viernes, 21 de octubre de 2011

LA FAMILIA DE NAZARETH, PRIMER SEMINARIO


LA FAMILIA DE NAZARETH,

PRIMER SEMINARIO


Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en la Convención del Club Serra, Parroquia de santa Prisca, Taxco, Gro., viernes 21 de octubre de 2011.

Muy queridos hermanos,

Con la Sagrada Familia formada por Jesús, María y José, se inicia el capítulo de la nueva y definitiva historia de la familia, que fundada por el Creador en el verdadero matrimonio entre el varón y la mujer, queda transformada y dignificada por la gracia del Redentor. Una familia, Sagrada Familia, que tiene su apoyo en la conciencia y en la obediencia incondicional a la voluntad de Dios que guió y movió a María y a José a desposarse y a acoger en su seno al Hijo, a Jesús, es decir, a constituir una familia.

María dice "Sí" a la maternidad de su Hijo y lo concibe por obra del Espíritu Santo, siendo Virgen y permaneciendo Virgen. José, por su parte, acepta acoger a María en su casa como esposa, castamente, consciente de que el Hijo que Ella lleva en sus entrañas no es suyo, sino de Dios. Ambos se abandonan a la voluntad divina acogiendo radicalmente los designios inescrutables del amor de un Dios en el que han puesto toda su fe y su confianza y que quiere salvar al hombre.

Y es precisamente de la vida de la Sagrada Familia que la Palabra de Dios expone hoy ante nuestra escrutadora mirada un particular momento. El de su encuentro con dos ancianos, Simeón y Ana, que inspirados por el Espíritu reconocen al Mesías esperado y profetizan sobre él. Jesús es un niño en brazos de la madre que, junto con su esposo, se dispone a cumplir lo que prescribía la Ley: su purificación, la ofrenda del primogénito y su rescate mediante un sacrificio.

María, también así, se convierte en la primera persona que voluntariamente se asocia a Cristo en el camino de la obediencia en el acto de presentar a su Hijo en el Templo como ofrenda incondicional que la abraza totalmente. Ella, en efecto, es justamente reconocida como Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción". Ofrece su Hijo a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención, y lo presenta a todos los hombres como luz que ilumina, radiante, el camino seguro de la verdad y del amor.

Jesús es un niño como tantos otros. Hijo primogénito de padres muy sencillos. Entre tanta gente, no son muchos quienes captan los signos de la particular presencia del Mesías-Salvador. Son solo dos ancianos, Simeón y Ana quienes descubren la gran novedad.

Simeón, figura del pueblo de Israel, esperaba la realización del anuncio del oráculo del profeta Malaquías: "de pronto entrará el Señor en el santuario" (Ml 3, 1), pero es sólo él quien, escuchando al Espíritu que habla a su corazón, reconoce en aquel niño al Señor en torno a quien girará el destino de la humanidad de todos los tiempos, pero quien, en su paso por la historia deberá sufrir mucho a causa del rechazo del hombre.

Ana es profetisa, mujer piadosa y sabia porque ha aprendido a interpretar el sentido profundo de los acontecimientos y del mensaje de Dios contenido en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén". Su fidelidad en la espera dinámica de quienes anhelaban el rescate de Israel, también para ella tuvo su feliz conclusión en el encuentro con aquel Niño.

Queridas hermanas y hermanos. Al hacer memoria del episodio evangélico de la Presentación de Jesús en el templo, no podemos no notar cómo en él aparecen los símbolos de la profecía, don del Espíritu Santo, de la sabiduría, y en particular el de la luz, ofreciéndonos fundamentales enseñanzas.

Simeón y Ana, contemplando al Niño Jesús ven su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las gentes y anuncian tal misterio como salvación universal. Es decir, se nos presentan como mensajeros de la profecía que nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha y meditación atenta de la Palabra en toda circunstancia de la vida.
Íntimamente vinculada al don de la profecía, aparece también la sabiduría. Simeón y Ana eran piadosos, pero también sabios, porque estaban llenos de aquella sabiduría fruto de una vida totalmente dedicada a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad. De una vida dedicada a la escucha, a la contemplación y al anuncio.

Y está el signo fundamental de la luz, que partiendo de Cristo se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y a partir de ahí, a todos los hombres. Irradiación de la luz de Cristo que los Padres de la Iglesia relacionaron con el camino espiritual al que todo discípulo está llamado a recorrer.

María, quien todo lo meditaba y todo lo conservaba en su corazón, es icono completo de estas dimensiones: profecía, sabiduría, luz. Por ello supo acoger el misterio de su elección y el reto de su entera vocación, haciendo posible, desde su amor y el de José, amor de profecía, de sabiduría y luz, amor de total entrega a Dios, que surgiese la familia en la que nace, crece y vive el Salvador del hombre, el Primero entre la multitud de hermanos que habrían de configurar la nueva familia humana.

Profecía, sabiduría, luz, en las que toda familia cristiana debe aprender a sumergirse y, al mismo tiempo, de las que toda familia cristiana está llamada a dar testimonio. De aquí también que la Sagrada Familia sea, ya desde sus primeros momentos, modelo de toda familia cristiana; de la familia llamada a anunciar al Dios de la vida al interior de su hogar y más allá de él, a llenarse de sabiduría a partir de la meditación y vivencia de la Palabra que es luz de Cristo para todos, para transformarse, así, en “primer seminario” para quien es “especialmente” elegido a seguir al Señor.

Modelo para la familia de hoy que, -como ha relevado el amado Beato Juan Pablo II en la exhortación apostólica “Familiaris Consortio” presenta aspectos positivos, pero también muchos tristemente negativos.

Hoy, en efecto, se da una mayor conciencia de la libertad personal y se presta más atención a la calidad de las relaciones en el matrimonio, se mira a la dignidad de la mujer y se busca la procreación responsable, la mejor educación de los hijos y, también, se dan mayores espacios a la misión eclesial propia de la familia y a su responsabilidad en la sociedad.

Sin embargo, el matrimonio y la familia han sido marcados por la facilitación jurídica del divorcio, por la minimización creciente, cuando no por la eliminación, primero cultural y luego legal, de la consideración del matrimonio como unión irrevocable de un varón y una mujer en comunidad de amor y de vida, abierta a la procreación. Las rupturas matrimoniales y familiares se suceden con facilidad, con las dramáticas consecuencias que se siguen para la suerte y el bien de los hijos. El derecho a la vida del niño aún por nacer se ve suplantado en la conciencia moral de un sector de la sociedad y en la legislación permisiva que lo estimula, por un supuesto derecho de la mujer al aborto en los primeros meses del embarazo.

Es por demás manifiesta, además, la gradual disminución de hijos que se da en las familias, al grado de que en no pocas cuentan hoy con un solo hijo, lo que determina un profundo cambio en la calidad de las relaciones, especialmente entre padres e hijos; relaciones que se vuelven cada vez más intensas y profundas y hasta posesivas, lo que, obviamente, hace menos posible las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa y entorpece aquel esencial aspecto de la vocación, que por sí misma, se configura como recorrido autónomo de la persona. Y no podemos olvidar el grave fenómeno de la secularización que, en su sentido más agresivo, pretende excluir a Dios, a la religión y en consecuencia, también los valores cristianos, de la vida social.

A la base de estos y de otros muchos fenómenos que afectan negativamente al matrimonio y a la familia está, -decía el Papa Juan Pablo II-, “la corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad”, entendida no en relación a la verdad; no concebida como la capacidad de realizar el plan y el proyecto de Dios -en este caso sobre la familia-, sino como fuerza autónoma de autoformación orientada al propio bienestar egoísta.

Ante este panorama, -decía ya globalmente el Papa Paulo VI-, hay que trabajar para que en las familias “se conserven y se vigilen los valores primarios de la fe, de la piedad, de la fidelidad gozosa de la ley divina” (Paulo VI, Mensaje en la IX Jornada Mundial Oración Vocaciones, 18.03.1972). Se trata, como sucesivamente se dirá, de trabajar para lograr que la familia sea lo que debe ser: auténtica familia; para que tome conciencia de su ser “pequeña iglesia” y para que viva en consecuencia, reproduciendo en sí las principales características de la Iglesia misma.

Afirmar, en efecto, que la familia es como una “pequeña Iglesia”, significa decir que ella es y debe ser verdadera comunidad, privilegiado lugar para vivir, compartir y expresar la fe, esto es, para profetizar con coherencia su adhesión y confianza total a Cristo Jesús; espacio privilegiado para llenarse de la verdadera sabiduría a través de la escucha, meditación, reflexión y diálogo, en la fe, de la palabra de Dios; para adherirse a ella y para hacerla vida; significa ser espacio a partir del cual se participa existencialmente en el misterio litúrgico de glorificación del Padre y salvación de los hombres; significa ser fuente de luz que se irradia hacia dentro y hacia fuera desde la participación activa de los sacramentos, en especial de la Eucaristía. Sin una intensa vida sacramental, no sería posible imaginar una espiritualidad conyugal o familiar, una “pequeña Iglesia”.

Así, como lugar de profecía, de sabiduría y de luz, la familia cristiana está llamada a descubrir y a practicar los valores evangélicos admirablemente sintetizados en las bienaventuranzas que nos ayudan a comprender el espíritu del evangelio, el valor del amor y del perdón, de la justicia y la solidaridad, de la verdad y la libertad, del respeto y la paz, de la pobreza y la sencillez, del trabajo y la alegría.

De esta manera, los esposos cristianos serán efectivamente -como pide el Concilio Vaticano II,- verdaderos educadores de la fe, “testigos de la fe” ante sus hijos, y los prepararán eficazmente para una vida auténticamente cristiana y apostólica, y para responder con generosidad a la posible llamada del Señor a seguirle a través de la “vocación sagrada”.

Es cierto, ante la realidad actual la tentación podría ser aquella de pensar que no se puede contar ya con la familia como cauce vocacional y la de no esforzarse por hacer que recupere su papel de "mediación educativa" para el nacimiento y el desarrollo de las vocaciones y para que sea, en todo caso, “primer seminario”.

Sin embargo, jamás debemos olvidar que la iniciativa de la llamada, es y será siempre de Dios. A nosotros corresponde estar atentos, intensificar y hacer que nuestro testimonio sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo pastoral y de formación sea cada vez más generoso. Hay que sumar esfuerzos para ayudar a la familia a que sea ella misma, plantando así las premisas necesarias para que florezcan las vocaciones en su seno. Las dificultades no faltarán, pero ciertamente hay espacio para mirar a la familia con esperanza; con una esperanza que confiadamente hay que sostener con la oración personal, familiar y eclesial.

“Nuestro primer deber –ha dicho el Papa en el Mensaje Pontificio con motivo de la 46ª Jornada Mundial de Oración por las vocaciones-, ha de ser por tanto mantener viva, con oración incesante, esa invocación de la iniciativa divina en las familias y en las parroquias, en los movimientos y en las asociaciones entregadas al apostolado, en las comunidades religiosas y en todas las estructuras de la vida diocesana. Tenemos que rezar para que en todo el pueblo cristiano crezca la confianza en Dios, convencido de que el «dueño de la mies» no deja de pedir a algunos que entreguen libremente su existencia para colaborar más estrechamente con Él en la obra de la salvación”.

Dirigiendo nuestra mirada a Jesús, aprendamos a entrar en la Escuela de María, "la que meditaba en su corazón", imagen perfecta del discípulo misionero, profeta y sabio que irradia la luz de Dios que lleva en el corazón. Que Jesús, María y José, la Sagrada Familia de Nazareth, modelo e intercesora de toda familia cristiana, alcance a todos ustedes y a todas las familias de México la abundancia de gracias, bendiciones y dones, y nos obtenga del Padre numerosas vocaciones; numerosos sacerdotes y religiosos según el Corazón de Cristo.