más amor, más esperanza, más verdad. En una palabra: para dar fuerza, cada vez más fuerza, a la semilla de vida que Dios sembró en nosotros. Y para luchar contra la semilla de muerte, para vencerla.

A MODO DE CONCLUSIÓN

¡Jesús se detuvo ante el cortejo de muerte! ¡Ante el dolor de aquella viuda! Jesús siempre se detiene ante cada una de nuestras desgracias o pecados y “siente lástima”. Podría pasar de largo, pero no; se detiene porque nos ama. Él ve y comprende. ¡Nosotros somos aquel joven muerto, somos un pueblo arrancado a la muerte por aquel que ha entregado su vida por nosotros! !Ánimo!


Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche