SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO
Artículo del Abogado Herminio José Piña Valladares, M.A., Presidente de la Asociación Católica de Abogados, publicado en el Diario de Yucatán, en su edición del 17 de Mayo de 2011.
Los fieles católicos algunas veces dudamos y muchas veces, por el mundo tan agitado en el que vivimos, no nos damos tiempo para reflexionar, con el propósito de proteger y alimentar la fe que Dios nos ha regalado.
Al respecto es conveniente recordar al apóstol Tomás, tal como lo presenta el evangelio de Juan: “Tomás, uno de los Doce, llamado el gemelo, no estaba con los discípulos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban reunidos otra vez los discípulos y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio, estando las puertas cerradas, y dijo: La paz con ustedes. Luego dice a Tomás: Acerca acá tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío. Dícele Jesús: Porque me has visto has creído. Dichosos los que sin ver han creído” (Jn 20,24-29).
Tomás está contado entre aquellos primeros elegidos de Jesús para seguirlo. En efecto, Tomás escuchó las parábolas, estuvo presente en los milagros que Cristo realizó, convivió durante tres años con Jesús y los otros discípulos, presenció el milagro de la resurrección de Lázaro; sin embargo, después de la pasión y muerte de Jesucristo, Tomás se dio cuenta que la fe tenía que tomar una nueva dimensión, y no podía quedarse en una actitud pasiva y temerosa.
Cuando le contaron que habían visto al Señor, Tomás dudó. El apóstol Tomás, no podía creer en los demás discípulos, ya que la fe de éstos era insegura y acompaña de “la puerta cerrada, por miedo a los judíos”. En efecto, una fe con miedo no convence a nadie. Tomás está desanimado y confundido. Sin embargo, sería un error afirmar que Tomás había perdido la fe en Cristo, pues siempre formó parte del Colegio de los Doce y se convertirá en uno de los más importantes anunciadores en tierras lejanas.
Este pasaje bíblico renueva y confirma nuestra fe en Jesucristo vivo y resucitado. La exclamación del apóstol, llamado el Gemelo: “Señor mío y Dios mío”, en presencia de Jesucristo resucitado, expresa admirablemente la fe del que confía siempre en la misericordia del Redentor. La reacción de Tomás es un acto que procede de una fe total y profunda, puesto que, de un solo golpe, reconoce a Jesús como su Señor y su Dios.
Muchas veces, al estar inmiscuidos en nuestras responsabilidades y preocupaciones, nos importan más las cosas materiales, como el poseer, el poder y el placer. La respuesta de Tomás, que cuestiona una fe débil y escondida, nos permite a todos constatar que el mismo Jesús que murió en la cruz es el que resucitó de entre los muertos, y conservó en su cuerpo glorioso las huellas de la crucifixión.
Hay que reconocer que también muchos de nosotros hemos dudado, pero nos quedamos en la incertidumbre, no damos el siguiente paso, nos quedamos siempre en la duda, no suplicamos a Jesucristo: “Aumenta mi fe”. Se dice, con toda razón que la fe mueve montañas y también los corazones; la fe transforma, le da un nuevo sentido a nuestra vida, y acrecienta la esperanza. La fe en Jesucristo nos hace mejores hijos, esposos, padres de familia, hermanos, en una palabra, mejores personas.
La duda de Tomás, superada en el encuentro con el Resucitado, nos enseña a orar, consultar y estudiar cuando dudamos, en vez de confundir a otros o decepcionarlos. En lugar de repetir el famoso dicho popular, tan impreciso: “Soy como santo Tomás, hasta que no vea no creo”, deberíamos reconocer en el apóstol Tomás a uno de los principales y más importantes promotores de la fe auténtica y profunda.
Los fieles laicos no creemos en un Cristo muerto, sino en un Cristo vivo y siempre presente entre nosotros. Lo más importante para todo discípulo de Cristo es aprender a ser testigo de la resurrección. Debemos ser mensajeros permanentes del gozo y la paz que son el fruto de la contemplación de las huellas de la cruz y así encaminarnos a la gloria que Cristo ha prometido a todos los que lo sirven y lo aman. Así como el Señor Resucitado envió a sus apóstoles a anunciar el evangelio, hoy también a nosotros nos envía a anunciar la buena nueva.
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