DOMINGO III DE ADVIENTO
11 de Diciembre de 2011
INTRODUCCIÓN: VIVAN SIEMPRE ALEGRES
Hay de imprudencias a imprudencias. Alguna vez
escuché que alguien al pasar por una sala funeraria saludaba diciendo “que
pasen muy buena tarde” a los dolientes congregados; o aquel recuerdo de
quien daba el pésame a los familiares de un difunto, que entre nervioso y
confundido les deseaba “muchos días de estos”.
Comienzo compartiendo estas anécdotas
porque tal vez resulta igualmente una imprudencia hablar de alegría e invitar
al gozo a los hombres y mujeres de hoy, en medio de un panorama como el que nos
ha tocado vivir.
En el tercer domingo de adviento que
nos prepara al nacimiento del Salvador, la espera da un giro de la austeridad y
penitencia, a la expectación jubilosa. A este domingo la tradición le llama de “Gaudete”, por las
palabras con que inicia la segunda lectura del día: “Vivan siempre alegres…”,
tomada de la carta primera de San Pablo a los tesalonicenses. Un signo más es
que en este domingo se enciende el cirio rosado de nuestra corona de adviento,
como marcando una diferencia y una pausa en nuestro itinerario de esperanza.
Pero pensemos si en realidad no es una
absoluta imprudencia hablar de la alegría, y hacer como el Apóstol una
insistente invitación a que estemos siempre felices. Puede parecer más bien un
acto cruel de poner el dedo en la llaga cuando contemplamos no solamente el
conocido ambiente de violencia, incertidumbre y muerte que ronda nuestras
calles; ni solamente el estrés y el apuro derivado de la crisis económica que
pega en todos los bolsillos; sino cuando contemplamos tanta tristeza y
desesperanza en el corazón humano. Podemos parecer inoportunos llamar al gozo cuando
nos hemos quedado vacíos de esas cosas que traen consigo alegría, paz y
esperanza. Nuestra exhortación es desacertada porque le hablamos al oído de
quien se encuentra desilusionado por la injusticia, por las estructuras
invencibles de corrupción y opresión, por la irrelevancia de intentar ser
mejores porque los breves esfuerzos de superación quedan como mera utopía, por
el dolor que acompaña la traición, deslealtad y por el cansancio ante la
imposibilidad de pretender cambiar el mal que anida y mueve el corazón del
hombre.
¿Cómo es posible estar alegres, cuando
la tristeza nos embarga por dentro y por fuera? ¿Cómo alegrarse cuando parecen
vanos todos los esfuerzos por transformarnos y transformar el mundo? ¿Cómo
puede vencer la tenue luz de la esperanza a las densas tinieblas que nos
cercan?
Podríamos sumarnos al pesimismo a que
conducen muchos signos de los tiempos que son amargos y desalentadores, si no
conociéramos la Buena Noticia, si no hayamos escuchado el Evangelio, si no
supiéramos del amor de Dios que se ha encarnado y sigue presente entre
nosotros. La Palabra de Dios es siempre Buena Nueva y razón suficiente para la
alegría porque anticipa y cumple una realidad diferente donde impere la paz, la
justicia, la verdad, la gracia, el amor…
Jesús viene a nosotros para realizar
aquella promesa que consigna Isaías en la primera lectura de hoy: para anunciar la buena nueva a los
pobres, liberar a los prisioneros y pregonar el año de gracia del Señor.
Esta alegría radica en la acción de Dios que reviste al hombre con su salvación
y nos cubre con un manto de justicia. Hay una razón verdadera para la alegría,
su nombre es Jesús y su identidad es ya sabida, Él es el Dios-con-nosotros.
Existe quién prefiere contemplar las
cosas difíciles y dolorosas de la vida, que las hermosas que también
encontramos en el camino. Y viene a mi mente aquella historia del hombre que
cultivando un rosal y antes de que éste rompiera en flor, le nació el disgusto
en la injusticia de Dios, por qué a la rosa que era una flor tan bella y
exquisita le tuvo que poner esas ásperas y crueles espinas. Por este motivo
dejó de cultivar su rosal, hasta que un día, una voz en su interior le aclaró
todo: Dios no le ha puesto espinas a las rosas, sino que por el contrario, le
ha puesto rosas a las espinas.
El sufrimiento y las penas son
inevitables en nuestra condición de creaturas, pero Dios ha querido en su amor
coronar con alegría y bendición todos los esfuerzos de fidelidad, de lucha, de
perseverancia. Así, esta llamada a estar alegres no es tan imprudente para
quienes hemos experimentado el amor de Dios, para quienes hemos contemplado
brotar rosas de entre las espinas del dolor. Podemos decir, que la vocación
urgente del cristiano de hoy es ser testigo de esperanza y de alegría en medio
de un mundo que vive triste y aferrado a su amargura. Seamos testigos de la
Buena Noticia de la proximidad del Salvador.
¿QUIÉN ERES TÚ?
En el Evangelio de este tercer domingo
de adviento escuchamos una versión similar, aunque con claras diferencias, del
pasaje evangélico del domingo pasado que es la presentación de Juan el
Bautista, el Precursor, figura clave de este tiempo litúrgico. En esta versión
según san Juan, es el mismo Bautista quien entra en diálogo y da razón de sí
mismo.
La personalidad del Bautista resulta
impresionante para los hombres de su tiempo, al grado de considerar que bien
podía ser él el Mesías esperado, por su singular manera de vivir, por la fuerza
y el ardor de sus palabras, por lo enigmático de su mensaje. De aquí se comprende
fácilmente el por qué de la inquietud de los judíos por hacer una
“investigación” acerca de este personaje. Enviados desde Jerusalén, algunos
sacerdotes y levitas le plantean la cuestión fundamental: ¿Quién eres tú?
En palabras textuales, el evangelista nos
comparte la libertad y la claridad de conciencia del Bautista, cuando dice: Él reconoció y no negó quién era.
Acto seguido, el Precursor afirma no
ser el Mesías, no ser Elías, no ser el Profeta o Segundo Moisés. Él sabe que
solamente es esa voz que grita en el desierto, anunciada por el profeta Isaías.
Él sabe que su bautismo es sólo anticipo del verdadero bautismo, y que quien le
sucede es más grande que él.
Nos bastarían estas ideas para
reflexionar en nuestra propia vida y obtener de ellas una lección para
nosotros. Se habla ahora de una profunda crisis de identidad cristiana en medio
del pluralismo religioso y pseudoreligioso que nos envuelve, pero quizá hemos
de decir que se antepone a este dilema que es real, una crisis más vital sobre
la misma identidad de la persona humana. Si no reconocemos y valoramos en su
justa medida la dignidad humana, y esto significa recuperar la conciencia de
que somos imagen y semejanza de Dios, difícilmente nos mantendremos sólidos en
la identidad específica de nuestro cristianismo. Resulta ahora demasiado común
confundirse y extraviarse tomando identidades ajenas. El Documento de Aparecida
recoge como un gran desafío este signo del gran porcentaje de católicos con
identidad cristiana débil y vulnerable (cfr. n. 286), luego de una mirada de fe
sobre la realidad de la crisis de sentido personal y social.
Por eso, es interesantísimo que nos
hiciéramos la misma pregunta propuesta al Bautista, como una ayuda para nuestra
toma de conciencia de nuestra identidad y misión como cristianos. ¿Quién eres
tú? La falta de respuesta a esta cuestión ha sido motivo de escándalo en los
distintos tiempos y lugares de la historia, y ahora con preocupante acento. Si
bien es cierto que el hombre es un misterio, también es cierto que ha quedado
ya develado en el misterio del Verbo Encarnado (GS 22). Hará falta pues,
reconocernos y descubrirnos ante la mirada de Dios para que consideremos en
adelante el compromiso de nuestra verdadera identidad.
El que no sabe quién es en realidad,
está condenado a vivir la vida de otros. No es un mal desconocido en nuestro tiempo este de vivir
de disfraces y actuaciones. El Bautista nos da testimonio de autenticidad
cuando reconoció y no negó quién era. Muchos de nosotros nos desgastamos siendo
quien en realidad no somos, sólo por complacer, por entrar en ciertos círculos,
por disfrutar de algunos privilegios…
El Bautista bien pudo adjudicarse el
título de Mesías, o proponerse como Elías o el Profeta, pero más que a la
indiferencia e insignificancia, tuvo miedo a la mentira. Entre nosotros hay
quienes tenemos miedo de parecer poca cosa a los ojos de los demás, tenemos
miedo al rechazo y a la exclusión, y en tal medida que somos capaces de
traicionarnos a nosotros mismos, en nuestras creencias y convicciones, con tal
de no perder el reconocimiento ajeno. En este sentido, nos han heredado un
ejemplo bellísimo nuestros antepasados que con valentía, sin esos falsos
temores, deseaban buen día en nombre de Dios, agradecían en nombre de Dios,
todo lo confiaban a “si Dios quiere”, y no tenían la moderna pena de
santiguarse o reverenciar al Señor en su paso frente a las iglesias. Hoy los
rosarios y crucifijos son más objetos de ornato y moda, que verdaderos
distintivos.
Hay una sentencia de Cristo en el
Evangelio que puede ayudarnos a replantearnos este punto de reflexión: “Si
alguno de avergüenza de mi delante de los hombres, yo me avergonzaré de él
delante de mi Padre”.
Seamos pues, valientes para vivir
nuestra fe, para tener una respuesta pronta a quien nos pregunte quién somos,
para reconocer nuestra identidad y no negar nuestra condición de hijos de Dios
y discípulos de Jesucristo. Quien
sabe quién es, conoce de antemano su destino
TESTIGOS DE LA LUZ
En esta dinámica de la claridad del
Precursor para saber quién es él en realidad se inserta la descripción del
evangelista que habla de Juan como el testigo. Sin duda para los judíos de
aquel tiempo las palabras del Bautista sonaban con tanta convicción que
creyeron que era él el Mesías esperado. Sin embargo, su papel es ser testigo.
La claridad habla de una vela encendida pero no es la vela. El Bautista es
testigo de la luz, pero no es la luz. Es el mismo evangelista el que comienza
la narración de la Buena Nueva diciendo que en el principio era el Verbo y el
Verbo era Dios…En efecto, en este juego de imágenes, Cristo es el Verbo, pero
Juan es la Voz que lo anuncia, el que prepara el sendero del que viene detrás
de él con poder y con un bautismo de Espíritu Santo y fuego.
Quizás por eso, la predicación de Juan
infundía miedo en sus oyentes, porque anunciaba algo novedoso, porque la
inminencia en el tono de su voz desconcertaba a los hombres de Jerusalén.
Parece ser que las cosas nuevas nos incomodan porque nos desarraigan, vienen a
romper nuestros esquemas anquilosados de vivir, nos sacan de nuestro ambiente
placentero y amañado.
No es oficio fácil este de ser
testigo. A veces resulta más cómodo y práctico ser maestro o informador, o
relator o cuentacuentos. Pero ser testigo significa arriesgar mucho,
comprometer mucho, respaldar mucho. Sin embargo, el testigo auténtico no se
debe a nadie, no tiene que devolver favores, no tiene deuda con nadie,
solamente con la verdad. Pero esta no es una verdad que se testifique con las
palabras solamente porque exigen la vida.
El Bautista era consecuente con el
mensaje que anunciaba, era coherente con el testimonio que daba. La molestia
que causaba en sus espectadores no era tanto por las palabras que pronunciaba
sino por su manera de vivir tan contrastante, tan inverosímil.
Empero, estas características del
Precursor son los requisitos de todo testigo que tiene el deber de poner en
acto la verdad que atestigua, cosa que resulta arriesgado y molesto
sobremanera.
Cuando obtienen por respuesta la
negativa a la identidad como el Mesías, Elías, o el Profeta, los emisarios
regresan conformes, muchas veces habían escuchado y sabían de memoria el pasaje
de Isaías que Juan había citado, así que si este hombre no era el esperado,
todo había sido falsa alarma, no se imaginaban qué tan cerca estaba aquel a
quién buscaban, tan cerca que ya estaba en medio de ellos pero no lo conocían;
tan cerca como en Nazaret, atando sus sandalias para comenzar su misión, el
testimonio del Bautista no les fue suficiente.
Pensemos ahora queridos hermanos en
nosotros mismos. El nombre cristiano exige por sí mismo nuestra condición de
testigos. Pero detallado el cuadro de un buen testigo como Juan, las notas que
presentamos resultan cortas, insuficientes, limitadas.
Nos sucede lo que a muchos personajes
del Antiguo Testamento elegidos por Dios para ser sus testigos, cómo rehuían,
cómo se resistían a aceptar tal encargo. Nos resulta mucho más atractivo y
placentero sólo llamarnos cristianos pero sin la molestia de avalar con la vida
tal nombre.
Un testigo sólo es creíble en la
medida en que sus palabras y obras corresponden al mensaje que anuncia. Somos
falsos testigos, y hay que decirlo, cuando no sólo no coincide nuestro nombre
con la conducta, sino que hasta se contradicen.
Un testigo da fe de lo que ha visto y
oído. Y muchos de nosotros damos un testimonio confuso, incierto, porque ni lo
hemos visto a Él ni hemos abierto el corazón para escucharlo, exactamente como
a los judíos del Evangelio, que está en medio de nosotros y no le reconocemos.
Un testigo no tiene miedo a las
consecuencias de su declaración, lo único que le asusta es faltar a su misión.
Y entre nosotros hay muchos que se quedan callados, que prefieren guardar las
apariencias, que evitan la persecución y el rechazo, que aplacan el fuego que
arde en el corazón del testigo.
A MODO DE CONCLUSIÓN
En breves palabras, el mensaje
evangélico de este tercer domingo de Adviento podemos resumirlo así: claridad
de nuestra identidad, coherencia de testigo y la alegría como garantía de la
verdad y la esperanza.
Las luces de nuestra corona de
adviento van encendiéndose poco a poco, procuremos no malgastar el tiempo
y disponernos con un corazón limpio y vigilante a la llegada del Redentor a
nuestra vida. Que sintamos la urgencia de esperar con alegría a Aquel que viene
con poder, a Aquel a quien el Bautista anunció con sus palabras y su vida.
Nuestro mundo necesita de testigos que
le devuelvan la esperanza que la violencia y la muerte le ha arrebatado, esa es
nuestra identidad, nuestra vocación y misión, ser testigos creíbles de la luz
que ilumina las tinieblas en que vivimos sumergidos; testigos del amor de Dios
que renueva la armonía y fraternidad entre todos los hombres; testigos de
la fe que es la única capaz de alcanzar la realización de las promesas de salvación;
testigos de la paz, de ese don que el mundo anhela con vehemencia.
Termino con las palabras del Apóstol: vivan siempre alegres, se
los repito, vivan siempre
alegres. No impidan la acción del Espíritu Santo, ni desprecien el don de
profecía…Que el Dios de la paz… los conserve irreprochables hasta la llegada de
nuestro Señor Jesucristo. El que los ha llamado es fiel y cumplirá su promesa.
Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche